Para unos, es una desinteresada benefactora. Para otros, una mujer cruel que maltrató a generaciones enteras.
La pestilencia que se extiende por kilómetros revela lo que los muros intentan esconder: el horror.
Dentro, los dormitorios son en realidad crujías donde hay colchones podridos, orinados, llenos de gusanos, chinches y pulgas; algunos cuentan con un muro de tablarroca detrás del cual hay letrinas que vomitan excremento y orina. Las ventanas no tienen vidrios, solo barrotes dignos de la peor cárcel.
En la “cocina” hay apiladas decenas de latas con alimentos caducos, queso de puerco podrido, bolsitas de atole de las que salen cucarachas, tortillas enlamadas, piezas de carne de res congeladas del 2012, y trastes llenos de cochambre acumulado de meses, si no es que de años.
En una bodega llena hasta el techo hay ropa que en su momento fue nueva y que incluso está empaquetada. Está revuelta con pañales usados y con piezas apolilladas. También hay colchonetas y cobijas; calentadores y purificadores de agua donados por gobiernos extranjeros. Vamos, hasta pianos, marimbas, ataúdes, cuadernos y máquinas de escribir mecánicas.
En ese ambiente estaban atrapados seis bebés, 432 menores de edad, 159 mayores y 10 personas cuya edad es imposible calcular debido a su alto grado de desnutrición. Ahí sufrieron golpes, castigos terribles y hasta abusos sexuales.
Por donde se le vea, el caso es terrorífico. Tanto que resulta hasta fascinante. Se me ocurre que Guillermo del Toro podría haber escrito el guión. La película se llamaría El Albergue, y el personaje principal sería Mamá Rosa: para unos, una desinteresada y conmovedora benefactora, para otros una mujer cruel y dura que maltrató a generaciones enteras. Lástima, la realidad se le adelantó al cineasta y fue superada por cualquier ficción.
La personificación de la hipocresía
Tanto se ha dicho de su albergue y de ella misma que resulta difícil distinguir entre el mito y la realidad.
Rosa del Carmen Verduzco Verduzco, quien el pasado 22 de julio cumplió 80 años, fue hija de un distinguido habitante de Zamora, Michoacán, propietario de una fábrica de dulces. Durante su adolescencia recogió a un niño de ocho años de padres alcohólicos que lo golpeaban y fue así como inició su tarea caritativa.
A pesar de ser adinerada, dicen que vendió gelatinas para sostener a sus “hijos adoptados”, a quienes les dio sus apellidos. Pronto se hizo de prestigio entre la clase alta de ese municipio, al grado de que Humberto Romero Pérez, político priista originario de La Piedad, quien trabajó con los expresidentes Adolfo Ruiz Cortínez y Adolfo López Mateos como secretario de prensa y secretario particular, respectivamente, le donó unos terrenos.
En la propiedad, de unos 2500 metros cuadrados, ubicada en la esquina de Avenida Madero y la calle Virrey de Reynosa, construyó el albergue La Gran Familia, que fue financiado con fondos públicos que le proporcionaron gobiernos locales y federales, así como otros de carácter privado nacionales e internacionales.
En ese lugar no solo dio cobijo a niños en situación de calle, sino a los hijos no deseados de “señoritas católicas” de la sociedad ultraconservadora de Zamora, que no podían darse el lujo de aceptarlos debido a que nacieron fuera del matrimonio.
Esa élite era la que le ofrecía mensualmente una “compensación” con la que compraban el silencio de la regordeta y radiante mujer que jugaba fútbol con los niños con una energía envidiable. Y es esa sociedad la que hoy la defiende a capa y espada.
Una comunidad que no quiso darse cuenta de la pestilencia que despedía ese lugar y de los horrores que ocultaba. La casa-hogar funcionaba como un Cereso (Centro de Readaptación Social) donde ciertos grupos controlaban la venta de cigarros y alcohol, y en donde los menores cambiaban su dinero por vales que a su vez canjeaban por refrescos y dulces caducos en la “tiendita” controlada por los empleados-cómplices de Mamá Rosa.
Un lugar donde la “indisciplina” era castigada en el “pinocho”, una habitación de dos metros cuadrados que debe su mote a que en una de las paredes está pintada la marioneta. Ahí permanecían por horas o días sin alimento.
El negocio perfecto
Más allá de la anécdota, la historia de “la gran familia” y de Mamá Rosa ha colocado el tema de las casas-hogar en la agenda pública nacional.
En primer término, evidenció la falta de controles. No hay una ley federal que regule a estos albergues y, por ende, no hay seguimiento ni fiscalización de los recursos públicos que reciben a través de donaciones.
Tampoco existe un dato preciso de su número. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) informó que en 2013 había 28 100 niños y adolescentes en este tipo de “instituciones”.
En contraste, el DIF nacional reveló que, hasta el año pasado estaban registrados 922 albergues con 20 000 menores; pero la Red para los Derechos de la Infancia (Redim) contabilizó 700 espacios con 30 000 niños.
Ante este desorden, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, ordenó la creación de un Directorio Nacional de Casas Albergue que permita saber cuántas hay, dónde están y cómo operan.
Llama la atención que la Ley General de Salud y la Ley de Asistencia Social establecen que los sistemas de salud y los DIF estatales son los encargados de organizar, operar, supervisar y evaluar esos centros de asistencia en cada entidad, por lo que ese censo debería existir.
Por otro lado, el Consejo Nacional de Prestación de Servicios para la Atención, Cuidado y Desarrollo Integral Infantil, denunció desde 2013 la opacidad con la que estos albergues manejaban los recursos públicos que se les proporcionaban.
En atención a la denuncia, Gobernación propuso la contratación de una empresa a fin de que realizara un diagnóstico de los centros de atención privados y se fortaleciera la calidad del servicio. Además de que se estableció un mecanismo de colaboración con las entidades federativas para que se aplicara una encuesta e información de cada albergue. Ninguna de estas instrucciones se acataron o sus resultados no se han hecho públicos.
Mi última opción
Mientras se establece todo ese enramado burocrático, lo que hoy preocupa es el futuro de esas 607 personas del albergue de Mamá Rosa.
Wendy Alejandra busca a su hijo de 16 años. Está preocupada, pues reconoce que firmó un papel el 2 de mayo de 2011. “Yo, Wendy Alejandra Hernández Tejeda, dejo internado a mi hijo para que estudie y porque es muy contestón, callejero y rebelde”. Al calce, hay un sello notarial.
Explica que dejarlo en La Gran Familia fue su “última opción”, pues el adolescente amenazó con pegarle, además de que presumía que quería ser “un matón del narco”. Una vez internado, solo podía verlo dos veces al año, y cuando pedía que se lo entregaran, Rosa Verduzco le respondía que nunca se lo devolvería después de todo lo invertido en él.
Y mientras la PGR anuncia que no se fincarán cargos contra Mamá Rosa, ya que es “inimputable” debido a su edad y su deteriorado estado de salud, una mujer grita frente a otros 70 padres que “es una delincuente, quisiéramos tenerla aquí para ponerle en la madre. Trató a los niños como perros. Es una bruja que hay que quemar en leña verde”.
Hannia Novell es periodista y conductora del noticiario de la televisión mexicana Proyecto 40. @HanniaNovell