Hace seis meses, el precio del petróleo —el alma de la economía rusa— se fue a pique, y las sanciones encabezadas por Estados Unidos, implementadas después de que Rusia se anexara Crimea en Ucrania, escocían. La moneda rusa, el rublo, se desplomó, y la fuga de capitales empezó a acelerarse conforme los rusos ricos pero nerviosos movían más y más dinero fuera del país. Entonces parecía plausible preguntarse: ¿Vladimir Putin podría estar perdiendo su fuerza? ¿La presión económica podría ser suficiente para controlarlo, o incluso llevar a su caída?
Hoy la respuesta se está aclarando, y no es la que Occidente anhelaba. Putin no solo sigue en pie, sino que la economía rusa, en contra de la mayoría de las expectativas, se está recuperando. Su mercado bursátil es uno de los que mejor se han comportado mundialmente este año; el rublo, después de perder casi la mitad de su valor ante el dólar en el transcurso de un año, está repuntando; las tasas de interés han bajado de su máximo posterior a las sanciones; el gobierno está obteniendo más ingresos de los que él mismo había previsto, y las reservas de divisas han aumentado casi 10 000 millones de dólares de su mínimo posterior a la crisis.
El precio menor del petróleo todavía afecta. Los economistas de Citicorp calculan que cada baja de 10 dólares en el precio del crudo Brent le recorta 2 por ciento al producto interno bruto (PIB) de Rusia. Más bajas —no están descartadas, dado que Arabia Saudita, el principal productor y de más bajo costo en el mundo, todavía bombea cantidades marca de crudo— afectarán todavía más el crecimiento. Pero esos mismos economistas de Citicorp predicen que el PIB, después de contraerse los últimos dieciocho meses, ahora podría empezar a crecer hasta 3.5 por ciento por año, incluso sin una recuperación en los precios del crudo.
¿Qué explica esta resistencia? Considere la ciudad de Cherepovéts, donde 300 000 personas viven en el área noroeste conocida como Vologda. Es sombría, gris e industrial, casi estereotípicamente. El mayor empleador en la ciudad es una fábrica de acero nacido en la era soviética. Después de las sanciones y el desplome del precio del petróleo, Cherepovéts sería una de las ciudades industriales en el mundo con menos probabilidades de ser próspera.
Pero es próspera. En el último trimestre de 2014, la fábrica de acero local, Severstal, publicó sus márgenes de utilidad más altos en seis años, con marcas en su producción. El 9 de abril, la compañía firmó un contrato para abastecer acero laminado a una planta automotriz de Renault-Nissan, una instalación que planea aumentar las exportaciones de Rusia a las antiguas repúblicas soviéticas, Oriente Medio y África. Severstal ahora planea añadir por lo menos dos mil trabajadores a su total de 52 000 empleados este año.
Aun cuando está mejor administrada que muchas compañías rusas, Severstal no es atípica. Según los datos de Bloomberg, alrededor de 78 por ciento de las compañías rusas en el índice MICEX mostraron un mayor crecimiento en sus utilidades que sus equivalente mundiales. Y las compañías rusas en su conjunto ahora son más redituables que sus equivalentes en el índice MSCI de Mercados Emergentes.
¿Qué está rescatando a Rusia? Por segunda vez en dos décadas, Rusia está mostrando que aun cuando una caída pronunciada en el valor de su moneda sí provoca malestar financiero —aumenta los precios de las importaciones y hace que cualquier deuda externa que Rusia o sus compañías hayan contraído mucho más costosa en términos del rublo— también produce con el tiempo beneficios económicos como lo marca el libro. Dado que una devaluación aumenta los precios de las importaciones, también allana el camino para lo que los economistas llaman “sustitución de importaciones”, una manera burda de decir que los consumidores empiezan a comprar los productos menos caros producidos localmente en vez de artículos importados.
Para las compañías como Severstal, que exporta casi 20 por ciento de su producción, los beneficios de la devaluación son obvios: todos los costos necesarios para producir acero en Rusia —mineral de hierro, manganeso, níquel, mano de obra, electricidad— son tasados en rublos. Ello significa que los costos relativos de las compañías ante los de sus competidores internacionales se han desplomado. Al mismo tiempo, todo acero que venden al exterior es tasado ya sea en dólares estadounidenses o euros, los cuales han aumentado su valor ante el rublo. Cuando las compañías traen de vuelta los dólares de sus ventas, valen mucho más en rublos hoy que hace un año.
El mismo fenómeno se aplica a lo grande en el enorme sector energético de Rusia. Moscú exporta cantidades enormes de petróleo y gas, y trae de vuelta dólares por ello. Es la razón por la cual Rosneft, un enorme productor de petróleo con lazos cercanos al Kremlin de Putin, reportó un aumento en sus utilidades de 18 por ciento el año pasado, en comparación con un aumento menor al 1 por ciento para sus competidores internacionales, según datos de Bloomberg. Esto es una gran parte de la razón por la que el ingreso fiscal de Rusia no se ha ido por el despeñadero, mitigando en cierta forma el malestar por la crisis del año pasado. La producción petrolera de Rusia todavía está cerca de sus máximos históricos; una de las razones, junto con la continua producción a toda marcha de los saudíes, por las que el precio sigue bajo.
El mundo no debería sorprenderse de lo que ha sucedido. Más o menos lo mismo sucedió en 1998, cuando la crisis financiera asiática se extendió a Rusia y Moscú incumplió con su deuda internacional y devaluó el rublo. Hubo un impacto económico negativo e inmediato, seguido por una recuperación impulsada por la sustitución de importaciones que fue más pronunciada de lo que la mayoría de los economistas internacionales por entonces creyeron que ocurriría. “Esto sugiere una recuperación económica ahora similar en su naturaleza, aunque no necesariamente en su magnitud, a la posterior a 1998”, dice Ivan Tchakarov, economista de Citicorp.
Por supuesto, lo que ha cambiado desde entonces es la naturaleza del gobierno ruso y cómo es percibido este en Occidente. Por entonces, Rusia era una democracia nueva y tambaleante que trataba de hacer su transición al capitalismo, a la que el mundo desarrollado trataba desesperadamente de estabilizar. Hoy, menos de dos décadas después, Putin se halla en la cima del Kremlin, abiertamente hostil con Estados Unidos en lo que parece ser una agenda revanchista: volviendo a montar lenta pero seguramente a la vieja Unión Soviética.
Cuando los precios del petróleo se vinieron abajo el año pasado, hubo un poco de esperanza en las capitales occidentales de que esta afectación haría lo que no hicieron las sanciones: obligar a Rusia a retirarse de Ucrania, y tal vez provocar que Putin mirase hacia su propio país y atendiese los problemas de este.
Tal vez eso fue una mera ilusión. Sea cual sea el caso, ahora es irrelevante. La economía rusa está mostrando la resistencia suficiente para que parezca poco probable que Putin controle su comportamiento en el extranjero. Los sondeos de la opinión pública en el país dan pocas evidencias de que la gente le haya dado la espalda. Para Washington y sus aliados, se acabaron las ilusiones. Vladimir Putin no se irá a ningún lado.