Durante años, Sohail Zafar Chattha, un experimentado oficial de policía paquistaní, ha soportado la frustración de ver cómo notorios militantes salen libres de los tribunales. Los casos se desplomaban cuando los testigos se retractaban inexplicablemente de sus declaraciones. Los oficiales encargados del arresto tenían el hábito de aparecer muertos. Los jueces parecían renuentes a dictar condenas. Ahora, él se atreve a esperar que los gatilleros, los fabricantes de bombas y los encargados de manejar el dinero, que constituyen el núcleo extremista de Pakistán, sientan pronto todo el peso de la ley.
“Soy muy optimista”, declaró Chattha a Newsweek desde Rahim Yar Khan, un distrito de la provincia de Punjab, donde ha visto un constante aumento en la violencia sectaria. “Intuyo que acaba de comenzar una verdadera guerra contra el terrorismo.”
La confianza de Chattha deriva de la votación realizada por el parlamento de Pakistán para enmendar la constitución, permitiendo que el ejército establezca tribunales militares para juzgar a personas sospechosas de terrorismo. En lugar de depender de los poderes judiciales civiles, cuyos miembros son amedrentados por grupos militantes que usan tácticas de intimidación al estilo de la mafia, el ejército creará tribunales supervisados por jueces uniformados en la relativa seguridad de bases militares. Los procedimientos serán rápidos y las penas serán severas.
Aunque la clase política de Pakistán ha aprobado en general las medidas, la posibilidad ha alarmado a los defensores de los derechos humanos, que recuerdan las grotescas fallas de justicia ocurridas en el pasado en tribunales similares, y temen que esta acción constituya un paso atrás en la lucha para establecer una democracia perdurable después de décadas de gobierno militar. “Hemos entregado a supuestos terroristas a una institución que no cree en la justicia”, señala Asma Jahangir, un importante abogado de derechos humanos. “No simpatizamos con el terrorismo, pero pensamos que el antídoto es la justicia, no la venganza.”
Los tribunales habrían sido inimaginables hasta hace un mes en Pakistán, donde el gobierno del primer ministro Nawaz Sharif, quien lleva apenas 18 meses en el cargo, ha mostrado su decisión de reafirmar la primacía de las autoridades civiles sobre el ejército. Sharif, que fue derrocado en un golpe de estado en 1999 y pasó muchos años en exilio, no necesita ninguna lección sobre los peligros que plantean los generales ansiosos de poder.
Pero Pakistán cambió el 16 de diciembre, cuando varios pistoleros enviados por el talibán paquistaní, o tehreek-e-talibán Pakistán, una de las principales facciones militantes del país, atacaron la Escuela Públicadel Ejército en una zona militar supuestamente segura en Peshawar. Al menos 148 personas fueron asesinadas, entre ellas, 134 estudiantes, muchos de ellos muertos a tirosmientras se escondían bajo sus escritorios. En un país acostumbrado a ver cómo los indefensos caen víctimas de las atrocidades, la masacre afectó la conciencia nacional como nunca antes.
La respuesta de Pakistán ante la violencia se ha visto perjudicada desde hace mucho tiempo por una actitud ambigua por parte de los elementos de seguridad, quienes patrocinan de manera encubierta a ciertos grupos jihadistas como herramientas negables de política exterior en Afganistán y Cachemira. Mientras Pakistán se unía en el duelo, las autoridades trataban de comunicar una nueva firmeza. “Anunciamos que no habrá ninguna diferenciación entre el talibán ‘bueno’ y el ‘malo’”, dijo Sharif, en un infrecuente reconocimiento público de los sombríos antecedentes de Pakistán en relación con el patrocinio estatal de representantes extremistas. El gobierno levantó apresuradamente una moratoria a las ejecuciones de militantes condenados y empezó a colgarlos en parejas o en grupos pequeños. El ejército, cada vez más frustrado por los fríos procesos y los deprimentes índices de encarcelamientos derivados de los juicios a terroristas en tribunales civiles, cumplió su deseo de realizar sus propios juicios. “No era posible antes. Demasiado desagradable, demasiado difícil”, escribió Cyril Almeida, columnista de Dawn, el periódico paquistaní en inglés. “Entonces ocurrió lo de Peshawar.”
La masacre en la escuela y sus consecuencias han renovado preguntas que se han hecho desde hace mucho tiempo en Pakistán, esclareciendo su lucha por contener el crecimiento de la violencia y su búsqueda, igualmente difícil, de forjar un sentido de independencia. Ambas luchas se han realizado en medio de un conjunto cada vez más confuso de líneas divisorias religiosas, étnicas y políticas, con alianzas que cambian constantemente. La controversia sobre los tribunales pone los dilemas bajo un enfoque más claro.
Aunque más de dos tercios de los miembros de la Asamblea Nacional votaron a favor, el movimiento polarizó la opinión de la clase política de Pakistán, muchos de cuyos miembros se mostraban reacios a ceder voluntariamente el poder al ejército. El senador Raza Rabbani del Partido del Pueblo Pakistaní (PPP), que entregó el poder a la coalición de Sharif en las últimas elecciones, lloró al cumplir la orden de los líderes de respaldar la enmienda en la votación del 6 de enero, diciendo que nunca se había sentido tan avergonzado. En un reflejo de las divisiones, Bilawal Bhutto Zardari, el joven copresidente de PPP e hijo de la primera ministra asesinada Benazir Bhutto, publicó un tuit diciendo que el parlamento había actuado en un arranque de ira.
El nerviosismo entre algunos políticos es, en parte, un reflejo de la fragilidad de la democracia en Pakistán. Las elecciones de 2013 fueron la primera transición del país entre gobiernos electos, pero varios meses de protestas que paralizaron al país, dirigidas por Imran Khan, la estrella del cricket convertida en político, cuyo partido se abstuvo de votar en las cortes, han subrayado lo inestable que sigue siendo la situación política. El gobierno ha tratado de calmar los temores de que los tribunales subviertan las normas democráticas al limitar su duración a dos años, pero muchas personas sospechan que se transformarán en una institución permanente.
Los temores sobre una lenta y constante expansión de la influencia militar son particularmente agudos en las regiones de la frontera con Afganistán, que han sido repetidamente el centro de campañas armadas contra el talibán paquistaní. La ofensiva más reciente comenzó en junio, cuando el ejército puso en marcha la operación Zarb-e-Azb en Waziristan del Norte, un escarpado refugio para jihadistas paquistaníes y extranjeros en la frontera con Afganistán. El talibán paquistaní dijo que había atacado la escuela en Peshawar en venganza por las bajas civiles causadas por las operaciones del ejército.
El enfrentamiento con militantes ha dejado a la población étnica pashtún atrapada entre el gobierno brutal de extremistas totalitarios y el sufrimiento de vivir bajo lo que muchos de ellos perciben como una ocupación armada. La más reciente ofensiva ha obligado al menos a medio millón de personas a huir de sus casas, y aún están frescos los recuerdos de la redada de un gran número de civiles pashtún en una amplia operación militar en el Valle de Swat en 2009. “El ejército arresta a las personas arbitrariamente y las etiqueta como facilitadoras del talibán, a pesar de que no tienen otra opción además de cooperar, porque el talibán prácticamente constituye el estado en las áreas donde viven”, declaró un investigador con amplios contactos entre las comunidades pashtún de la zona fronteriza, que están en gran parte cerrado a los periodistas. “Ahora tendrán las manos libres sin ningún tipo de rendición de cuentas.”
El gobierno ha insistido en que los tribunales cumplirán con las garantías procesales, pero los antecedentes del ejército dan razones para dudar. El Ejército enfrentó una gran vergüenza antes de las últimas elecciones, cuando el entonces procurador Iftikhar Chaudhry organizó una serie de audiencias relacionadas con acusaciones de desapariciones y asesinatos extrajudiciales realizados por organismos de inteligencia. Los abusos son particularmente atroces en la provincia suroeste de Balochistan, donde se han encontrado cuerpos acribillados de cientos de personas sospechosas de tener vínculos con grupos guerrilleros separatistas.
El ejército negó haber cometido algún crimen en Balochistán y en otros sitios, pero varios informes bien documentados han hecho poco para despertar la confianza. Lo mismo ocurre con la insistencia del gobierno en que los nuevos tribunales militares serán usados solo para juzgar casos bien definidos de terrorismo, lo que parece implicar que el acusado habría sido condenado antes de sentarse en el banquillo. “Esto ha revertido realmente el principio de presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario”, señala Zohra Yusuf, presidente de la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán. “El ejército se convierte en juez y parte.”
Más allá de progresistas incómodos y ciudadanos preocupados en la frontera, la posibilidad de los tribunales militares ha desatado la oposición de una facción menos evidente: los partidos políticos religiosos conservadores, que tradicionalmente han estado ampliamente alineados con el orden establecido en relación con la seguridad. Varios de ellos temen que si la redacción de la enmienda autoriza explícitamente que los tribunales aborden los casos de terrorismo sectario o religiosamente motivado, ello pueda ser el inicio de movimientos para alejar a los estudiantes y clérigos de las madrasas que predican la misma secta Deobandi del Islam, seguida por la mayoría de los militantes paquistaníes.
Jamiat Ulema-e-Islam-Fazl, un partido religioso importante y miembro de la coalición gobernante de Sharif, se abstuvo de votar. El partido dice que desea que el cometido de los tribunales sea ampliado para permitir que el ejército enjuicie a los miembros de grupos armados seculares, como los separatistas regionales o los partidos políticos que realizan asesinatos por ajustes de cuentas al estilo de la mafia en Karachi.
El hecho de que Pakistán haya llegado realmente o no a un punto decisivo depende del alcance de la ofensiva del ejército. Ansiosos de probar que hablan en serio, los funcionarios paquistaníes dijeron a Reuters que habían decidido prohibir formalmente la red Haqqani, una facción militante afgana considerada como un ejemplo del afecto del ejército de Pakistán por los “buenos” elementos del talibán. El informe fue publicado después de la visita del secretario de Estado estadounidense John Kerry a Islamabad, realizada este mes, y no está claro si tal prohibición tendría más que un valor simbólico en los enclaves Haqqani en Waziristan del Norte.
El poder de los militantes podría ser más descarnado en sus miniemiratos de la frontera afgana, pero su influencia se ha propagado a las planicies que limitan con India y hacia el Mar de Arabia, contagiando el corazón de las ciudades principales y sembrando intolerancia en páramos rurales que alguna vez fueron tolerantes.
Aunque a los grupos extremistas los une su odio contra otras minorías religiosas y los políticos liberales, cada uno de ellos ocupa un lugar distinto en un espectro de relaciones con las fuerzas de seguridad que va desde la guerra abierta hasta la convivencia pacífica. Por ejemplo, Hafiz Seed, uno de los fundadores de Lashkar-e-Taiba, a quien se culpa de los ataques realizados en 2008 en Mumbai, India, opera libremente en todo Pakistán, a pesar de que Estados Unidos ha ofrecido una recompensa de US$10 millones por su captura. A menos que el orden establecido de seguridad se cure de su ceguera parcial hacia la creciente influencia de algunos de sus antiguos representantes, la respuesta de todo el país puede seguir siendo ambivalente y confusa.
Sería poco realista esperar que el ejército intente desmontar simultáneamente todas las facetas de la estructura militante de Pakistán. Pero lo que ocurra después podría dar una pista de si el horror en la Escuela Pública del Ejército ha provocado un cambio de ideas duradero entre los generales.