Al revisar la prensa internacional la semana
pasada, me encontré con una nota titulada “Volver a la cámara de gas”, que
hablaba de cómo Oklahoma pretende ejecutar a los condenados a la pena de muerte
en una cámara de gas y no con la tradicional inyección letal.
El texto me llevó a investigar sobre los
inhumanos métodos usados para ejecutar reos y a reflexionar sobre el siempre
controvertido tema de la pena capital y su efectividad para reducir la comisión
de delitos.
La controversia surgió en Estados Unidos por
el caso de Clayton Lockett, un hombre de 38 años condenado a muerte en el año
2000 por el asesinato de una joven de 19 años. El 29 de abril de 2014, el
interno de la penitenciaría estatal de McAlester, Oklahoma, fue atado a la
camilla donde le sería aplicado el “coctel mortal”.
Un médico lo revisó para ubicar la vena
adecuada donde se le aplicaría la inyección y sugirió su ingle. A las 18:23
horas, la alcaide Anita Trammell inició el proceso de ejecución con el
suministro de midazolam, un sedante con el que se ha sustituido el pentotal sódico,
usado originalmente.
Las personas y periodistas que atestiguaban
la ejecución relataron que el condenado se quejaba, forcejeaba para deshacerse
de las ataduras, tensaba la mandíbula y diversos músculos del cuerpo, en claras
expresiones de dolor.
El médico entró al patíbulo y comprobó que
Lockett no había muerto. En un primer diagnóstico aseguró que la vena se cerró
y que los medicamentos se derramaron y quedaron a nivel de piel. Entonces
sugirió la aplicación de los otros dos fármacos que componen la fórmula mortal.
A las 19:56, el director de prisiones de
Oklahoma, Robert Patton, ordenó suspender la ejecución. Finalmente, el doctor
declaró la muerte del reo a las 19:06 horas, luego de 43 largos minutos de
agonía, los últimos 20 ya sin testigos, pues las cortinas de la cámara fueron
cerradas.
Cuatro meses después, el Departamento de
Seguridad Pública de Oklahoma publicó el resultado de su investigación sobre el
incidente y concluyó que “una mala inserción de la vía intravenosa” fue el
principal problema.
El informe recomienda que se consideren
nuevos procedimientos para asegurar una mejor inserción de las vías
intravenosas y aconseja mejorar la formación del personal encargado de las
ejecuciones, ya que se comprobó que paramédicos, médicos y otros encargados “no
tienen un proceso de entrenamiento formal”.
Este dramático caso, que traspasó las
fronteras de la Unión Americana, elevó el tono del debate sobre la pena de
muerte, especialmente por la utilización de nuevas inyecciones letales y por la
negativa para informar sobre las sustancias que componen el coctel.
Sin embargo, el debate no se ha centrado en
la eliminación de este mecanismo bárbaro e inhumano, sino en el análisis de
fórmulas alternativas de ejecución.
En Tennessee, por ejemplo, se aprobó el uso
de la silla eléctrica en caso de que no se encuentren los medicamentos para las
inyecciones letales, mientras que en Utah y Wyoming se ha planteado volver a
los fusilamientos.
Ingredientes del coctel mortal
Pentotal sódico es la primera droga de la
fórmula que se inyectaba a los condenados a muerte; servía como un analgésico.
A continuación se les suministraba bromuro de vecuronio, que produce parálisis
y bloquea la respiración y, por último, cloruro potásico para generar el ataque
cardiaco.
Las compañías europeas que producen el
pentotal sódico se han negado, desde hace varios meses, a proporcionarlo a las
cárceles estadounidense por voluntad propia, por presión social o porque la
Unión Europea prohibió su exportación.
Ante el desabasto, se ha optado por el uso
de midazolam, causante de la polémica por las dolorosas y prolongadas agonías
de Lockett y de Dennis McGuire, ejecutado el 14 de enero del año pasado en
Ohio.
Con estos argumentos, la defensa de tres
presos condenados a la pena capital en Oklahoma solicitó la intervención del
Tribunal Supremo de Estados Unidos que aceptó el caso ante posibles violaciones
a la Octava Enmienda de la Constitución que prohíbe infligir castigos “crueles
e inusuales”.
Aunque la demanda está en curso, Oklahoma
reanudó la aplicación de la pena de muerte con la ejecución de Charles Warner,
el 15 de enero de este año. El afroamericano de 47 años fue declarado
formalmente muerto a los 18 minutos de que le fue suministrada la sustancia, y
aunque las autoridades aseguran que no hubo complicaciones, los periodistas
reportaron que Warner afirmó que sintió como si le hubieran aplicado ácido.
Actualmente son 32 los estados de la Unión
Americana donde se aplica la pena de muerte, aunque es en seis donde se
concentra el mayor número: Texas, Florida, Oklahoma, Missouri, Arizona y Ohio.
En nuestro país, el Senado modificó el 17 de
marzo de 2005 los artículos 14 y 22 constitucionales para derogar la pena de
muerte. El 10 de diciembre de ese mismo año, el presidente Vicente Fox publicó
el decreto correspondiente.
La última ejecución de un civil fue en 1937,
y de un militar, el 9 de agosto de 1961, cuando el soldado José Isaías
Constante Laureano fue fusilado al ser declarado culpable por insubordinación y
asesinato.
Desde mi particular punto de vista, no hay
justificación alguna para la aplicación de la pena capital. El respeto a la
vida es y debe ser uno de los principios de cualquier Estado moderno.
Además, no hay prueba alguna que permita
tener la certeza de que esta medida ayude a combatir la delincuencia y, por el
contrario, hay suficientes elementos para demostrar que es totalmente contraria
al sentido mismo de la dignidad del ser humano.
El debate no debe centrarse en el uso de
inyecciones, la silla eléctrica o el fusilamiento, sino en qué estamos haciendo
mal como sociedad para evitar los delitos. En resumen: no se puede combatir la
barbarie con métodos primitivos, pues eso nos coloca al mismo nivel de los
delincuentes.