El uso del Ejército como apagafuegos de la delincuencia es tan solo un paliativo, no una solución.
“Si te agarramos te linchamos”… “Ratero que agarremos, ratero que linchamos. Evita ser quemado vivo, esto va en serio”… “Vecinos unidos contra la delincuencia. Cualquier rata será linchada”… Estas son algunas de las advertencias que los vecinos de los municipios conurbados del Estado de México han colocado en vistosas mantas y bardas de su barrio para expresar su hartazgo por la inseguridad. Y estos mensajes temerarios reflejan también el sentir de los habitantes que viven en los distritos limítrofes a la ciudad de México.
Desde luego que en algunos casos han cumplido su amenaza y la Policía se ve en la obligación de intervenir para rescatar a un par de delincuentes de una turbamulta enfurecida. En una reciente encuesta publicada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, 90.7 por ciento de los mexiquenses no se sienten seguros. Mientras la capital del país parece contener la delincuencia común y organizada, su vecino rebasa en muertos, secuestros y extorsiones a Chihuahua. El Estado de México dejó atrás a Ciudad Juárez en materia de feminicidios, que ya es mucho decir cuando se habla del tema. La violencia de género es alarmante. Según el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, entre 2005 y 2010 se contabilizan 922 asesinatos de mujeres, a los cuales hay que sumarles otros 563 entre marzo de 2011 y diciembre de 2012. Aún falta saber las cifras del año pasado, que hasta julio se estimaban en 155.
Además de los feminicidios, no debemos perder de vista las desapariciones de mujeres en el corredor de Tecámac, Ecatepec, Coacalco y Tultitlán. No hay mes en el que la prensa de nota roja no reporte la desaparición de una adolescente o de una muchacha veinteañera en alguno de los referidos municipios. Hace pocos días un grupo de vecinos en Cuautitlán Izcalli organizó una marcha contra la inseguridad; una de las participantes, Lilia Jiménez, se sumó a las protestas porque su hija fue secuestrada, golpeada y abandonada en estado de gravedad sobre la autopista México-Querétaro. La semana antepasada otro contingente vecinal de la comunidad de Cujingo bloqueó la carretera Juchitepec-Ozumba en protesta por el plagio de una joven. Según los moradores de esta pequeña localidad, tan solo en enero se cometieron cinco secuestros. En Ecatepec, por ejemplo, las historias no son menos estremecedoras; en un terreno baldío que hasta hace no mucho era conocido como el “tiradero de mujeres”, frecuentemente aparecían entre los montones de basura los cuerpos de jóvenes mujeres. Dulce Cristina fue plagiada en la puerta de su casa por cuatro sujetos armados que se la llevaron para ultrajarla y luego quitarle la vida. Su padre, Pedro Payán, uno de miles a los que el crimen organizado les arrebató una hija, cree que fue violada y asesinada por La Familia Michoacana. Las víctimas son raptadas por mafias dedicadas al proxenetismo y la trata de personas, algunas de las cuales están vinculadas a los carteles de la droga, y sus padrinos, con la clase política. Esto es tan solo la punta del iceberg. Las autoridades brillan por su ausencia en la prevención y el combate de los otros delitos que lesionan a los pobladores de los suburbios que rodean a la ciudad de México.
La violencia urbana y el miedo colectivo generado por la delincuencia no son ninguna novedad en el Estado de México. Sin embargo, sí son un fenómeno que se ha agudizado en las últimas décadas. Después de la crisis económica de 1995 el número de ilícitos se disparó. A partir de entonces los aparatos de seguridad se han visto rebasados por este grave problema. La estocada final que empeoró la situación fue la guerra contra el narcotráfico que emprendió la funesta administración de Felipe Calderón. Cuando César Camacho Quiroz era gobernador, el Estado de México competía con el Distrito Federal por ser la entidad más peligrosa; en ese entonces la capital era una de las urbes más inseguras del continente. En 1997, 30 factorías fueron cerradas, y no precisamente por la crisis, cuyos estragos aún eran palpables, sino por los altos índices delictivos. Qué tanta importancia adquirió la inseguridad en la vida cotidiana de los mexiquenses que en su campaña electoral por el gobierno, Arturo Montiel usó como bandera política la mano dura contra la delincuencia. Cómo no recordar su anuncio televisivo en el que afirmaba que “los derechos humanos son de los humanos, no de las ratas”, en alusión a los criminales.
No podemos darle una explicación satisfactoria a este problema si no hacemos una separación de las violencias. Una cosa es el crimen organizado y otra el crimen común, aunque ambos tengan vasos comunicantes que los relacionen. Una violencia se confunde con la otra. La guerra entre los carteles del narcotráfico abrió las puertas para la multiplicación y el recrudecimiento de diversos delitos. Por un lado distrajo la atención táctica y las labores de inteligencia de las fuerzas policiacas; por el otro, las ejecuciones entre vendedores de droga y la débil respuesta de las autoridades para castigar estas y otras acciones intimidatorias de los grupos criminales puso en evidencia el altísimo nivel de impunidad y lo “fácil” que puede ser cometer un delito sin ser atrapado. Mientras la delincuencia común continúa protagonizando robos a casa habitación y atracos con violencia, tanto a peatones como a usuarios del transporte público, el crimen organizado penetra y corrompe instituciones. Eso explica que las policías municipales se pongan al servicio de un cartel y compliquen la captura de sus miembros. Las organizaciones mafiosas que se pelean en el Estado de México dieron la pauta para que “bandas independientes” de secuestradores, ladrones de autos y salteadores de carretera aprovechen el clima de intranquilidad y hagan de las suyas. A su vez, los policías corruptos también entran en escena, y de manera autónoma o en alianza con los carteles, cometen secuestros, asaltos o extorsiones a comerciantes. No son contados los casos de agentes policiacos que coordinan y encubren acciones delictivas. En enero pasado un asaltante detenido acusó a cuatro policías de Chalco que le exigieron 10 000 pesos a cambio de no remitirlo al Ministerio Público. De haber contado con el dinero, tal vez este ladronzuelo hubiera comprado su libertad. Si los responsables de la seguridad se dejan corromper por la delincuencia común no es extraño que lo hagan con estructuras criminales poderosas.
En los últimos años, las noticias policiacas de los periódicos dejan ver el grado de anarquía, zozobra y degradación del tejido social que impera en el conurbado. Los crímenes ocurridos en Ecatepec, Nezahualcóyotl, Chalco, Valle de Chalco, Los Reyes-La Paz, Naucalpan o Cuautitlán Izcalli sobrepasan toda comprensión racional. En las primeras horas del 29 de marzo del año pasado, los automovilistas que circulaban por la autopista Chamapa-Lechería, en Atizapán, se encontraron con dos individuos asesinados a balazos que estaban colgados de un puente vehicular. La imagen que publicó la prensa de aquellos hombres que pendían de una cuerda me recordó a los ahorcados que en tiempos de la Revolución y la Guerra Cristera aparecían en los árboles y postes de telégrafo después de una batalla. Ciertamente, México no había experimentado desde hace años un período de violencia extrema, tan prolongado y costoso en vidas humanas, como el que ahora vivimos. Desde hace un lustro, por lo menos, no deja de haber semana en la que no aparezca un cadáver envuelto en una cobija con un mensaje amenazante firmado por alguno de los grupos criminales que se disputan la venta de estupefacientes o, peor aún, la extorsión de pequeños y medianos negocios. Cuando no abandonan extremidades amputadas en un cerro aledaño a una zona habitacional, las agrupaciones mafiosas dejan a media calle un cuerpo calcinado o un ejecutado con el tiro de gracia en la cajuela de un automóvil. En diciembre de 2013, en una calle de la colonia San José de Los Leones, en Naucalpan, fue encontrado el cuerpo sin vida de una mujer a la que sus verdugos le desollaron el rostro; haya sido víctima de un crimen pasional o de una venganza entre los bandidos que operan en el municipio, este dantesco hallazgo es un botón de muestra de lo que sucede en el Estado de México. Pero la noticia que más horror me provocó fue la de una cabeza humana que colocaron sobre una caseta telefónica en Valle de Chalco, en septiembre de 2012. El cuerpo decapitado yacía sobre la acera junto a un “narcomensaje” escrito con sangre de la víctima.
Los asaltos con violencia, el sicariato y las masacres de hombres jóvenes que residen en las colonias populares se han convertido en un elemento central de la narrativa que satura las notas amarillistas y la sección policiaca de los diarios. En enero del año pasado, en Chimalhuacán, un joven de 17 años fue ultimado de varias puñaladas cuando se topó con una pandilla de malvivientes que le pidió dinero; como se negó a dar lo poco que traía en el bolsillo, su destino fue trágico y el cuerpo de aquel muchacho quedó tendido sobre una calle sin pavimentar. Los autores de este cobarde acto huyeron ante la mirada atónita de los vecinos que presenciaron el incidente. Lo mismo pasa en Nezahualcóyotl. Sobran las historias de personas que fueron asesinadas para ser despojadas de su auto o de sus pertenencias. Menciono el caso de dos empleados de una farmacia a quienes les dispararon a quemarropa por negarse a dar el efectivo de las ventas.
El temor es permanente y la inseguridad no tiene horario. Por increíble que parezca, en las colonias de la Sierra de Guadalupe, en Ecatepec, hay 22 centros escolares que son blanco de los hampones que merodean el rumbo. En los alrededores de una escuela en La Mesa-Xalostoc, según informa un periódico capitalino, “operan dos bandas de delincuentes que asaltan por la mañana a las madres de familia que llevan a clases a sus hijos. Las despojan de teléfonos celulares, dinero y cualquier objeto personal que lleven, incluidas prendas de vestir”.
El Estado de México, tanto como Guerrero, Tamaulipas o Nuevo León, es uno de los escenarios donde frecuentemente tienen lugar los ajustes de cuentas entre los narcomenudistas. La barbarie ya se volvió costumbre. La misma escena se repite en distintos municipios mexiquenses: una persona que va por la calle o un grupo de jóvenes que están reunidos en la esquina, de repente son sorprendidos por un par de sicarios que bajan de una motoneta o de un automóvil y, sin mediar palabra, les propinan una letal ráfaga de balazos. Así murieron una mujer y dos hombres en Ecatepec cuando se encontraban charlando afuera de una casa en la colonia Santa Clara el pasado 27 de febrero. Los robos a mano armada con un saldo mortal o las balaceras entre delincuentes y policías ya no causan extrañeza, pero sí una mezcla de terror y desolación entre los habitantes de dichos municipios.
Este cuadro de descomposición social no estaría completo si no hiciera mención del terrible flagelo de los secuestros y las extorsiones. Me atrevo a decir, como mera intuición, que a una parte considerable de la ciudadanía le tiene sin cuidado la circulación y la venta de drogas, pero no dichos delitos. Conviene recordar que a lo largo de 2013 hubo un sensible aumento de los secuestros y que el Estado de México compite con Morelos, Guerrero y Michoacán por la clasificación más alta. Algunas fuentes contabilizan en 46 por ciento el crecimiento de los secuestros durante el año anterior. Si damos por ciertos los datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, aún en 2012 el número de plagios denunciados (131) en territorio mexiquense era preocupante. Ciertos medios impresos llegaron a especular que tan solo en Nezahualcóyotl cada tercer día plagiaban a alguien. Aunque tal aseveración debe comprobarse, lo cierto es que nadie queda exento de ser secuestrado.
Es un mito creer que una persona de altos ingresos tiene más posibilidades de convertirse en objeto de un rapto; en el Estado de México, como en Tamaulipas o Morelos, proliferan ejemplos de personas de clase media y clase baja que fueron privadas de su libertad a cambio de una fuerte suma de dinero. Aun pagándose el rescate, existen casos en los que la víctima fue vilmente asesinada o engrosó la cifra de desaparecidos por la delincuencia. Así como existen bandas improvisadas que raptan a la primera persona que se les cruza en el camino, también hay otras mejor organizadas que están compuestas por policías, expolicías o sicarios de Los Zetas y la Familia Michoacana. El desorden ocasionado por la guerra contra el narcotráfico que emprendió el calderonismo y el aumento de la competencia en el trasiego de drogas, con su consecuente descenso de las ganancias, expandió los negocios de los grandes carteles hacia otros delitos en los que antiguamente no tenían ninguna injerencia.
Si el plagio de personas es una valiosa fuente de ingresos, las extorsiones son otra mina de oro. Todos los que posean un negocio son potenciales víctimas de la extorsión; algunas de las rutas de colectivos que llegan a la ciudad de México son el botín preferido. Los dueños de camiones y peceras, so pena de una agresión mortal contra ellos o sus trabajadores, están obligados a pagar un impuesto extra. Hace poco leí que el dueño de un puesto de “películas pirata”, llamado Pedro Gómez García, fue acribillado en San Mateo Oxtotitlán por negarse a pagar el derecho de piso que le pedían dos sujetos. El crimen organizado y sus imitadores independientes, como los que dicen ser Zetas para infundir miedo sobre las personas que extorsionan, encuentran en el ambiente de impunidad y en la mezcla de corrupción policiaca con ineficacia institucional, a sus mejores aliados. De lo contrario, los dueños de bares y centros nocturnos en el conurbado no se hubieran convertido en víctimas de la delincuencia organizada. Aunque la ciudadanía no siempre se entera porque no todos leen el periódico, y no toda la información sobre la violencia que azota al país sale en la televisión, asistir por la noche a un antro en los suburbios marginales de la capital es más que peligroso. Hablando con varias personas sobre la situación por la que atraviesa México, me impresionó saber que todas ignoraban el modus operandi de las bandas que extorsionan a quienes poseen un bar o un centro recreativo para adultos en Chalco, Los Reyes-La Paz o Nezahualcóyotl. Al respecto, saqué dos conclusiones: 1) que pocos leen los medios impresos y 2) que no se enteran bien de lo que pasa en el estado que rodea a la capital, donde la narcoviolencia no le pide nada a la que se registra en el norte del país. No menos de cinco veces un comando armado ha ingresado a uno de estos lugares y abre fuego indiscriminadamente sobre la clientela y los meseros, para “escarmentar” al dueño por resistirse a pagar el derecho de piso. Los últimos casos fueron en Nezahualcóyotl y Los Reyes-La Paz. En el primero, mientras un matrimonio celebraba un cumpleaños en un bar karaoke, unos intrusos irrumpieron y dispararon a mansalva contra todas las personas que estaban en el convivio. La pareja murió y cuatro más salieron heridas. En el segundo, otra gavilla de sicarios con armas largas entró al establecimiento y disparó contra la concurrencia; el saldo fue de cuatro muertos y cinco heridos de gravedad. En ninguno de ambos incidentes la Policía logró capturar a los responsables.
¿Qué lectura debemos darles a estos hechos? El hervidero de criminalidad en el que está sumido el Estado de México no es imputable nada más al actual gobierno: es una de las herencias más incómodas que la administración de Enrique Peña Nieto le dejó a su sucesor, Eruviel Ávila. Los cuerpos decapitados a media calle, el creciente número de secuestros, los feminicidios, los asaltos impunes, la muerte de civiles inocentes y el miedo permanente entre los residentes del conurbado son fenómenos que marcaron el paso de Peña por el gobierno de su estado natal. Desde 2008 la crisis de seguridad puso en alerta a las autoridades; fue precisamente en ese año cuando declararon al secuestro como delito de “alto impacto”. Si desde entonces hubo un reconocimiento oficial que aceptaba tácitamente que las cosas no iban por buen camino, eso significa que hoy día la entidad vive su peor momento. Si bien es cierto que la inseguridad es un tema que suscita amplios debates en los medios de comunicación, y que se presta a ser politizado cuando hay campañas electorales, no podemos darle una lectura simplista a un problema tan complejo en el que otras variables, como las desigualdades sociales, la corrupción gubernamental, la deserción escolar y la falta de crecimiento económico, lo han agravado.
En mi opinión, lo que sucede en el Estado de México, como en otros lugares de la república, es una anomia sin precedentes. No todos conocen el término, pero cuando se habla de anomia es para referirse a una situación anárquica en la que se ve inmersa una sociedad. La sociología durkheimiana acuñó el concepto a fines del siglo XIX como un intento por explicar la conducta anómala de los campesinos e inmigrantes rurales que llegaban a las ciudades y no lograban adaptarse a las normas de la vida urbana. Muchos de ellos traían consigo otras reglas que se contraponían a las del entorno en el que se habían asentado; como resultado de esta incompatibilidad entre los usos y costumbres del campesinado y los del mundo citadino, Durkheim observó una tendencia hacia el desorden y el incumplimiento de la ley. En síntesis, la anomia aparece cuando se da una disolución de las convenciones sociales, la normatividad y los códigos culturales como reguladores del conflicto. La inversión de valores en una sociedad, la falta de control de las instituciones encargadas de garantizar el orden, la impunidad y la continua violación de leyes y reglamentos son terreno fértil para el surgimiento de la anomia.
Aterrizando esta idea al contexto actual, dichos factores son observables en el Estado de México. ¿Cuál es la escala de valores en la que se inserta el salvajismo con el que actúan las bandas criminales? ¿Qué pasa por la cabeza de una persona que secuestra a otra y le inflinge un daño irreversible a su familia solo por dinero fácil? Si la mayoría de los delincuentes no rebasa los 30 años, quiere decir que el sistema educativo a nivel estatal es un fiasco. ¿En qué falló el gobierno mexiquense para impedir que la juventud tuviera aspiraciones desviadas o francamente delictivas? Las instituciones culturales y educativas no pudieron darle mejores perspectivas de vida al estudiantado. ¿Por qué varios jóvenes optaron por ser mafiosos y pandilleros antes que profesionistas, técnicos, deportistas o artistas? Eso es reflejo de la desatención que el estado y la sociedad han mostrado por las generaciones más jóvenes, sobre todo las que viven en zonas marginales.
Desde mi punto de vista, una parte de la solución para prevenir el crimen implica ponderar la educación y el bienestar socioeconómico de las mayorías. Por otro lado, es igual de importante el combate frontal contra la corrupción, así como la profesionalización y la limpieza de los cuerpos policiacos. Estas medidas ayudarían significativamente a bajar los niveles de impunidad que acompañan a la mayoría de los delitos que se cometen en la periferia del Distrito Federal. Si hace seis años las autoridades hubieran priorizado una estrategia a largo plazo para cortar con las cadenas de complicidad entre los guardianes del orden y los cabecillas de la delincuencia organizada, hoy tendríamos una percepción distinta del problema. Incluso una cifra mucho menor de crímenes y mayor confianza en la Policía. Las recientes medidas tomadas por el gobernador, después de las balaceras en Cuautitlán Izcalli y los bloqueos en la carretera por parte de los vecinos, que están a punto de formar autodefensas ciudadanas como en Michoacán, no dejan ver una solución de fondo. El uso del Ejército como apagafuegos de la delincuencia es tan solo un paliativo, no una solución. Las medidas punitivas pierden su eficacia cuando no existe una estrategia a mediano y largo plazo. La violencia criminal es tan solo uno de los síntomas que evidencian la anomia y el desgobierno que reina en el Estado de México. Quisiera ser optimista; sin embargo, por el momento, no encuentro demasiados elementos que anuncien una mejoría sustancial en la deplorable calidad de vida que sobrellevan los sectores populares que radican en las zonas más inseguras del área conurbada.
Luis Ángel Bellota es periodista, historiador por la Universidad Iberoamericana y pasante de la Maestría en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México.