El Presupuesto de Egresos es el principal instrumento de la política económica del país, y parece que eso ya se olvidó o se está dejando de lado.
A partir de la crisis operativa generada en distintas dependencias federales, debido a los mal llamados “recortes presupuestales”, se ha dicho en diferentes espacios que se trata del efecto de una “austeridad mal entendida”.
Se precisa en algunos textos que no se trata de recortes, sino de reasignaciones, pues no se ha dejado de disponer de dinero, sino que éste se ha llevado de unas dependencias y programas a otros de nueva creación.
Todo lo anterior es cierto, pero yerra en el diagnóstico fundamental; y es que, en el fondo, el problema que se estamos enfrentando es, una vez más, que el Presupuesto de Egresos de la Federación se diseñó en la Secretaría de Hacienda y fue aprobado por la Cámara de Diputados, sin haber considerado e incorporado el enfoque de derechos humanos.
Se ha criticado duramente al gobierno federal porque su política de entrega directa de dinero es clientelar; pero, aunque es parcialmente cierto, la realidad es que la “naturaleza” de las transferencias de ingresos no es parte de una nueva política social dirigida al cumplimiento universal, integral y progresivo de los derechos humanos.
Lo grave de esta situación es que la llamada “nueva política social” consiste en sólo eso: en el reparto de dinero. Y lo peor, es que se está haciendo a partir de un proceso de “adelgazamiento del Estado” como pocas veces se ha visto en el país.
Es cierto que había una “burocracia dorada”; que había muchos funcionarios y funcionarias de alto nivel con niveles de ignorancia e incompetencia que rayaban en lo criminal. Pero, con los niveles de pobreza y desigualdad que tenemos, la reestructuración de la administración pública debió consistir, no en eliminar sus plazas, sino antes bien en reemplazar a los malos burócratas con personas altamente calificadas para contribuir a la construcción de políticas que genuinamente nos lleven a un nuevo Estado de bienestar.
La plena garantía y realización de los derechos humanos no puede depender y estar a disposición de meras medidas administrativas o de absurdos criterios presupuestales; por eso, a pesar de la loable buena fe que el presidente de la República ha acreditado en décadas, respecto de su compromiso con los pobres, las medidas que se están implementando distan mucho de ser auténticas soluciones.
Si se analiza con rigor la narrativa del gobierno, lo que se encuentra es una simplificación mayor; en efecto, se ha dicho en reiteradas ocasiones: los programas sociales seguirán, pero la diferencia mayor estriba en que ya no va a haber intermediarios, sino que el dinero se entregará directamente a la población. En eso va una falacia mayor: pareciera que la inefectividad de la política social se encuentra en el mecanismo de reparto, antes que en los supuestos sobre los que está construida.
En eso va una falacia mayor: pareciera que la inefectividad de la política social se encuentra en el mecanismo de reparto, antes que en los supuestos sobre los que está construida.
Y ahí radica el problema mayor, pues la política social en su conjunto sigue dirigida a la “generación de capacidades” para el bienestar, se dice ahora. Pero eso implica pensar que el problema de la pobreza y de la desigualdad se encuentra solo en la carencia de ingresos, y no en las condiciones estructurales de asimetría en la distribución del poder político y económico que prevalecen en el país.
Alterar las relaciones de desigualdad implica alterar las relaciones del poder. Y esto depende de la política, pero también del ejercicio del gobierno, y con ello, del diseño de las políticas y estrategias que se siguen para darle adecuada implementación.
El Presupuesto de Egresos es el principal instrumento de la política económica del país; y parece que eso ya se olvidó o se está dejando completamente de lado. Hacer un presupuesto para distribuir mejor la riqueza no implica necesariamente repartir el dinero del Estado a diestra y siniestra. Por el contrario, lo que se requiere es de un gasto público disciplinado, ordenado, pero que priorice en función de lo que dice el Artículo primero de la Constitución; nada más, pero tampoco nada menos.
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