El texto del Plan Nacional de Desarrollo, lejos de establecer el rumbo, se reduce a un panfleto de corte teórico sobre los horrores del pasado reciente y cómo es que la sociedad mexicana por fin “encontrará la luz”.
El fundamento constitucional del Plan Nacional de Desarrollo se ubica en el artículo 26 Constitucional, aunque ello no significa que el concepto de planeación sea un término de naturaleza estrictamente jurídica ni, mucho menos, de índole político.
La planeación no es más que una actividad administrativa y un proceso organizacional, mediante el cual se establecen objetivos a corto, mediano y largo plazo.
Un proceso de planeación implica la determinación de cómo y hacia dónde habrán de dirigirse los recursos de una organización, de manera que involucra la toma de importantes decisiones sobre el rumbo a tomar.
La planeación no es producto de la voluntad de una persona, sino que supone la concurrencia de diversas opiniones de quienes están involucrados en una organización y a los cuales afecta el resultado que finalmente se obtenga.
El Estado, en tanto cuerpo orgánico, se sujeta igual que cualquier otra organización a los principios que guían la planeación, de ahí que la propia Constitución establezca la participación como un elemento esencial del proceso de planeación, al señalar que “la planeación será democrática y deliberativa. Mediante los mecanismos de participación que establezca la ley, recogerá las aspiraciones y demandas de la sociedad para incorporarlas al plan y los programas de desarrollo”.
Como proceso administrativo, la planeación implica diversas etapas, entre ellas, llevar a cabo una valuación del entorno y de la realidad circundante y, con base en ello, establecer los objetivos y el plan de acción para alcanzarlos.
Delinear todos esos fines y estrategias no tendría ningún sentido si no se fijan los procedimientos idóneos para medir y monitorear el progreso y los avances del plan de acción.
En el sector público las cosas no son muy diferentes a los principios administrativos señalados. La planificación gubernamental está igualmente sujeta a las herramientas de la planeación estratégica y construcción de indicadores de desempeño.
Es por ello que el Plan Nacional de Desarrollo no puede ser un documento de naturaleza teórica, aun cuando ciertamente parta de determinados principios generales desde los cuales se establecerá una visión para definir las acciones tendientes a modificar la realidad social. En todo caso, la planeación gubernamental no puede perder de vista la necesidad de identificar las prioridades nacionales y la asignación de los recursos para paliarlas.
Partiendo de aquella visión de naturaleza general y de contenido político, la planeación estratégica debe establecer con claridad y objetividad los tramos de control de gestión para el cumplimiento de los objetivos planteados por la administración pública.
Es verdad que definir y operar los indicadores puede no ser una tarea sencilla o al menos tan práctica como puede definirse en la administración privada, donde resulta más o menos sencillo contar con indicadores accesibles como las utilidades, tasas de retorno de inversión o facturación total.
A diferencia del sector privado, en el público las señales pueden no ser tan claras u objetivas, por lo que la medición de los resultados puede ser una tarea compleja.
En todo caso, de lo que la planeación gubernamental debe ocuparse es principalmente de determinar las grandes y más apremiantes prioridades nacionales, para, a partir de ellas, definir los objetivos y estrategias para arribar a los fines deseados.
Cuando uno revisa el contenido del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, presentado recientemente por el gobierno federal, no queda del todo claro que tales principios administrativos y de gestión gubernamental hayan quedado plasmados.
El documento que se supone debe recoger las estrategias para planificar, conducir y orientar las acciones públicas para encauzar el desarrollo nacional, no presenta un catálogo o guía donde se destaquen los objetivos y la forma en que habrán de conseguirse.
A lo largo de 63 páginas es difícil ubicar el diagnóstico claro y objetivo de la realidad nacional. Mas que ocuparse de ello, el documento se aproxima a una especie de ensayo político sobre la naturaleza de lo que ha dado por denominarse como “neoliberalismo” y los vicios que esa corriente o sistema habría generado en perjuicio de la sociedad mexicana, a la vez que declara la defunción de esa etapa para dar lugar a algo nuevo, aún indefinido.
Más que un diagnóstico de la situación, el nuevo Plan Nacional de Desarrollo es una apología de lo que vendrá y de lo mal que se encontraba la nación hasta hace poco mas de cinco meses.
Se mencionan una serie de objetivos, aunque no necesariamente se abunda en ellos ni se establece cómo es que habrán de alcanzarse y cómo se medirá el desempeño. Se habla de crecimiento, austeridad, lucha contra la corrupción, disciplina fiscal, cese de endeudamiento, creación de empleos y una serie de acciones más, sin que se diga cómo es que cada uno de esos anhelos serán hechos realidad.
El documento abusa de los adjetivos calificativos, pero no señala acciones concretas; contiene cuartillas completas dedicadas a los horrores de la época neoliberal, como si recién estuviéramos saliendo del nazismo, pero poca información objetiva sobre la situación real del país.
Parrafadas de prosa política que no presentan una sola gráfica, una ilustración o un esquema gráfico que muestre la valoración objetiva de las circunstancias en que se diagnostica la situación nacional. Nada que no tenga que ver con meras apreciaciones conceptuales de carácter subjetivo y sesgado sobre el diluvio que había antes de la 4T.
El texto del Plan Nacional de Desarrollo, lejos de establecer el rumbo, se reduce a un panfleto de corte teórico sobre los horrores del pasado reciente y cómo es que la sociedad mexicana, “por fin encontrará la luz”.
Con el plan que no es tal, el desarrollo se antoja de quimeras.