No hay una sola democracia consolidada en el mundo que funcione sin un sistema de partidos políticos fuerte, equitativo y competitivo, que permita la disputa y transición ordenada y pacífica del poder. Norberto Bobbio sostenía precisamente que en el corazón de los sistemas democráticos contemporáneos se encuentra un robusto sistema electoral, del cual los partidos políticos son una parte esencial.
De manera casi dramática, en el caso mexicano el sistema de partidos vive una severa crisis, que lo es por partida doble: por un lado, es una crisis de representatividad, pues de acuerdo con las encuestas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, hay entre la ciudadanía una marcada sospecha de corrupción respecto de los partidos políticos y de sus representantes en el Congreso, lo cual no puede ser leído sino como una débil representatividad.
Lo es, en segundo término, porque los partidos han acreditado carecer de auténticas vidas democráticas internas, lo cual ha llevado a un perverso proceso de monopolización de la postulación de candidatos que representan a camarillas y grupos de interés, que distan mucho de ser grupos que permitan la defensa de las libertades y los derechos humanos, en el sentido más amplio de ese término.
En sentido estricto, es difícil encontrar hoy a ciudadanas y ciudadanos que, sin ser militantes de alguno de los institutos políticos con registro, auténticamente se sientan representados, en conjunto, por la clase política mexicana agrupada en los partidos; muy por el contrario, incluso el término de “político” y la política en general, están asociados a las nociones de la corrupción, la incompetencia profesional y la frivolidad en el ejercicio del gobierno.
Desde esta perspectiva, pesa sobre el PRI, el PAN, el PVEM, el PT, Movimiento Ciudadano e incluso sobre Morena, el estigma de ser meros grupos de interés, y en el caso del último, asociado a la figura presidencial, aún no se ha logrado transitar de manera definitiva de ser un movimiento político-social, a un auténtico partido político que funcione con base en reglas institucionales y no necesariamente gire en torno a la figura presidencial.
Por eso es interesante lo que está ocurriendo con el Partido Revolucionario Institucional; porque después de haber postulado al peor candidato de su historia, y ante la percepción generalizada respecto de una corrupción sin límites, en el gobierno federal y en entidades de la República donde son gobierno y nunca ha ganado otro partido (como Campeche, Coahuila o el Estado de México), el PRI se debate entre la vida y la muerte como instituto político.
Entre quienes aspiran presidir al PRI, destaca la figura del doctor José Narro Robles; un hombre probo, quien además transporta una historia de vida apegada a valores y principios, y de quien no se puede dudar de su compromiso con una visión social y de derechos humanos para México.
La llegada de José Narro a la presidencia del PRI permitiría, de manera hipotética, comenzar un proceso de renovación de un instituto político que, justo por su pasado reciente de corrupción e incompetencia en el ejercicio del gobierno, es urgente que se transforme en un instituto capaz de convocar a mujeres y hombres honestos, capaces y con un auténtico compromiso con México.
Un país de un solo partido, donde sólo rija la voz de un hombre, es un escenario peligroso que no augura nada bueno para nuestra democracia; venimos de eso: de un pasado autoritario, donde el Presidente y su partido actuaban de manera excluyente y en no pocas ocasiones represora.
En la figura del doctor Narro se cifra la posibilidad de avanzar hacia un sistema de equilibrios y contrapesos que le devuelvan a la política mexicana la posibilidad de ser auténticamente representativa de la ciudadanía, a la vez que un ejercicio permanente de inteligencia y valores democráticos para construir, de una vez por todas, el Estado de bienestar que podemos, pero sobre todo, que merecemos tener.