Solo la buena suerte puede ayudar para que en menos de 45 días un paciente logre ser atendido por el oftalmólogo, el cardiólogo, el neumólogo, el otorrinolaringólogo…
Aseguran los expertos en la materia que la asistencia médica en ciertos países de América Latina solo es superada, de atrás para adelante, por los países de África. O sea, únicamente aquel continente preterido está peor que ciertas regiones de nuestro subcontinente.
“La asistencia médica en América Latina es, desgraciadamente, un aspecto fundamental, ya que hay millares de ciudadanos que luchan para establecer una diferencia entre la vida y la muerte“, ha declarado recientemente el congresista italiano Ricardo Merlo en una sesión parlamentaria en su país.
En México DF y otras ciudades hay variadas opciones para la asistencia médica primaria; aun existen consultorios de cadenas no estatales en los que cobran de 20 a 30 pesos (menos de 2.50 dólares). Allí uno puede encontrar buenos galenos, y otros no tan buenos. Estas cadenas, asimismo, cobran un precio bastante modesto por los exámenes clínicos y otros de relativa sofisticación. También se pueden contar en estas ciudades con las áreas de salubridad, encabezadas por los Centros de Salud, donde la atención es prácticamente gratuita, como lo es igualmente en los hospitales de la Secretaría de Salud.
Dije con toda intención “en México DF y otras ciudades” porque en las zonas intrincadas la situación cambia: allí la atención médica padece aún de una soberbia inopia.
EL IMSS (Instituto Mexicano del Seguro Social), al cual están afiliados —o deberían estarlo— los trabajadores que constan en nóminas de empresas no estatales, es, según el decir de muchos, un “monstruo en quiebra” que cada año crece en afiliados, pero no en presupuesto. El IMSS, diría yo, en muchos casos no es más que un paliativo: un catarrito, un dolorcito en un lado, una manchita en un brazo. Todos estos males pequeños pueden tener solución (luego de esperar a veces un mes o más para la cita en la Clínica Familiar) y aun puede recibir el paciente las medicinas sin pagar (que “gratuitas” sería otra cosa), salvo cuando no las hay en la farmacia de la clínica.
El IMSS —rebosado por escándalos de desvíos de recursos, de presupuestos perdidos y otras menudencias propias del sistema— se complica para el paciente cuando su padecimiento necesita de especialistas. Entonces, solo la buena suerte lo puede ayudar para que en menos de 45 días logre ser atendido por el oftalmólogo, el cardiólogo, el neumólogo, el otorrinolaringólogo…, después de bajar y subir las tantas escaleras establecidas por la burocracia para efectuar los trámites correspondientes. La pregunta es: ¿y mientras, cómo la libra el enfermo? La respuesta es muy sencilla: está en las manos de Dios, no hay de otra. O sí hay de otra: un médico particular, que puede cobrarle a un paciente humilde, en una sola cita, tanto o más de lo que este gana en una semana. Bueno, pensándolo bien, le queda esta otra: si se pone muy malito —o muy malita— presentarse en Urgencias… a explicar lo mismo que ya le ha explicado antes al médico familiar, a un doctor o doctora agobiado por el “tráfico” de casos allí en Urgencias, y quien, como no es Dios, poco puede hacer, aparte de consolarlo o consolarla e indicarle algunas cositas para que continúe resistiendo.
Al Instituto Mexicano del Seguro Social también se pueden adscribir trabajadores independientes. Soy trabajador independiente. Pago la cuota anual del IMSS cada septiembre. Hasta ahora no había tenido muy malos dividendos con este instituto, por decirlo de alguna forma. Pero mi suerte ha cambiado últimamente. Padezco de algo en el aparato digestivo, que aún no se sabe qué es.
Desde hace unos meses, luego de la espera y el papeleo correspondientes, me trata una gastroenteróloga en la consulta externa de la unidad que me pertenece (¿o a la que yo pertenezco?), Hospital General Regional No. 1 “Doctor Carlos Mac Gregor Sánchez Navarro”, en el Distrito Federal. Luego de consumir las desesperantes pausas concebidas por la dialéctica instaurada, al fin me han realizado dos exámenes de esos que llaman de alta tecnología y que han dado un resultado negativo. Bueno, pues hay que realizar otro estudio, me anuncia la doctora en mi visita del pasado 28 de octubre, y sacar una nueva cita.
“Cita para este año no hay”, me hace saber, con expresión distante, la señorita encargada del asunto. ¿Y para cuándo podría ser?, le pregunto. “Lléguese por acá a fines de diciembre, a ver”. De ahí subí un piso para ver al doctor que me había indicado la doctora; el que debería programarme y realizarme el nuevo examen, en el área de endoscopía y sus conexos… El doctor no pudo recibirme, estaba ocupado, mandó a decir con la enfermera, quien me aconsejó que volviera al día siguiente. Eso hice. Y entonces comprendí por qué aquel Franz Kafka concibió y escribió El proceso.
El doctor me dijo que ya no había presupuesto para realizar el examen que solicitaba la doctora. Sin embargo, la doctora debería saber que existe “otra alternativa de estudio” (y así lo escribió en el documento de solicitud que yo le había entregado). Por favor, que así se lo comunicara yo a la doctora. Bajé. Pedí permiso a la doctora, que estaba en consulta, y le entregué el dictamen del doctor, y esperé afuera. Luego de un rato la doctora me llamó. Me dijo que el doctor debería saber que no hay “otra alternativa de estudio”. Por favor, que así se lo comunicara yo al doctor. Subí. El doctor me dijo que la doctora sí debería saber que había otra alternativa… así debería yo decírselo. Y siguió argumentando por qué la doctora, que era “mi médico tratante”, debería saber que sí había otra alternativa, y, por cierto, la doctora jefa del área la llamaría para explicarle que sí había alternativas. Debía yo decírselo a la doctora. Mientras bajaba de nuevo me preguntaba: ¿y si el estudio pendiente era, finalmente, el que demostraría que yo estaba muy enfermo?…, ¿moriría yo, digamos en noviembre, sin que ni siquiera mis deudos supiesen quién era el culpable de mi adiós?: si la doctora, el doctor, el destino, el Gobierno, ¿quién? Y otro detalle del que me di cuenta en ese momento: ¡oh!, ¡la doctora y el doctor me habían convertido en un recadero!… ¿no había línea telefónica en este hospital?… Todo estos quejidos se los expresé a la doctora, quien, finalmente me hizo saber una verdad como una piedra: si de todas formas ella no podría “verme” hasta enero como mínimo, ¿para qué tanta presión con el examen pendiente?… Pero, luego de escuchar mis argumentos, recapituló: …Bueno, no estaría mal que fuera a verla en 8 o 10 días, a ver qué se podía hacer… Y sí, las líneas telefónicas no funcionaban muy bien, acotó. Yo quise insistirle: ¿pero quién sería el culpable de mi muerte si acaso esta ocurría en los próximos días por un mal que no se había detectado a tiempo? Mas desistí: nadie sería el culpable; mi posible muerte, como otras tantas que deben ocurrir por causas parecidas gracias al IMSS, no sería registrada en estadística alguna. Simplemente, sería una muerte más. La gente se muere. Eso es así.
Félix Luis Viera es un escritor y periodista cubanomexicano. Su libro más reciente es El corazón del rey.