En Aguascalientes, como en muchas otras partes de México, el vacío que ha dejado el Estado en el tema de discapacidad ha sido ocupado por organizaciones de la sociedad civil. Grupos de personas que, con distintas motivaciones, han asumido tareas que van desde el acompañamiento terapéutico y la entrega de apoyos funcionales, hasta la representación política o legal.
En apariencia, el mapa es alentador: muchas manos dispuestas a ayudar, muchas voces queriendo hablar por quienes han sido históricamente silenciados. Pero la ayuda no siempre es sinónimo de justicia, y hablar en nombre de otros no garantiza que se les escuche verdaderamente. El problema no está en la existencia de estas organizaciones, sino en el enfoque bajo el cual trabajan.
Un número significativo de ellas continúa operando desde lógicas asistencialistas, donde la discapacidad se entiende como carencia, sufrimiento o anormalidad. Bajo ese lente, la intervención se vuelve paternalista, y la persona con discapacidad se convierte en objeto de caridad, no en sujeto de derechos. Peor aún, muchas de estas agrupaciones reproducen sin cuestionar discursos capacitistas: exaltan el “esfuerzo individual” como única vía de inclusión, colocan la responsabilidad del cambio en la persona con discapacidad, e ignoran por completo los entornos estructuralmente excluyentes.
Esto tiene efectos devastadores: se premia a quienes “sí le echan ganas” y se margina —una vez más— a quienes no pueden o no desean responder a ese ideal de autosuficiencia.
Además, se observa una preocupante homogeneización de la discapacidad. Hay un sesgo evidente hacia la discapacidad visible y físicamente reconocible, lo cual deja fuera a personas con discapacidades intelectuales, psicosociales o múltiples. Esta exclusión dentro de la exclusión limita la participación real de la diversidad funcional y empobrece cualquier agenda de inclusión que pretenda ser completa.
En paralelo, muchas de estas organizaciones carecen de participación directa de personas con discapacidad en sus órganos de decisión. Quienes definen políticas, estrategias y discursos no siempre viven la discapacidad en carne propia. Así, se perpetúa una dinámica vertical en la que “los que ayudan” continúan teniendo el control, y “los ayudados” siguen dependiendo, no decidiendo. Es cierto que existen iniciativas valiosas y que algunas organizaciones han comenzado a transitar hacia enfoques más incluyentes y críticos. Pero estas siguen siendo excepción, no norma. Aún falta profesionalización, apertura al diálogo con las propias personas con discapacidad, y sobre todo, una transición clara del modelo médico-asistencial hacia el modelo social y de derechos humanos.
El Estado, por su parte, ha delegado responsabilidades sin exigir coherencia ni resultados. Apoya a organizaciones sin verificar si cumplen con estándares de inclusión o si reproducen prácticas contrarias a los principios de equidad. En lugar de fortalecer la participación política autónoma de las personas con discapacidad, fomenta un ecosistema donde la filantropía sustituye a la justicia social.
Por eso urge abrir la conversación. ¿Qué tipo de participación queremos para las personas con discapacidad? ¿Una que les otorgue voz solo cuando coinciden con las narrativas dominantes? ¿O una que permita la construcción colectiva de políticas públicas desde la experiencia vivida y la pluralidad? Las ONG deben ser aliadas del cambio, no obstáculos disfrazados de apoyo. Porque cuando se habla de discapacidad sin enfoque de derechos, se corre el riesgo de reproducir aquello que se dice combatir.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.