Una exposición busca despertar la curiosidad sobre Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera Barrientos Acosta y Rodríguez.
¡El fin de semana me pasó algo increíble! Estuve paseando por la Alameda y me encontré, nada más ni nada menos, que con… ¡Maximiliano y Carlota! ¡De verdad! ¡Hasta una selfie me tomé con ellos! También andaban por ahí Frida Kahlo, Diego Rivera y hasta el mismísimo don Porfirio… ah, y por supuesto, algunos niños curiosos, ataviados elegantemente, que los saludaron y les tomaron fotos.
Tampoco estaba soñando, bueno solo un poco, visité Juegos, sueños y una tardeada en la Alameda, en el Museo Mural Diego Rivera, “exposición temporal inmersiva-análoga”, en palabras de la curadora Nuria Sadurni, sobre el pintor y su proceso como muralista conceptualizado para que los niños aprenden a través de la experiencia.
“Pero la idea es que este conocimiento lo adquieran casi sin darse cuenta. Por ejemplo, hay un retrato muy famoso de una niña que se llama Juanita Rosas, los visitantes se colocan atrás de él y pueden ver a través de sus ojos. Hay otros cuadros hechos para que saquen las manos o hagan muecas junto a Diego”.
La exposición está dividida en cuatro instalaciones cuyo objetivo es despertar la curiosidad de los visitantes sobre Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera Barrientos Acosta y Rodríguez.
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La primera es un cubo en cuyo interior se pueden leer datos curiosos del artista. “Como que tenía una hermana que pasó inadvertida en la historia, que su mamá fue una de las primeras mujeres obstetras de México o que una vez su primera esposa, Lupe Marín, le sirvió una sopa que nada más era agua con una figura prehispánica de barro metida en el plato, porque Diego gastaba mucho en su colección de ídolos y no le daba dinero para la casa y las hijas, entonces, harta, le dijo: ‘No me das para el gasto, pues tómate tu sopa de piedra’”.
Por fuera hay retratos de mujeres emblemáticas de la época, como la poeta Adalgesi Nery, la escritora Pita Amor y la cantante Matilde Urrutia.
“Los visitantes deben imaginar de qué hablarían estas mujeres si se sentaran a tomar un café, luego pueden escribir dichos pensamientos en los globos de texto como si le estuvieran dando vida a un cómic”.
La tercera instalación permite explorar el cubismo a través de una serie de prismas en los que los visitantes logran ver el efecto que plasmaron los pintores de esa corriente, y es justo ahí donde se encuentra uno de los retratos más conocidos, el de Silvia Pinal, la musa del cineasta Luis Buñuel.
En el segundo piso está la sala consentida: “Se trata de una reproducción a escala 1:1 de 40 personajes del mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, impresos en trovicel (lámina de PVC espumado). Los niños y visitantes pueden circular entre ellos, disfrazados a la usanza de la época con los vestidos, trajes, sombreros, trenzas y hasta el hábito de sor Juana Inés de la Cruz, que están disponibles para ese fin. ¿El resultado? Ser, aunque sea por unos momentos, un personaje más del mural, viajar con la imaginación y fantasear qué habría pasado si hubieras podido convivir con ellos”.
El montaje está pensado para que “te saques un chorro de selfies y las subas a las redes, pero no encontrarás nada de pantallas touch. La idea es no quitarles a los chicos el placer de retratarse, pero los obligamos a leer, a pensar, a imaginar y a pasar un tiempo distinto”.
Y, con la intención de que los niños se lleven el conocimiento a casa, deberán juntar las 16 páginas que están disponibles para formar un cuadernillo con la información básica de la exposición y con peguntas detonadoras de curiosidad: “Lo ilustró Valeria Gallo y visualmente es parte de la exhibición, equivale a que quites un muro completo”.
En el segundo piso también hay una explicación de cómo se hace un vitromural y una muestra de la forma como Diego pintaba al fresco.
“Pasaba horas y horas en los andamios, preparaba la pared con repellaje (una mezcla de cal, yeso y polvo de mármol), y una vez que la pared estaba lista, literalmente calaba la imagen y la silueteaba con pequeñas perforaciones, luego pasaba un pincel con tinta o una manta de cielo con carbón en polvo y así la imagen quedaba copiada en el muro.
“Sobre el repellado en el que había trazado la imagen, el artista pintaba la superficie antes de que se secara el muro para que absorbiera los pigmentos. Se tenía que hacer un cálculo muy preciso de los metros cuadrados que le iba a dar tiempo de pintar cada día, eso implicaba una logística muy precisa”.
la curadora Nuria Sadurni, maestra en historia del arte, trabajó anteriormente en el Museo Estudio Casa Diego Rivera y en otros recintos del INBA: “Siempre me ha interesado ver de qué manera conectamos los públicos con los contenidos, porque muchas veces, cuando los llenas de información, los textos están escritos de forma muy especializada o te tocan guías que te saturan de datos que son aburridísimos, te pierdes la experiencia, y entonces invitamos a la gente a no volver.
“La idea es diseñar plataformas de participación y comunicación con la obra, en este caso el objetivo es que te diviertas y, de paso, conozcas cosas de Diego”.
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La curadora aconseja, para acercar a los niños a los museos, llevarlos de manera cotidiana: “Pero no para ver todo y explicarles, sino con la idea de ir a disfrutar, de ver qué los jala. Cuando mis hijos eran chiquitos, al entrar en las salas los dejábamos decidir hacia dónde se querían mover. Nos parábamos frente a la obra que los atraía y platicábamos de lo que veían: ¿qué les llamó la atención?, ¿qué está pasando? Les decía: si nos pudiéramos hacer chiquitos y nos metiéramos ahí, ¿que escucharíamos?, ¿a qué olería?, ¿qué creen que estaba pasando justo antes o después de ese momento?, ¿si se saliera este personaje del cuadro y se metiera a este otro cómo cambiaría la historia?
“Jugando los obligas a ver, a cuestionar, a pensar, a comentar, a validar sus comentarios, y eso los va acercando a la información, aprenden a escuchar y generan interacciones que crean conocimiento colectivo, donde cada quien aporta sus propios saberes sin importar lo chiquito que seas. Se vuelven más críticos. Yo creo que el arte sí puede transformar vidas”.
ENTRE CABALLOS, BRUJAS Y TERREMOTOS
¿Qué habrá seducido a Diego Rivera para pintar sobre la Alameda Central a los casi 150 personajes que ilustran la historia de México de 1845 a 1910? Quizá saber que la Alameda Central, cuyo origen data de 1592, fue el jardín público más antiguo de México y de América, inspirada en la Alameda de Hércules en España o tal vez por el magnetismo de su pasado.
Para la exposición, Fabián Quezada, maestro en humanidades, se dio a la tarea de reconstruir la historia de este espacio que originalmente fue concebido por el virrey Luis de Velasco para la élite española.
“La Alameda estaba cercada para evitar que pudieran meterse animales. Cuentan que estaba tan arbolada que la luz apenas lograba pasar sobre las copas de los olmos que trajeron de Coyoacán. Francisco Vega fue el primer guardabosque del lugar. Al término de la gestión del virrey, fue abandonada. Después ahí se ubicó un quemadero durante la Santa Inquisición. En el siglo XVIII, tras la fuerte inundación que afectó a la ciudad, la remodelaron, le pusieron más calzadas y fuentes. La gente llegaba en carruaje, con esclavos y sirvientes, se bajaban y paseaban lentamente, de ahí el dicho: parece que estás de paseo por la Alameda. También lo hacían los hidalgos, es decir, los jóvenes casaderos que se arreglaban y asistían en busca de pareja, y los intelectuales, incluida sor Juana”.
Quezada afirma que, después del paso del Ejército Trigarante, la vuelven a reforestar e incluyen una estatua que representaba a la libertad y un sistema de iluminación.
En 1855, Casimiro Castre hacía grabados de las vistas aéreas que observaba desde un globo aerostático, “digamos que esas vistas fungían como las abuelitas de las que consiguen los drones actuales”.
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Carlota mandó plantar rosas y donó la fuente de Venus que existe hasta hoy. “También hay una leyenda que dice que el general Santa Anna, tras ganar una de sus batallas, pidió que se sustituyera el agua de las fuentes con ponche para que todos festejaran. Benito Juárez quitó las rejas e iniciaron los paseos populares. Para el centenario de la Independencia, don Porfirio envió el majestuoso quiosco Morisco a Santa María la Ribera y creó el Hemiciclo a Juárez”.
Ya en el siglo XX, en medio de la Torre Latinoamericana y el hotel Regis, la Alameda fue testigo de la creciente vida nocturna del centro de la ciudad. En el prestigiado hotel Del Prado, Ribera pintó Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, mural con un peso de 35 toneladas que, tras el terremoto de 1985, fue rescatado y trasladado al museo actual. Posteriormente se construyó la Plaza de la Solidaridad, y la última remodelación se hizo durante el gobierno de Marcelo Ebrard, “quien, por cierto, se encargó de quitar a los tradicionales Reyes Magos que por años se dieron cita en el lugar”, concluye Quezada.
Pero, a juicio del investigador, la trascendencia de conocer la historia de este espacio es “hacerla tuya, sentir que tú, al caminar por sus calzadas, formas parte de ella, la transformas y te transforma”.
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Museo Mural Diego Rivera, Balderas 202, Centro, CDMX. Abierto de martes a domingo, de 10:00 a 18:00 horas. Costo: 35 pesos.