Viajar de Miami a La Habana es un proceso caótico, y al parecer sin sentido, que requiere de paciencia, astucia, humor y una disponibilidad implacable de colarse en las filas.
Afortunadamente, viajo con Alberto Magnan, así que nos saltamos la fila para registrarnos porque él conoce a alguien.
Magnan, quien tiene cincuenta y tres años, nació en Cuba, salió de ella a los siete años y, aparte de una corta estadía en España, ha vivido en la ciudad de Nueva York desde entonces. Él y su esposa, Dara Metz, están detrás de la galería de arte Magnan Metz en Chelsea, donde se enfocan en artistas internacionales, en especial cubanos.
Noventa minutos antes de que despegue nuestro vuelo, pasamos frente a la gente que empezó a formarse hace dos horas, y nos dirigimos directamente a la taquilla, donde él saluda a una mujer que claramente está a cargo de algo. Ella toma mi pasaporte, luego desaparece. Magnan me dice que no me preocupe.
Mientras esperamos, él me presenta a Mark Elias, presidente de Havana Air. Dice que las filas largas han sido “la norma” por años para los vuelos chárter entre Miami y Cuba. La mayoría de los vuelos “exigen tres o cuatro puestos diferentes de registro para finalmente obtener el pase de abordar”, dice Elias, y añade con un poco de orgullo: “Pero nosotros registramos los vuelos de manera diferente. Registramos un vuelo en hora y media”.
Afortunadamente, la mujer que tomó mi pasaporte reaparece veinte minutos después. Me entrega un fólder rectangular, y dentro encuentro mi pase de abordar, mi boleto de vuelta, mi pasaporte y un panfleto sobre Cuba. Metido hasta atrás hay un pedazo de papel azul claro que parece basura. “No lo pierda”, dice ella.
“¿Qué pasa si lo pierdo?”
Ella y Magnan dicen, casi al unísono: “No lo hagas”.
Menos de una hora después de que despegamos, aterrizamos en La Habana. Tan pronto como las ruedas tocan suelo, el piloto habla por el intercomunicador: “Si están contentos de estar en La Habana, ¡aplaudan!” El avión suena como mi apartamento cuando los Patriotas de Nueva Inglaterra ganaron el Súper Tazón en febrero (soy de Boston).
Para cuando Magnan y yo dejamos nuestras maletas en el hotel y cenamos, ya es de tarde. Contratamos un chofer, un hombre delgado de cincuenta años llamado Raphael. Es un médico calificado, pero renunció a la medicina después de cuatro años para empezar su negocio de taxis. Nos deja en la entrada de la Plaza de San Francisco de Asís en La Habana Vieja, y antes de que andemos cinco metros, media docena de taxistas se juntan a nuestro alrededor. ¿Necesitamos un auto? ¿Americanos? ¿Adónde van? Meneo mi cabeza en un no y sigo caminando hacia la enorme plaza adoquinada, la cual está iluminada con reflectores y atestada de gente.
Día y noche, los turistas se agolpan aquí por los sitios históricos y la arquitectura. Cruzando la calle está el Malecón de La Habana, rebosante de jóvenes, de día o de noche. En un país donde muchos ganan en un mes menos de lo que cuesta comer en un paladar (un restaurante de propiedad privada, en comparación con los dominantes restaurantes estatales, donde el gobierno financia el establecimiento de comida y toma las decisiones sobre su administración y los salarios), el Malecón les da a los lugareños algo que hacer.
Atravesamos la plaza, un trecho hasta un vestíbulo modesto. Hay un guardia de seguridad en la puerta y, casi de inmediato, una mujer sentada detrás de un mostrador. Magnan le habla en español. No tengo idea de lo que dice (hablo francés de preparatoria), pero es claramente persuasivo porque ella al final asiente. Estamos dentro.
Magnan, unos cuantos de sus amigos y yo nos apiñamos en el diminuto elevador. Alguien le pregunta algo sobre el evento, pero Magnan menea en silencio la cabeza y señala el techo. Su mensaje es claro: ellos nos escuchan. Todos nos callamos y esperamos a que las puertas se abran.
Cuando lo hacen, estamos en la terraza de un penthouse de dos pisos con vista a La Habana Vieja. El lugar se ve como si lo hubieran aerotransportado de un lujoso hotel de Miami: sillas y sofás blancos y elegantes, delicados arreglos florales, un bar lleno. A un lado se proyecta una película en la fachada de un edificio cercano.
Media hora después, los invitados empiezan a desaparecer adentro, así que los sigo, bajando por una escalera en espiral hasta que llego a una sala de estar enorme y opulenta —me siento como si estuviera en el plató de una película histórica de Leonardo DiCaprio—. Una hamaca larga de terciopelo grueso cuelga del techo. Los pisos están cubiertos con tapetes de ornato. Plantas demasiado grandes se alzan contra las paredes tachonadas de arbotantes y obras de arte. Cerca de allí, habitaciones igual de ornamentadas contienen una mesa de billar y un fuerte cenador para bufet. Más allá, en el pasillo, está el baño más prístino que veré durante mi semana en La Habana. Posada en un estante cerca de la regadera está una estatua grande de… sí, esos son penes.
Todos aquí están vestidos de etiqueta: las mujeres mayores en vestidos de noche, las modelos jóvenes en vestidos estrechos, los hombres en trajes elegantes y sombreros y zapatos lustrosos. Es como si la edad —y el comunismo— no existiera aquí; los huéspedes mayores se mezclan con los más jóvenes, y ni una sola persona está mirando un teléfono inteligente. Me veo rodeada por la elite intelectual y cultural de Cuba. Conozco a Cucu Diamantes, la cantante y actriz cubana-estadounidense nominada al Grammy, y su marido, Andrés Levin, un productor musical y cineasta estadounidense nacido en Venezuela y educado en Juilliard que ganó un Grammy en 2009 por el álbum del elenco original de In the Heights.
Él encabezó la inauguración de TEDxHabana en noviembre pasado. Juntos, él y Diamantes, fundaron el grupo de fusión Yerba Buena, el cual obtuvo una nominación al Grammy por su álbum debut en 2003. Levin señala algunos actores y músicos cubanos famosos. Incluso hay algunos miembros de la familia Castro. Una nube de humo de cigarrillos y habanos nos envuelve.
El embargo de Estados Unidos, el cual empezó a principios de la década de 1960, prohibió las inversiones estadounidenses en Cuba. Sin embargo, el arte, los libros y la música quedaron exentos, lo que le dio a los artistas la libertad de ganar su propio dinero y viajar fuera del país, aunque bajo el ojo vigilante del gobierno. En un país donde no hay magnates de bienes raíces ni de fondos de cobertura, ¡los artistas e intelectuales forman la elite del 1 por ciento!
Esta no es La Habana que la mayoría de los turistas ve; tampoco es La Habana que la mayoría de los cubanos conoce. Incluso escribir sobre ello pareciera ser algo que el gobierno cubano no aprobaría porque, bueno, viva la revolución, ¿verdad?
El resto de mi tiempo en Cuba, veo La Habana en la que probablemente usted piensa: los convertibles Chevy antiguos con defensas traseras oxidadas; los pósteres de propaganda que dicen “La Revolución es invencible” en desteñidas letras rojas a todo lo ancho de los edificios; las mansiones deterioradas y los desvencijados bicitaxis; las tiendas de habanos atestadas de grupos de aves migratorias, y los niños que te siguen por todas partes, te preguntan dónde vives y, cuando descubren que es la ciudad de Nueva York, gritan: “¡Yanquiiiiis de Nueva York!” (no tuve el corazón para decirles que crecí cerca de Boston).
Al mismo tiempo, en un país donde casi nada ha cambiado por generaciones, encuentro grúas levantadas a lo largo y ancho de la ciudad preparándose para las renovaciones y la construcción. Nuevos restaurantes surgen casi cada semana, igual que las pizzerías pequeñas. Los hoteles están llenos de turistas; en el Meliá Cohíba, donde me hospedé, oí más acentos estadounidenses de los que habitualmente oigo en una calle al azar de la ciudad de Nueva York.
Ahora que el país se abre por primera vez en más de cinco décadas, la esperanza, la determinación y el dinero flotan en el aire, y todo está listo para quien lo quiera: bienes raíces, construcción, telecomunicaciones, turismo. Los negocios pequeños, desde la reparación de bicicletas y autos hasta la plomería, los restaurantes y los taxis, están listos para crecer.
Netflix ha anunciado su arribo, a pesar del hecho de que solo 5 por ciento de los cubanos tiene acceso a internet, según un informe de Freedom House en 2012 (23 por ciento de los cubanos puede acceder a la “intranet” avalada por el gobierno). En febrero, Conan O’Brien se convirtió en el primer anfitrión de programas nocturnos en grabar un show en Cuba desde 1962 (el episodio se transmitió el 4 de marzo). ¿Qué colosales marcas estadounidenses seguirán? ¿Home Depot? ¿Best Buy? ¿McDonald’s? ¿Royal Caribbean International? ¿Donald Trump?
De repente, Cuba está rebosante de potencial, refrenada por un gobierno tentativo y poblada por gente esperanzada que trabaja duro. ¿Quién, exactamente, habrá de beneficiarse y quién se quedará atrás? ¿El futuro de Cuba es el de una Jamaica moderna, atestada de spring breakers, solteros y solteras vistiendo camisetas del Che Guevara y gorros del ejército al estilo de Castro? ¿Y ese es el mejor o el peor escenario?
El arte de cambiar
“Recuerdo que mi mamá me recogió en la escuela y dijo: ‘Tenemos veinticuatro horas para irnos. Empaca una maleta. Vamos a viajar fuera de Cuba’”, dice Magnan. “Era aterrador.”
Hace cuarenta y seis años, la madre de Magnan, una profesora de arte, y su padre, un contador de una fábrica de tabaco, dejaron todo lo que tenían en La Habana: auto, muebles, joyas, posesiones. Incluso entonces Magnan era un coleccionista: tarjetas de béisbol, timbres postales, monedas, calcomanías. “Me encantaba dibujar, pero nunca me impulsaron hacia el terreno del arte. La madre cubana quiere que seas médico o abogado.” Más bien, se convirtió en comerciante de arte.
Magnan es conocido por exhibir artistas cubanos como Roberto Diago, quien explora las raíces raciales, religiosas y afrocubanas; Alexandre Arrechea, miembro fundador del colectivo Los Carpinteros, y Glenda León, quien representó a Cuba en la Bienal de Venecia de 2013. Su primera vez de regreso en La Habana, en 1997, fue durante el Periodo Especial de Cuba, la crisis económica que comenzó con el colapso de la Unión Soviética en 1991.
Cuba perdió miles de millones de dólares en apoyo y subsidios. Hubo escasez de todo: transporte, comida, electricidad, autos, refacciones, pasta de dientes. Las casas otrora imponentes empezaron a derrumbarse, creando el tipo de belleza deteriorada que alimenta el porno de las ruinas. “Me enamoré de los artistas porque lo que ellos hacían durante el Periodo Especial era muy diferente. No tenían materiales. Trabajaban con pinturas que no eran pinturas. Lienzos que eran metal o tela o trapeadores. Ellos tomaban lo que podían y lo convertían en arte. Me dije: ‘Oh, Dios mío, los coleccionistas de Estados Unidos tienen que ver lo que pasa aquí’.”
Hoy Magnan está detrás de algunos de los eventos de arte más innovadores y controvertidos en Cuba, incluido Chelsea Visita La Habana en el Museo Nacional de Bellas Artes en 2009, la primera exhibición de artistas estadounidenses en Cuba desde la revolución. El evento fue parte de la décima Bienal de La Habana, la cual, a pesar de su nombre, ha sucedido cada tres años desde 2000. “Ese fue un punto de inflexión clave en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, cuando me percaté de que el arte puede marcar una diferencia”, dice Magnan.
En las últimas décadas, un puñado de cubanos y cubano-estadounidenses han trabajado discretamente como embajadores culturales, tendiendo puentes entre los dos países al enfocarse en las artes. Magnan es uno de ellos. “La Habana está viva y bien”, dice. “Los artistas hacen cosas increíbles. Y están eligiendo quedarse en Cuba a continuar sus carreras… Los cambios que están sucediendo a través del arte y la cultura están abriendo paso a otros cambios.”
En nuestro segundo día en La Habana, visitamos al curador cubano Juanito Delgado en su apartamento con vista al Malecón. Es la media tarde cuando nos reunimos en su sala de estar, la cual está cubierta de piso a techo de pinturas y fotografías enmarcadas. Se reclina en un sofá de mimbre, cruza una pantufla de terciopelo rojo sobre la otra y dice (a través de la traducción de Magnan): “Cuando haces buen arte, este plantea todas las preguntas políticas. No hagas arte político. Haz político el arte. Entonces tienes el diálogo”.
En 2012, Delgado transformó el Malecón en una exhibición de arte para la decimoprimera Bienal de La Habana. Fly Away, de Arlés del Río, presentaba la silueta de un avión recortada en una larga cerca rectangular de malla colocada en el borde del rompeolas. Rachel Valdés Camejo instaló un espejo grande mirando al agua, lo llamó Happily Ever After No. 1.
“El arte mueve a la sociedad, y el arte mueve a la gente”, dice Delgado. “Espero que Obama ayude a la escena cultural de aquí, dando financiamiento para hacer libros, hacer exhibiciones y ayudar a los artistas a promover su obra… Quiero que La Habana tenga sus teatros llenos.” Hace una pausa por un momento, luego me mira directamente. “Bueno”, dice. “¿Tal vez podrías descubrir adónde irá [el nuevo dinero]?”
Un ladrillo menos en la pared
Cuba está a solo 145 kilómetros de Estados Unidos, pero en esencia se ha congelado en el tiempo desde 1959, cuando Fidel Castro derrocó al dictador Fulgencio Batista con un ejército de guerrillas. Bajo el régimen comunista de Castro, la educación y los servicios de salud eran gratuitos, pero la economía se vino abajo, la pobreza se extendió, y a los cubanos rara vez se les permitió viajar al extranjero. Castro tiene un largo historial de castigar y reprimir a sus críticos; en 2013 hubo más de seis mil arrestos arbitrarios de activistas de los derechos humanos, según la Fundación por los Derechos Humanos en Cuba. La libertad de expresión no existe aquí, el Estado posee todos los medios de comunicación oficiales, y el gobierno ha intimidado a los blogueros y encarcelado a los periodistas, quienes enfrentan condiciones espantosas en prisión.
Desde 1982, Cuba ha estado en la lista del gobierno de Estados Unidos de países que patrocinan el terrorismo porque, según un informe del Departamento de Estado de 2013, ha ofrecido un “lugar seguro” a miembros del País Vasco y Libertad (ETA), en España, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y también refugió a fugitivos buscados por Estados Unidos. Esa designación prohíbe a los cubanos hacer operaciones bancarias con Estados Unidos. Aun cuando Barack Obama ha prometido revisar el estatus de Cuba, los republicanos protestan ante la posibilidad de removerla.
En 2008, Raúl, el hermano de Fidel, asumió el poder. En los últimos años, ha instituido una serie de reformas que permiten a los cubanos viajar al extranjero con más facilidad y por periodos de tiempo más largos; comprar y vender autos y casas; abrir legalmente negocios privados (con más de cien tipos), y hospedarse en los hoteles internacionales de La Habana (históricamente, los cubanos eran excluidos de los hoteles de lujo, en parte porque estos solo aceptan la moneda para turistas, el CUC [peso cubano convertible], y los trabajadores del Estado ganan su salario en pesos cubanos [CUP], en esencia sin valor, y en parte porque el gobierno no quería que los hoteles se convirtieran en hervideros de drogas y prostitución). Las políticas de Raúl han sido aplaudidas, no así la realidad económica de la mayoría de los cubanos, pues la mayoría no puede costearse alguna de estas cosas.
“Las reformas, incluso como reformas, son tibias, vacilantes y parciales”, dice Fulton Armstrong, quien fungió como oficial nacional de inteligencia para Latinoamérica de 2000 a 2004 y actualmente es un Alto Miembro del Centro de Estudios de Latinoamérica y Latinos en la Universidad Americana. “[Cuando] no tienes la afluencia de capital nuevo, comercio nuevo, dinero nuevo entrando, incluso si existen las oportunidades, los recursos para aprovechar esas oportunidades no existen.”
El cubano promedio gana menos de veinte dólares al mes. El año pasado, algunos médicos supuestamente obtuvieron un aumento salarial, de 26 dólares al mes a 67 dólares. En una tienda de electrodomésticos a la que entré, un horno de microondas estaba en oferta por 72.60 dólares, y una cafetera cuesta 30 dólares. La mayoría de mis comidas costaron alrededor de 30 dólares por cabeza. Ahora que los estadounidenses pueden enviar a los cubanos 8000 dólares al año, mucho más de los 2000 dólares antes del anuncio de Obama en diciembre, se espera que el abismo entre negros y blancos se ensanche. Según The New York Times, los cubanos blancos tienen 2.5 más probabilidades que los negros de recibir apoyo financiero de sus parientes en el extranjero, facilitándoles el abrir negocios. Los cubanos blancos que viven en áreas rurales también es probable que batallen, dice Armstrong.
Hay once millones de personas en Cuba, y muchos de ellos parece que se beneficiarán de la distensión en las relaciones entre estadounidenses y cubanos: comerciantes, granjeros, todos los que reciben remesas de parientes que viven en el extranjero para permitirles abrir negocios pequeños. “La economía informal de Cuba es enorme, y ha sido el campo de entrenamiento para que grandes sectores de la sociedad practiquen las actividades empresariales”, dice Armstrong. “Algunos, como los artistas, lo han estado haciendo por décadas, y son muy buenos en ello. La gente que se ha mantenido en el camino recto, ya sea por su personalidad o su cercanía con el partido o su afiliación institucional con vigilancia estrecha, no se ha metido mucho en el mercado negro. Esa gente tendrá un comienzo un poco lento.”
Los perdedores, afirma Armstrong, serán quienes tienden a perder en todas partes, todo el tiempo: aquellos con una educación pobre, los viejos y quienes tienen problemas de salud.
“Siempre el cambio es bueno para un grupo de personas y malo para otro”, comenta Meylin Bernal, de 32 años, una guía de turistas para San Cristóbal, una de las compañías de viajes cubanas de propiedad estatal. “Todos están excitados ante la posibilidad de trabajar y, de acuerdo con sus sueldos, ser capaces de llevar una vida normal. No de batallar, sino de sobrevivir.”
“El sol es diferente aquí”
“Ese es un Muscovy. ¡Ruso! Ese negro es un Chevy, 1953. Solía tener uno de esos.”
Raphael grita los nombres de los autos que pasamos mientras paseamos a través de La Habana. “Ese de allí, el verde, es un Chevy, 1952. Ese es un Mercury, 1951. Ese es un Dutch, 1958. Eso solía ser una gasolinera de Shell antes de la Revolución.”
Nos dirigimos a Párraga, un vecindario pobre en las afueras. Está a unos treinta minutos en auto, así que para pasar el tiempo le pregunto por qué decidió dejar de trabajar como médico. “¡El salario no era suficiente!”, dice. Raphael explica que ganaba entre doce y quince dólares al mes (hoy los médicos ganan cuatro veces más, apunta). Como taxista, gana 200 dólares al mes, lo que le ayuda a mantener a su familia. “Al principio extrañaba mi trabajo como médico, pero ahora son muchos años de trabajar de taxista…”
Se queda callado.
“Juan Carlos acaba de graduarse de dentista en la universidad en julio”, dice Raphael sobre su hermanastro, de veinticuatro años. “Trabajó dos días para mí e hizo 30 dólares al día, más de lo que gana en un mes. Es horrible. A Juan Carlos le gustaría irse a Estados Unidos. Está estudiando inglés. Le mandaré algo de dinero para ayudarlo. No hay futuro para él aquí.”
Nos detenemos en una calle tranquila y recogemos a Sandra Soca Lozano, una cubana de veintiocho años y profesora de psicología en la Universidad de La Habana que ha aceptado pasar el día conmigo. Lozano es bajita, de largo cabello castaño, grandes ojos marrones y una sonrisa amistosa. Vive con su madre, una psicóloga, y su padre, jubilado, y su abuelo. Nunca ha salido de la isla. “Porque amo mi país y amo a mis padres y soy hija única, no quiero dejarlos atrás”, dice.
Cuando Lozano no da clases en la universidad, es voluntaria con niños y adolescentes con cáncer. Pero, como otros cubanos que optan por quedarse con sus empleos gubernamentales, tiene un ingreso mísero, apenas 30 dólares al mes (“Todos los cubanos van al mercado negro a comprar cosas y ganar dinero”, dice Armstrong, “porque obviamente el ingreso de 30 dólares no es el único ingreso de ella. No te engañes”).
Lozano anhela comprarse un auto e ir a bailar salsa con sus amistades, pero ambos son lujos más allá de sus medios. Los retos de la vida cotidiana se agravan al ver a sus pares triunfar en el extranjero. “Muchas amigas viven fuera de Cuba, ¡y después de cuatro meses tienen autos! ¡Y tienen casas! Pueden ir de vacaciones adonde quieran. Mis padres, que trabajan como demonios, no pueden hacer cosas habituales. Mi madre no puede ir a Egipto y ver las pirámides.”
Seguimos nuestro viaje, pasando gasolineras abandonadas, paradas de autobús repletas de gente y un viejo puerto sin botes. Le pregunto a Lozano qué hay en Cuba, aparte de sus padres, que la mantiene aquí. “Es la gente, los lugares”, responde. “Estructuralmente, las calles dan lástima y los edificios… sí, lo sé. ¡Pero el olor del mar! Siempre he vivido cerca del mar. Este es un olor particular que me encanta. El sol aquí es diferente. Siempre puedes hallar alguien que te ayude, que comparta contigo.”
“¡Oldsmobile, 1955!” Raphael está de vuelta. Explica que cruzamos por un vecindario llamado Luyano. Pasamos frente a personas sentadas a la entrada de escaleras o paradas en las aceras a la espera de un taxi comunal. Un letrero grande que reza: “Gracias, Fidel” cuelga de un puente.
Finalmente, las calles se vuelven escabrosas. Después de unas vueltas más, terminamos en una calle ancha y llena de baches sin autos y cubierta de basura. La gente se junta en las calles, y los perros deambulan por las aceras como si fueran sus dueños. Láminas de aluminio sirven como cercas alrededor de casas diminutas que están enclavadas unas junto a las otras como sardinas. Esto es Párraga. No hay turismo aquí, y el agua no corre todos los días. Un amigo sugirió que pasáramos un tiempo aquí, y me presentó a alguien que podría darme una visión de cómo es la vida en esta parte de la ciudad.
Justina Cordero Mesa nos saluda desde su porche, tomando con sus manos delgadas y arrugadas las mías y besándome en la mejilla. Lleva un vestido blanco con estampado, calcetines verde oscuro y sandalias negras. Su cabello blanco está sujeto en un rizo desordenado arriba en la cabeza. Su rostro está marcado por arrugas profundas. Tiene noventa años.
Mesa nos invita a pasar a su casa y señala el sofá y el par de sillas cubiertas de cojines de colores brillantes. Lozano, Magnan y yo nos sentamos. Es un lugar diminuto, no mayor de dos por tres metros. Grietas y manchas plagan las paredes de amarillo mostaza claro y el piso de baldosas. En una esquina, un diminuto árbol de Navidad y un estéreo portátil se hallan sobre una pequeña mesa marrón. En otra mesa hay un jarrón con flores sintéticas, una alcancía verde y un par de otras miniaturas. Colgada sobre la mesa hay una foto enmarcada de Fidel Castro. Afuera, los perros ladran.
Con voz áspera, Mesa nos dice que le robaron su televisor recientemente, alguien se metió por la ventana. Cuando le pregunto si atraparon al ladrón, Mesa se ríe.
Su hogar es pequeño, oscuro y lleno de moscas. Detrás de la sala de estar hay un pequeño comedor con una mesa de madera y un refrigerador bajito cubierto de magnetos con formas de vegetales. En la cocina, todavía más pequeña, viejas cubetas y algunos tazones y tazas están sobre una encimera improvisada. Hay un plato con lo que parecen ser huesos de pollo cerca de una hornilla eléctrica, y cuatro utensilios de cocina cuelgan de la pared azul claro. El techo es bajo, no solo aquí, sino en todos los cuartos. Una pequeña puerta en la cocina da hacia un pasillo trasero, donde Mesa cuelga su ropa y lava sus platos.
“Mi nieto quiere tomar su casa y esta casa y cambiarlas por una casa más grande, para que pueda vivir con él. Pero no sé”, dice Mesa, quien ha vivido aquí por más de sesenta años. Su marido, que trabajaba para la policía, murió hace pocos años. Tienen un hijo, que vive en Cuba, y su hermana y su sobrina viven en Estados Unidos. “Mi hermana quiso llevarme, pero no quise irme. Tengo mi familia… Tengo una gran historia. Pero ¿qué voy a hacer con eso?”
Le pregunto a Mesa si ella piensa que la vida en Párraga mejorará ahora que se ha retirado el embargo. “No ha cambiado. Cada día es peor, porque todo es más caro”, dice ella. “No puedo oír ni ver bien. Soy muy vieja. En verdad soy vieja. Cualquier cosa que vaya a ver ahora ya la he visto.”
Cuando regreso a la ciudad de Nueva York, le mando un correo electrónico a Lozano. Ella dice que fue “difícil” ver cómo vive Mesa. “Por otra parte, ella representa exactamente lo que pienso que significa ser cubano, porque incluso viviendo en esas condiciones ella nunca dejaría su país. Lo ama. Desea cosas buenas para otros y no para sí misma. Ofrece las pocas cosas que tiene, y es vieja pero todavía… independiente y todavía ve por su familia… Para mí, esa es la esencia de los cubanos: siempre ocupándose y preocupándose por alguien más, siempre fuertes, siempre ayudando al otro, incluso si no lo conoces demasiado.”
“¿Golpearán a la gente?”
Vedado, un centro urbano en La Habana donde Hugo Cancio ha hecho crecer lentamente su emporio mediático, está muy lejos de Párraga. Cancio, quien es cubano, es el fundador y director ejecutivo de Fuego Enterprises, la cual se enfoca en oportunidades de negocios, medios de comunicación, telecomunicaciones, bienes raíces y de viaje en Cuba y Estados Unidos. Hace unos años, él y su esposa volaban de Miami a La Habana junto con unos cuarenta estadounidenses. Alcanzó a escuchar a algunos de ellos hablar sobre lo que es Cuba, “aparte de ese famoso apellido que empieza con C”, dice.
“¿Cuba es un país militarizado?”
“¿Nos toparemos con personas con metralletas en las calles?”
“¿Golpearán a la gente que diga cosas malas de Fidel?”
“Mi esposa dijo: ‘¿Por qué no te paras y les dices qué es Cuba?’”, recuerda Cancio. “Me estaba molestando mucho, porque como puedes ver, este país es más que Castro y los disidentes y la oposición. Es un país hermoso con gente hermosa. Me acerqué a ellos y empecé a platicarles sobre Cuba.”
Veinte minutos después, regresó a su asiento. Su esposa tuvo una idea: imprimir un panfleto sobre Cuba para dárselo a los turistas en los vuelos a La Habana. “¡Haz algo!”, recuerda que dijo ella.
En vez de un panfleto, Cancio lanzó On Cuba, la primera revista bilingüe enfocada en Cuba, la cual se vende a lo largo y ancho de Estados Unidos y Cuba. Su sitio en la red recibe entre 600 000 y 1.2 millones de visitantes al mes, y la revista y su publicación hermana, ART On Cuba, la cual Cancio lanzó en junio pasado, se vende en todas las tiendas Barnes & Nobles de Estados Unidos y todas las tiendas Hudson News del Aeropuerto Internacional de Miami y el Aeropuerto Nacional Ronald Reagan en Washington, D. C. Este mes, la revista estará en 184 supermercados Publix a lo largo y ancho de Florida. Y como un reconocimiento a la idea original de su esposa, On Cuba es la revista oficial en la mayoría de los vuelos chárter entre Miami y La Habana.
Cancio, de cincuenta años, nació en La Habana. Su madre, Mónica Leticia, era una famosa cantante cubana, y su padre, Miguel Cancio, cofundó el legendario cuarteto cubano Los Zafiros, llamados afectuosamente los Beatles de la Cuba de la década de 1960. Durante el famoso éxodo del Mariel, en 1980, cuando Castro anunció que cualquiera que quisiese emigrar a Estados Unidos podía dejar el país, 125 000 cubanos huyeron en 1700 botes. Cancio, por entonces de dieciséis años, salió con su madre y su hermana, de trece años. Poco antes lo habían expulsado de su prestigiosa preparatoria por hacer un chiste sobre Castro. “Mi madre dijo: ‘No tienes futuro aquí’”, recuerda Cancio. “Tenemos que irnos.”
Sin parientes en Miami ni un lugar adonde ir, pasaron tres semanas en un refugio en el estadio Orange Bowl. Luego se mudaron a un estudio diminuto en South Beach. “Mi mamá durmió en un sofá cama, y yo dormí en un colchón sobre el suelo por tres años. Ella se arrepintió de su decisión por muchos años.”
De vuelta en Cuba, el padre de Cancio había estado trabajando en el Centro Contraciones del Ministerio de Cultura, pero perdió su puesto por permitir que su familia se marchara. Obtuvo un trabajo como barrendero en la calle y luego laboró en la construcción. “Soy el único trabajador de la construcción que va en un traje de tres piezas al trabajo”, recuerda Cancio que su padre le escribía en sus cartas. Pocos años después, él también salió del país.
Hoy Cancio es un pionero embajador de la música y el arte cubano en Estados Unidos, en especial en su ciudad de Miami. Ha producido casi ciento cuarenta conciertos y treinta giras musicales, y su currículo se lee como una cartilla de las guerras culturales cubano-estadounidenses. En 1999 planeó un concierto en la Arena de Miami para Los Van Van, uno de los grupos musicales cubanos más exitosos. “Los cubanos de derecha estaban afuera lanzando huevos y latas, y sus hijos e hijas estaban adentro bailando”, recuerda.
Cancio también estuvo detrás de la primera película cubano-estadounidense producida en Cuba desde antes de la revolución, Zafiros, locura azul, sobre el ascenso a la fama de Los Zafiros. La película se estrenó en 1997 en el Festival de Cine de La Habana, donde ganó el premio del público y luego se presentó en cines por seis meses. Cuando la llevó a Miami, miles de manifestantes protestaron afuera del cine. “Mi mamá me trajo a este país para ser un hombre libre y tener un futuro mejor”, dice. “¿Cómo puedes evitarme que haga algo que tengo todo el derecho de hacer en un país democrático al que tus padres te trajeron porque en Cuba no podías hacer nada?”
Con el cambio en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, Cancio está aumentando la presencia de On Cuba. En marzo, llegará On Cuba Real Estate, enfocada en arquitectura y vecindarios locales. Esta primavera lanzará On Cuba Travel, un sitio en la red al estilo de Travelocity, pero enfocado en Cuba, y, luego, On Cuba Money Express, un negocio de remesas. También está asociándose con dos grandes compañías de telecomunicaciones en Estados Unidos (Blackstone Online es una; se niega a mencionar la otra) en un intento de llevar internet y teléfonos celulares al pueblo cubano.
“He luchado por esto por muchísimos años, no defendiendo al gobierno, sino defendiendo mi derecho como cubano a cambiar la política de Estados Unidos para con Cuba, la cual era cubana y no funcionó, como dijo el presidente Obama”, explica Cancio. “Todo eso combinado me ha dado algo de credibilidad en Cuba.”
¿Exactamente quién se beneficiará de todo el trabajo que él hace? Le hablo de Lozano, la profesora de psicología, y de Mesa, y le pregunto cómo piensa que será el futuro de ellas.
“Me preocupa que las primeras personas que se beneficien sean quienes están bien conectadas”, dice. “Será un proceso largo, pero estamos respirando un aire diferente. Lo veo en mi gente que trabaja para nuestra publicación. He visto la transformación de cuando empezaron a trabajar con nosotros a como son ahora. Son más felices. Están reconstruyendo sus casas. Están pensando en ahorrar un poco de dinero para hacer un viaje a México u Honduras.”
La oficina de On Cuba está vacía cuando la visito en sábado, excepto por la directora editorial, Tahimi Arboleya. Está sentada ante un escritorio en una de las oficinas, rodeada por unas cuantas computadoras. En su desktop: Gmail y Facebook. Es la primera vez que veo estos sitios de la red durante todo mi viaje. También es una de las pocas veces que he visto computadoras funcionando.
“Pienso que podemos hacer algo. Un poco, ¿sabes?”, dice Arboleya sobre su trabajo en On Cuba. “Para nosotros es muy importante informar a los cubanos y estadounidenses [sobre] lo que pasa en Cuba, cuál es la realidad del pueblo cubano. La información sobre Cuba en Estados Unidos es muy —no sé cómo decir esto en inglés— ¿polarizadora?”
Mi última noche en La Habana, invito a Lozano a acompañarnos a Magnan, yo y otros más para cenar. Al principio, no le interesa. Se supone que se verá con unas amigas para ir a bailar salsa, lo que no ha hecho en semanas, pero después de hacer una parada rápida en el club de salsa y descubrir que está lleno, decide unírsenos. Raphael nos deja cerca del agua en la sección Miramar de La Habana. Un portero se halla al pie de una pasarela que lleva a una casa blanca imponente. Magnan habla con él —parece que se conocen— y luego nos dirigimos a Río Mar, un paladar de mariscos con vista al río Almendares.
Nos sentamos en una larga mesa en la terraza, debajo de un toldo azul marino. Alrededor de nosotros hay mesas de turistas: estadounidenses, franceses, personas hablando en español y más estadounidenses. Luces navideñas blancas cuelgan del balcón, iluminando las copas claras y botellas de Acqua Panna. Lozano comenta una y otra vez cuán limpia sabe el agua. Ella nunca antes comió queso azul, por lo que pide pechuga de pollo en salsa de queso azul. Antes de que llegue el postre, desaparece adentro y toma fotos en el vestíbulo del restaurante, posando en un sofá con uno de los meseros.
“Ese lugar es como mágico. Me sentí como si estuviera en otro país o época”, dice después en un correo electrónico escrito en un inglés casi perfecto. “Me hace sentir nostálgica por mi futuro, por mis padres, por mi familia futura, por mi país… Pero sé que en la situación actual de la economía de mi país, y lo que batalla mi gobierno para sostener los sistemas públicos como la salud y la educación con calidad, trabajar en mi campo (la educación) nunca me permitirá ir por mi cuenta a lugares como ese. Siempre tendré que esperar a que me invite alguien más.”
En Cuba, dice ella, “hay luces y sombras en todas partes y puedes elegir qué mostrar, pero lo más importante para mí es cómo mostrar ambas”.