Una amplia mayoría de ciudadanos con derecho a votar lo hicieron el pasado 2 de julio por López Obrador y su Partido, Morena, fueron en formula simple, mexicanos que decidieron hacer valer su facultad de decidir. Esto, en un sistema democrático, es algo ortodoxo y no debe asustar a nadie; de hecho, es el fundamento mismo del sistema demócrata-electoral, el cual supone la posibilidad pacífica y legal con que cuentan las mayorías para forzar el traspaso del poder público.
Ninguna victoria electoral es permanente y ninguna derrota es para siempre. Este principio perdura en la medida en que se mantienen vigentes las reglas del juego electoral y son acatadas y respetadas por todos. Un régimen político que accede al poder bajo la vigencia de determinadas normas, lo menos que puede hacer es procurar que las mismas permanezcan para cuando llegue el momento de nuevamente acudir a las urnas para que los ciudadanos tengan el derecho a sostener el régimen u optar por uno nuevo bajo las mismas condiciones.
Que millones de mexicanos se hayan decantado por una sola opción política no supone que estén dispuestos a asumir cualquier decisión que provenga del régimen por ellos electo; tampoco significa sumisión incondicional a las nuevas políticas públicas que los renovados poderes quieran imponer. Lo que el ciudadano en realidad espera, es que su voto sea un mensaje a los políticos sobre lo que se espera del nuevo gobierno, lo que no implica que el nuevo régimen, por legitimado electoralmente que esté, pueda libremente decidir si se apega o no al orden constitucional y legal que existe al momento de arribar al poder. Claro está que todo nuevo gobierno goza de la facultad para promover las iniciativas de ley que estime necesarias para modificar el rumbo en congruencia con la orientación política que lo inspira, pero ello dista mucho de evadir el estado normativo que le obliga y al cual debe estar dispuesto a someterse en tanto sea derecho vigente.
La consulta pública organizada por MORENA, a instancias de su líder López Obrador, para que el pueblo pueda elegir por la disyuntiva de continuar con la construcción del nuevo aeropuerto en Texcoco o por la base de Santa Lucía, representa una seria falta no solo al orden jurídico, sino también a los principios éticos en el ejercicio del poder público.
La iniciativa violenta el orden jurídico porque soslaya y minimiza el régimen constitucional y legal que ordena la celebración de este tipo de consultas populares. Parece que la figura de la consulta prevista en nuestro máximo ordenamiento y en la ley secundaria simplemente no existiera ni estuviera regulada. El hecho de celebrar un proceso de consulta sin base jurídica alguna, resulta inquietante por que se ha sostenido que el resultado tendrá un carácter “vinculante”. Si esto es así, entonces resulta claro que un grupo de personas privadas están realizando actos de poder sin que los ciudadanos podamos oponernos ni defendernos contra ese carácter vinculante que se pretende dar al resultado del proceso. Simplemente no hay manera de cuestionar un acto que a todas luces implica un tema de interés público y que, por tanto, deberían existir los medios legales para poder combatirlo.
Lo anterior no puede ser considerado de otra manera, sino como un fraude a la ley. Se trata de un subterfugio deliberadamente diseñado para no caer en los supuestos que exige la norma para la celebración de una consulta en los términos establecidos en la Constitución. En tal sentido, parece que nuestra Carta Magna y la ley no son más que molestos obstáculos, los cuales resulta necesario sortear de alguna manera. Y es cierto, la ley es precisamente eso, un escollo para evitar la arbitrariedad del poder público, por lo que no es posible que se observe cuando convenga y se tercie cuando constituya una indeseable barrera.
Desde el punto de vista ético, la consulta falta a todos los fundamentos esenciales de la prestación del servicio público. No es más que un obtuso, confuso y difuso embrollo entre cuestiones políticas y decisiones estrictamente administrativas. En sus fundamentos más primarios, la ética estudia los actos del individuo y propone formas deseables de actuar. Hay actos que no benefician ni al que los realiza ni a quien los recibe, los cuales van contra todo principio de virtud. La política sin ética genera corrupción, traducido esto en la creación de un acto injusto. No se considera ético a quien simplemente obra con buenas intenciones, sino al que actúa en justicia. La consulta no es un acto de esta naturaleza.
Bien decía Henri F. Amiel “No niego los derechos de la democracia; pero no me hago ilusiones respecto al uso que se hará de esos derechos mientras escasee la sabiduría y abunde el orgullo.”