Peter Thiel, el multimillonario cofundador de PayPal, tiene intenciones de vivir ciento veinte años. Sin embargo, comparado con otros magnates de la tecnología, no es particularmente ambicioso: el objetivo de Dmitry Itskov, “padrino” de la internet rusa, es vivir diez mil años; para Larry Ellison, cofundador de Oracle, la idea de aceptar la mortalidad es “incomprensible”; y algún día, el cofundador de Google, Sergey Brin, espera “curar la muerte”.
Esos titanes tecnológicos no son absurdos ni jactanciosos y sustentan sus aspiraciones en auténticos principios científicos emergentes que podrían cambiar nuestra percepción de la vida y la muerte. Con todo, es difícil de creer, porque la búsqueda humana de la inmortalidad es muy antigua y está plagada de catastróficos fracasos. Qin Shi Huang, primer emperador de China, murió accidentalmente hacia 200 a. C. tratando de alcanzar la vida eterna: se envenenó ingiriendo píldoras de mercurio que, supuestamente, evitarían la mortalidad.
Siglos más tarde, la cruzada por la eternidad no era más segura: para 1492, el papa Inocencio VIII falleció luego de ser transfundido con la sangre de tres muchachos saludables cuya juventud creyó que podría absorber. Más próximo a nuestros tiempos, el político de Kentucky, Leonard Jones, se postuló a la presidencia estadounidense, en 1868, con la plataforma de que había alcanzado la inmortalidad a través de la oración y el ayuno, y prometiendo que compartiría con el público sus secretos para engañar a la muerte. Poco después, ese mismo año, Jones murió de neumonía.
Pero el precedente histórico no ha disuadido a los grandes nombres del Silicon Valley. Por ejemplo, Thiel ha donado 3.5 millones de dólares a la Fundación Methuselah (Matusalén), organización no lucrativa cuya cofundadora, Aubrey de Grey, explica que la principal iniciativa de investigación —Strategies for Engineered Negligible Senescence (SENS; Estrategias para una Senectud Desdeñable Modificada)— está encaminada a desarrollar fármacos que curen siete tipos de daños relacionados con la edad: “Pérdida celular, división celular excesiva, inadecuada muerte celular, detritos intracelulares, detritos extracelulares, mutación mitocondrial y entrecruzamiento de la matriz extracelular… Partimos del principio de que, como el cuerpo humano es una máquina, posee una estructura que determina todos los aspectos de su función, incluida la posibilidad de que se averíe en cualquier momento, de suerte que si podemos restaurar dicha estructura —en los niveles molecular y celular—, también podemos restaurar su función y, de esa manera, habremos rejuvenecido el cuerpo de una manera exhaustiva”.
Sin embargo, con un presupuesto operativo anual de 5 millones de dólares, SENS es insignificante comparado con el Proyecto Calico de Brin: el esfuerzo Google para “curar la muerte”, con el cual inyectará miles de millones de dólares en una sociedad con el gigante farmacéutico AbbVie. Aunque, hasta ahora, Google se ha mostrado notablemente reservada, se rumora que están desarrollando una sustancia que imitará a foxo3, gen asociado con una longevidad excepcional.
Luego está la Fundación Glenn para la Investigación Médica, abuela de las iniciativas antienvejecimiento modernas fundada en 1965 por el capitalista de riesgo Paul F. Glenn. Desde 2007, la organización ha distribuido sus “Premios Glenn”: becas de 60 000 dólares para investigadores independientes que realizan prometedores trabajos sobre envejecimiento. Además, hace esfuerzos para impulsar iniciativas antienvejecimiento en el interior de grandes instituciones (“Empezamos con Harvard y luego seguimos con MIT, el Instituto Salk y después la Clínica Mayo”, explica Mark R. Collins, portavoz de la Fundación), y otorga más de un millón de dólares anuales en becas a través de la Federación Estadounidense para la Investigación en Envejecimiento, institución de beneficencia dedicada a las enfermedades de la vejez.
La Fundación Glenn también colabora estrechamente con la Fundación Médica Ellison, organismo mucho más reciente (creado en 1997) cuyo proyecto principal consiste en otorgar cientos de miles de dólares en becas anuales a estudiosos dedicados a investigar y buscar remedios para el envejecimiento. Y la decisión de financiar proyectos independientes —en vez de crear grandes programas internos— parece haber dado resultados, pues modestas investigaciones patrocinadas por Ellison y Glenn están desarrollando medios comprobables para contener el envejecimiento, al menos en roedores de laboratorio. La provocadora interrogante es: ¿será posible reproducir los resultados experimentales en humanos?
Envejecer a la inversa
En 1956, el gerontólogo Clive M. McCay realizó un horrible experimento en la Universidad de Cornell, en el norte rural del estado de Nueva York: cosió los flancos de parejas de ratones vivos para fusionar sus aparatos circulatorios. Por cada par había un ratón vigoroso, joven y saludable, y otro viejo y relativamente en mal estado. Sin embargo, al unir sus torrentes sanguíneos, el ratón viejo parecía “envejecer a la inversa”, volviéndose más saludable y vigoroso conforme proseguía el experimento, en tanto que el ratón joven se avejentaba prematuramente.
En aquellos días, poco se sabía de la composición de la sangre y si bien los experimentos de McCay eran fascinantes, a nada conducían; de manera que volvió su atención a la restricción calórica, donde sus investigaciones le llevaron a la fama y abandonó su ingenioso estudio sanguíneo.
Avancemos 48 años hasta 2004, cuando Amy Wagers, del Departamento de Células Madre y Biología Regenerativa de la Universidad de Harvard, retomó el experimento de McCay para averiguar si podía reproducir los resultados. Y lo hizo. Así que, con fondos parciales de las fundaciones Glenn y Ellison, decidió aislar proteínas individuales de la sangre de roedor para determinar qué causaba el macabro efecto.
Descubrió que una proteína llamada GDF11 —abundante en la sangre de roedores jóvenes y escasa en los viejos— era, en buena medida, la causante del “envejecimiento a la inversa”. Cuando está presente en el torrente sanguíneo, GDF11 se encarga de mantener activas las células madre, pero cuando sus niveles disminuyen, como sucede con la edad, las células madre (responsables de renovar los tejidos) comienzan a fallar, las heridas tardan en sanar y da inicio el envejecimiento. Sin embargo, las células madre nunca desaparecen, ni siquiera en los cuerpos muy envejecidos y con muy poca GDF11; solo entran en un estado de latencia al disminuir los niveles de la proteína. Por ello, al transfundir ratones viejos con sangre joven que contiene niveles elevados de GDF11, los roedores “envejecen a la inversa” y producen los tejidos sanos y vitales característicos de la juventud. Ese trabajo es “increíblemente prometedor”, asegura Collins.
Entre tanto, en el Centro de Cáncer MD Anderson, de Houston, uno de los investigadores principales en envejecimiento de la Fundación Médica Ellison ha estado experimentando con la manera de impedir el envejecimiento en ratones. El Dr. Ronald DePinho estaba interesado en los telómeros, estructuras que rematan las puntas de los cromosomas como los herretes de las agujetas. Los cuerpos jóvenes poseen una enzima llamada telomerasa que mantiene saludables y estables los telómeros; en organismos viejos, los niveles de telomerasa disminuyen, los telómeros se acortan y los cromosomas comienzan a “deshilacharse”. Al parecer, esa degradación es responsable de algunas manifestaciones físicas del envejecimiento y DePinho quería averiguar la razón.
Su equipo utilizó ingeniería genética para modificar ratones cuya producción de telomerasa pudieran interrumpir a voluntad y descubrió que al “apagarla”, los ratones envejecían prematuramente en ausencia total de telomerasa. “Los llevamos al extremo equivalente de humanos de noventa años”, dice, “con cerebros muy achicados, cognición afectada, infertilidad, huesos adelgazados, pérdida de pelo, etcétera”.
Luego, DePinho y colegas volvieron a activar la telomerasa y lo que observaron fue increíble. “Los órganos comenzaron a restablecerse”, informa. “El cerebro aumentó de tamaño, la cognición mejoró, se restableció la fecundidad, el pelo recuperó su brillo saludable y todos los otros problemas se aliviaron.” Administrar telomerasa a un ratón privado de la enzima no solo detuvo el proceso de envejecimiento sino que, igual que GDF11, pareció rejuvenecer al animal.
¿Sería posible utilizar uno o ambos descubrimientos para crear una fuente de la juventud estilo Ponce de León? “No hemos realizado estudios de longevidad en esos animales, así que no sabemos si habría algún efecto en la expectativa de vida. Pero consideramos que se afectaría la ‘expectativa’ de salud; es decir, la cantidad de años que uno podría vivir sin enfermedades importantes”, dice Wagers. Y los estudios preliminares son prometedores. La investigadora informa que un colega ha estado trabajando con una proteína, la cual describe como la “versión mosca” de GDF11. “Cuando administra más cantidad, las moscas viven más tiempo, y si la retira, su vida se acorta”.
Pero hace una (importantísima) advertencia. La telomerasa está vinculada tanto con la prevención como con el desarrollo del cáncer. Las células envejecidas que carecen de telomerasa tienen mayor probabilidad de volverse cancerosas; cuando las células viejas se replican, sus cromosomas “deshilachados”, sin la protección de telómeros, suelen dar origen a mutaciones cancerígenas. Cuando las células se vuelven cancerosas, sus niveles de telomerasa aumentan y permiten que células mutantes se diseminen y multipliquen sin control. Para combatir el cáncer, los médicos privan de telomerasa las células que se diseminan, así que muchos temen que inundar el cuerpo con la enzima pudiera favorecer el desarrollo de cáncer. En otras palabras, el camino hacia una vida más larga podría conducirnos a la muerte.
DePinho y colegas opinan que la terapia con telomerasa podría reducir la incidencia de cáncer reduciendo la degradación de los cromosomas. Y aunque científicos como Irina M. Conboy, de la Universidad de California en Berkeley, han planteado la inquietud de que GDF11, al promover la regeneración celular, podría incrementar también los incidentes cancerosos, Wagers se suma (con cautela) al optimismo de DePinho afirmando que no hay pruebas de que DGDF11 ocasione una mayor incidencia de enfermedades mortíferas. Sin embargo, agrega, es necesario experimentar más. Ni ella ni DePinho consideran que las sustancias que están investigando puedan utilizarse en ensayos clínicos humanos en varios años.
Con todo, con excitantes hallazgos científicos como los de Wagers y DePinho, la idea de que podamos vivir más tiempo —no solo unos cuantos años, sino tal vez un siglo o varios cientos de años más— de pronto se convierte en uno de los temas más estimulantes y controversiales del nuevo siglo. “Por supuesto, las repercusiones para la longevidad deben definirse cuidadosamente, porque con tan impresionantes acontecimientos habrá una enorme diferencia entre la cantidad de tiempo que hemos vivido hasta ahora y el tiempo que esperamos vivir”, dice Aubrey de Grey. Si empezamos a vivir un promedio de cuatrocientos años en vez de ochenta, tal vez tendremos que reescribir muchas de nuestras historias sobre cómo son la vida y la muerte.
Según Wagers, si logramos revertir el envejecimiento, en vez de una lenta y continua decadencia hacia la decrepitud, como estamos habituados, es posible que vivamos una prolongada existencia como humanos sanos y aparentemente jóvenes hasta el momento en que algún órgano sufra una falla catastrófica. Lo cual contrasta con el distópico futuro que imaginó Gregg Easterbrook en su artículo “¿Qué sucede si todos vivimos cien años?”, publicado el año pasado en The Atlantic, donde plantea la posibilidad de que la expectativa de vida siga prolongándose, mas no así la “expectativa de salud”, de modo que ancianos enfermos vivirán muchas décadas agotando los fondos de la economía. En contraste, en la versión de Wagers, todos conservarán la salud hasta el momento justo de la muerte, de suerte que tal vez no habrá necesidad de una edad de jubilación y la economía crecerá sin cesar. Aunque, bien visto, esa es la receta de otra forma de distopía: una en la que trabajaremos y trabajaremos sin descanso durante 384 años, hasta que el día que la muerte nos dé alcance.
Imprima su hígado nuevo
Es posible que, en el futuro, no debamos preocuparnos de un fallo orgánico. Pues siempre que haga falta un órgano dispondremos de copias clonadas, ya sea producidas en un laboratorio o en impresoras 3D: ya disponemos de hígados y riñones impresos en 3D; hemos transformado células cutáneas en células madre y células madre en órganos; y gracias a un procedimiento llamado reanimación salina fría estamos redefiniendo la definición de la “fatalidad”. Basta sustituir la sangre de un cuerpo agonizante con una oleada de solución salina fría para reducir la temperatura corporal, poner al individuo en estado de animación suspendida y, una vez así, arreglar un montón de cosas que, de lo contrario, serían fatales, desde heridas de bala y arma blanca, hemorragias y fallas orgánicas. Sobre todo si en la sala de emergencias hay a mano una colección de órganos clonados disponibles como refacciones.
Semejante paradigma tiene algo de espeluznante para las sensibilidades actuales: vivir para siempre —o al menos, muchos años— en un estado de juventud eterna y estática y, con el paso del tiempo, visitar cada vez con más frecuencia la sala de urgencias para reemplazar órganos insuficientes. Según un estudio de Pfizer de 2012, cuando pensamos en envejecer, nuestros mayores temores son “volvernos dependientes” o “vivir con dolor”; pero algún día eso podría modificarse en la imaginación cultural por el temor de que nuestra juventud eterna termine con una muerte repentina e impactante: ¿qué tal si tu corazón de doscientos años de pronto se detiene estando lejos de un hospital? Tal vez el “horror corporal” del futuro sea distinto del actual, mas no deja de ser “horror corporal”.
Quizá la solución sea reemplazar completamente nuestros cuerpos, esos vehículos imperfectos, plagados de problemas. Tal es el objetivo de la inversión en inmortalidad más ambiciosa jamás respaldada por un multimillonario, la Iniciativa 2045 de Dmitry Itskov. Fundado a principios de 2011, el esfuerzo ya ha reunido un impresionante grupo de expertos en especialidades que abarcan desde robótica e interfaces neurales hasta la creación de órganos artificiales. Su propósito: sustituir nuestros estuches carnosos por avatares robóticos u holográficos para (sí) el año 2045.
De cierta forma, la finalidad de la Iniciativa 2045 no es tan absurda como parece. Los avatares robóticos operados a distancia (teleoperados) son una realidad, aunque por ahora son más una novedad que una opción de estilo de vida. Itskov cree que conforme el funcionamiento de esos avatares se vuelva más refinado, “desaparecerán las tareas con mayor riesgo para la vida y salud humana, como bombero, policía, primer respondedor, minero, etcétera”. A la larga, agrega, los avatares teleoperados serán “superiores al cuerpo biológico, en términos de aptitudes”, y así darán paso a una era de mayor popularidad para los avatares.
Pero aun cuando los robots se vuelvan más baratos y su uso experimente un repentino incremento, la conciencia seguirá anclada a nuestros carnosos cerebros y, hasta ahora, nadie ha logrado transferirla a un medio más duradero.
Por supuesto, no significa que nadie lo intente. Para 2018, el gigante de la tecnología Intel pretende crear una computadora “exaescala”, capaz de funcionar con la velocidad del cerebro humano. En agosto de 2013, investigadores nipones y alemanes utilizaron la supercomputadora K de Japón para simular el
1 por ciento de la actividad cerebral durante un segundo, y aunque no parezca gran cosa, con el inminente arribo de máquinas exaescala, eso es un indicio de lo que está por llegar. En 2014, Markus Diesmann, uno de los científicos que participó en el experimento de la supercomputadora K, dijo a The Daily Telegraph: “Si las computadoras petaescala como K ya son capaces de representar el 1 por ciento del funcionamiento en redes del cerebro humano, será posible usar computadoras exaescala para simular todo el cerebro desde el nivel de las neuronas individuales y sus sinapsis; con suerte, en la próxima década”.
La juventud se desperdicia
en los viejos
Ya sea que alcancemos la inmortalidad con robots, inyecciones o paquetes de proteína, persiste una profunda y perturbadora interrogante: ¿de verdad queremos vivir eternamente? Y de ser así, ¿por qué?
A Itskov le impulsa la frustración. Adicto a los pasatiempos, el multimillonario ruso practica judo, halterofilia, buceo y tiro práctico, “pero cada vez que alcanzo ciertos resultados en algún nuevo deporte o pasatiempo, me doy cuenta de que si quiero lograr resultados serios necesito convertir esa actividad en el centro de mi vida y sacrificar algo que es igual de interesante”. Y ese dilema, dice, le hace estar siempre consciente de lo corta que es la vida. “Pese a la diversidad de oportunidades que nos brinda la existencia, hay muy pocas cosas que podemos descubrir y hacer”. De allí su incentivo para la Iniciativa 2045: “Cuando tenga éxito realizado este megaproyecto, al fin dispondré de diez mil años para mis múltiples pasatiempos”.
Para otros multimillonarios, una vida breve no es tan terrible comparada con la calamitosa amenaza del envejecimiento: una paulatina decadencia y muerte que la mayoría aceptamos como inevitable. Para Ellison, la frustración del deterioro del cuerpo es una cuestión personal: “Mi madre murió de cáncer y cualquiera que haya visto a alguien sufrir esa enfermedad… Bueno, la vida no puede ser mucho más espantosa”, dijo a The Guardian en 2011, cuando despertó su interés en una cura para el envejecimiento. Para otros, como Thiel, lo frustrante es la negativa general para siquiera pensar en evitar la muerte. “Manejamos el envejecimiento, psicológicamente, con una combinación de aceptación y negación”, declaró en la conferencia Venture Alpha West 2014. “La aceptación es: ‘Va a suceder y nada puede hacerse al respecto’. Y la negación es: ‘A mí no me sucederá’.”
Pero preguntemos a los éticos sobre la inmortalidad y la búsqueda comienza a perder sus visos de heroísmo. Paul Root Wolpe, director del Centro para la Ética en la Universidad de Emory, argumenta que debemos prestar más atención a la forma como tratamos hoy a los ancianos antes de pensar en prolongar nuestra existencia. “Cuando quienes están a favor de prolongar la vida hablan de las fuentes de sabiduría, experiencia y perspectiva que se crearían prolongando la existencia, pienso en los septuagenarios y nonagenarios de nuestra sociedad, y en que nada hacemos para tratar de aprender de ellos”, señala. “Así que no me trago su argumento”. Por el contrario, prosigue Wolpe, “ya hemos duplicado la expectativa de vida del ser humano y lo que eso ha creado en la sociedad moderna es un culto a la juventud”.
Entre tanto, los ancianos son tratados como despojos. Según informes del Centro Nacional para el Maltrato de Mayores (NCEA, por sus siglas en inglés), el año pasado, entre 8 y 10 por ciento de los estadounidenses añosos fueron maltratados, y por cada caso de abuso registrado, el NCEA calcula que otros catorce a veinticuatro no son denunciados. Un estudio de la Universidad De Montfort descubrió que 61 por ciento de los adultos mayores opina que la sociedad los considera una carga, mientras que 57 por ciento piensa que los medios fomentan la idea de que los ancianos son un problema social. Solo un tercio siente que su contribución a la sociedad es reconocida.
Sin embargo, el propio Wolpe reconoce que la búsqueda de la felicidad conlleva, finalmente, una búsqueda de más tiempo para ser felices. El objetivo, dice, debiera ser “vivir más saludablemente mientras envejecemos… y encontrar cómo hacer más lentos los aspectos perjudiciales del envejecimiento. ¿Cómo mantener a la gente saludable más tiempo e incrementar el tiempo de que dispone para apreciar y disfrutar la vida?” No obstante, si nuestra sociedad está preparada para ello, “y en el proceso también encuentra la manera de prolongar la expectativa de vida, entonces, adelante”, concede.
La interrogante más perturbadora que podría derivar de la perspectiva de millones (incluso miles de millones) de “multicentenarios” deambulando por la tierra es si el planeta será capaz de sostener ese tipo de crecimiento. Las proyecciones actuales sugieren que la población mundial se disparará de los 7000 millones actuales a 9000 millones en 2050, momento en que, más o menos, se nivelará. Y sin embargo, ya han surgido numerosas interrogantes en torno de lo que harán todos esos miles de millones de personas para encontrar trabajo, por no hablar del agua potable y el alimento necesario para vivir saludablemente. Mas esos pronósticos no toman en cuenta la posibilidad de que dejaremos de morir. Y, en tal caso, la siguiente generación de empresarios en innovadoras tecnologías de salud enfrentarán un desafío aun mayor: rediseñar el planeta para dar cabida a una masiva población de Humanos 2.0.