Durante mucho tiempo pensé que cada rechazo era una grieta.
Una marca silenciosa que decía “esto no es para ti”.
Y yo lo interpretaba como un fallo personal.
Como si no ser elegida fuera prueba de que había algo en mí que debía cambiar.
Hablar menos. Brillar menos. Ceder más.
Cargué esos “no” como si fueran míos.
Como si hubiera algo que corregir, algo que limar, algo que ajustar.
Y en el fondo, una parte de mí empezó a apagarse para intentar encajar.
Hasta que entendí —no de golpe, sino a través de muchas despedidas— que no me estaban descartando.
Me estaban salvando.
Me alejaban de relaciones donde me hubiera empequeñecido.
De oportunidades que solo lucían bien desde lejos.
De espacios donde solo podía sobrevivir si dejaba partes de mí en la puerta.
Y eso no era éxito.
Era pérdida de identidad lenta y constante.
Pensé entonces en mujeres que fueron incomprendidas en su tiempo, no porque fueran incorrectas, sino porque iban más profundo, más libre.
Como Emily Dickinson, que escribió sin pausa, sin que el mundo aplaudiera, sin pedir espacio.
La ignoraron, sí. Pero nunca dejó de escribir. No para ser reconocida, sino porque era su manera de habitarse.
Y Nahui Olin, que vivió desde el cuerpo, la palabra y el deseo. Le dijeron loca, exagerada, fuera de lugar.
Pero el arte y la autenticidad no le cabían en moldes, así que no se quedó en ninguno.
No me comparo con ellas.
Pero me recuerdan que no todo lo que no encaja está roto.
A veces simplemente no pertenece.
Y eso también es sabiduría.
Hoy, cuando algo no fluye, no lo tomo como castigo.
Me pregunto: ¿qué versión de mí tendría que quedarme aquí?
¿Y por qué me cuesta soltarla?
Porque cada elección es también una renuncia.
Y no todas las renuncias son fracasos.
Algunas son puertas que se abren hacia algo nuevo,
aunque no sepamos aún cómo se verá.
A veces hay que dejar ir lo que parecía seguro
para caminar hacia lo incierto con una nueva mirada.
Porque ya no somos la misma que intentó encajar allí.
Ya no somos la versión que toleraba.
La que callaba.
La que esperaba permiso.
Y esa evolución, aunque duela, también es libertad.
Si tú estás en medio de un “no”, sintiéndote otra vez fuera, te quiero decir esto:
no estás siendo castigada.
Estás siendo llevada a otro lugar.
Uno que se parece más a ti.
Un día —sin apuro, sin urgencia— vas a mirar hacia atrás y entender que todo lo que no fue, también te sostuvo.
Que no haberte quedado ahí fue, sin saberlo, una forma de cuidarte.
Porque el rechazo no te define.
Te revela.
Te libera.