Algo que en fecha tan recientecomo hace una década casi nunca se discutía en buena compañía —la posibilidad de una prolongada lucha geopolítica entre Estados Unidos y China (la Guerra Fría 2.0)— ahora es el tópico número uno en los salones de política exterior tanto de Washington como de Pekín.
En Estados Unidos, el centrista Consejo de Relaciones Exteriores publicó un extenso informe pidiendo que el país “revise” su “gran estrategia” tocante a China. En Pekín, Liu Mingfu, un coronel del Ejército Popular de Liberación y estratega influyente, escribió en su libro reciente, The China Dream: “En el siglo XXI, China y Estados Unidos se pondrán en guardia y pelearán hasta convertirse en la campeona de las naciones”.
La tensión actual en el mar de China Meridional, donde Pekín está construyendo islas artificiales en las islas Spratly, un archipiélago en disputa y reclamado por seis países, ciertamente suena como una Guerra Fría en ciernes. El Departamento de Defensa de Estados Unidos hizo saber en mayo que estaba considerando el envío de aeronaves de vigilancia y buques de guerra hasta 12 millas náuticas del archipiélago, como una señal a Pekín para que retroceda. El Ministerio de Asuntos Exteriores chino inmediatamente condenó a Washington por siquiera pensar en ello.
Mientras tanto, nueve buques de guerra chinos y rusos se reunieron para ejercicios conjuntos en el mar Mediterráneo; más evidencia de los lazos más cálidos entre los dos antagonistas históricos. Un mes antes, Vietnam recibió a una docena de contratistas de defensa de Estados Unidos para reuniones en Hanói. Ellos llegaron apenas ocho días antes de las celebraciones por el cuadragésimo aniversario de la derrota de Estados Unidos ante Vietnam.
Juegos de guerra, posibles ventas de armas, una guerra de palabras por bienes raíces en disputa en una parte muy remota del mundo. Eso suena mucho a una Guerra Fría estándar, familiar a cualquier que haya peleado en la última. Pero una Guerra Fría 2.0 de Washington vs. Pekín —en caso de que resulte inevitable— sería muy diferente de su predecesora.
La diferencia fundamental y obvia es que Pekín traería mucho más poder económico a la contienda del que la Unión Soviética tuvo jamás. De hecho, para los ciudadanos soviéticos, la imagen imperecedera de los últimos días del comunismo es la de anaqueles vacíos en las tiendas de alimentos. Y en casi todas las partes donde los soviéticos ejercieron su influencia —desde Europa Oriental hasta África y América Latina— sucedió una calamidad económica. El mando y control, la forma de administración económica dominada por el Estado, no funcionó, y eso —más que cuántas armas nucleares poseía Moscú— fue lo que importó al final.
Contraste eso con China. Ya es la segunda mayor economía del mundo, y bien podría rebasar a Estados Unidos como la mayor en alrededor de una década. Aun cuando el Estado controla las alturas de mando de la economía —la banca, las telecomunicaciones, la energía—, trata de hacerlo de una manera respetuosa del mercado, y permite empresas privadas sin trabas en una serie de industrias (incluida, críticamente, la alta tecnología) que han ayudado a impulsar el ascenso de China durante tres décadas desde la pobreza. Alibaba es sólo un ejemplo reciente de una compañía privada china con una huella cada vez más mundial. ¿Recuerda todas esas grandes compañías soviéticas con ofertas públicas iniciales de miles de millones de dólares en el Nasdaq o la Bolsa de Valores de Nueva York? Cierto. No las recuerda. Porque no hubo ninguna.
China despliega su poder económico en el exterior a lo grande. Invierte fuertemente en proyectos de infraestructura en África. Usa sus enormes reservas de divisas extranjeras para comprar recursos —petróleo, gas y minerales— en África y América Latina. Esto a menudo es —erróneamente— descrito como poder “blando”. Poder económico no es lo mismo que poder blando. El poder blando tiene que ver con muchos incisos: la forma y transparencia del gobierno, la responsabilidad de las élites con la ciudadanía más amplia, lo que un país defiende y contra lo que lucha. La proyección del poder económico significa meter dinero en los bolsillos locales, y Pekín está haciendo eso enérgicamente, incluso cuando su crecimiento económico se frena.
Estados Unidos está en un lugar diferente y podría decirse que más difícil. Su poder duro —sus activos militares— todavía empequeñece el de China, aun cuando Pekín ha aumentado rápidamente su gasto en defensa. Pero la posibilidad de una Guerra Fría entre los dos países era —y hasta cierto punto todavía es— descartada por muchas manos de China en Estados Unidos porque, como escribió Aaron Friedberg, empleado del Consejo de Seguridad Nacional, el año pasado en su libro A Contest for Supremacy, “las ventajas enormes de que ahora goza Estados Unidos son el producto de su liderazgo duradero en el desarrollo y despliegue de nuevas tecnologías, y la capacidad sin rival de su economía enorme y dinámica para soportar los costos de la primacía militar”.
¿Estados Unidos todavía es más avanzado tecnológicamente que China? Absolutamente. ¿Todavía es más innovador? Sí. Pero esos liderazgos se están reduciendo, y Washington enfrenta claramente una serie de problemas económicos locales —desde la deuda hasta la demografía y una economía aparentemente estancada— que son abrumadores. Como escribió Friedberg: “Que [Estados Unidos] continúe disfrutando [sus ventajas económicas] en una rivalidad estratégica a largo plazo con China de ninguna manera es obvio”.
La otra diferencia crítica entre la Guerra Fría 1.0 y la Guerra Fría 2.0 que ahora se avecina es el simple hecho de que China es el mercado más importante del mundo para el Fortune 500. La Unión Soviética, para el 99.5 por ciento de las compañías estadounidenses más grandes, simplemente no existía. Pekín puede usar el acceso a su mercado como una ventaja en disputas geopolíticas.
Por supuesto, hay una tremenda ironía en ello. Por décadas, la política de Estados Unidos fue ayudar a que China triunfase económicamente. Los estadounidenses se habían convencido de que a través del comercio y la prosperidad se daría un cambio político en Pekín. Esa idea ahora ya se ha perdido. El Partido Comunista chino, y su gobierno de un solo partido, no parece que vaya a irse a ninguna parte. También está jugando un juego a largo plazo; sus militares ahora son sólo actores regionales, pero para 2049, cuando el partido espera celebrar su centésimo aniversario en el poder, bien podría ser capaz de proyectar su fuerza mundialmente. De cualquier forma, esa es la intención de los elementos más belicistas del partido y los militares.
Washington tenía la esperanza seria de que los días de una lucha global contra un adversario poderoso se habían acabado. Que ahora esté despertando y aceptando una realidad diferente es el primer paso en lo que Liu Mingfu llama la “lucha” central del siglo XXI.