Los kebabs de cordero y falafel que vendían a dos cuadras de distancia fueron la opción más próxima y viable dado que nadie en la oficina buscaba salir a comer, tuvimos la fortuna de pedirlos exactamente después de que la alarma sísmica -tardía- emitiera su peculiar sonido.
Seguíamos afuera del edificio; no nos importaba cuánto tardara la comida, sino saber que eventualmente llegaría y que, mientras la verdadera prioridad era cerciorarnos de que nuestros seres queridos estuvieran a salvo.
Había mucho por hacer: monitorear lo que estaba pasando, comunicarnos con nuestras familias, con todos aquellos que amamos, que nos importan… e incluso quienes no, es como si una solidaridad universal inunde el cuerpo, compartiendo información verificada, buscando la manera de ayudar o al menos de no estorbar mientras se inundaban los medios locales de noticias y las redes sociales sobre derrumbes, personas desaparecidas y edificios enteros destruidos.
Cuando se trata de la vida y la muerte el rol de la comida parece secundario; pero no lo es.
Horas después de ese simulacro los anaqueles en los supermercados estaban vacíos; parecía escena de película postapocalíptica, y es que, no era para menos.
Se acababan a toda prisa las botellas de agua, el pan de caja, las carnes frías, el atún en lata, alimentos no perecederos, fáciles de transportar, preparar y consumir, eso; inmediatez. Por otra parte chocolates, refrescos altos en azúcar, panecitos con muchas calorías y todo aquello que de alguna manera pudiera cargar de energía – aunque momentánea- útil a aquellos voluntarios y rescatistas para quienes no eraopción detenerse a descansar en aquel momento de crisis.
Se dice que el regalo siempre son las manos que lo entregan sin importar lo que éste sea; creo que cuando se habla de la comida aplica el doble, es similar a lo que sucede cuando hay una pérdida cercana, necesitas de quienes te rodean para estabilizarte y darle equilibrio a las emociones que sientes, pero, cuando se trata de una catástrofe natural la crisis es colectiva y saber algo de primeros auxilios tanto médicos como psicológicos se convierte en una gran herramienta. Aquello de ponerse la máscara de oxígeno antes de ayudar al de a un lado.
Con admiración vi a amigas, conocidas y extrañas crear redes de apoyo con alimentos preparados y comida para ayudar. Se que sonará increíble para quienes que no lo vivieron de primera mano pero es que los albergues y centros de acopio estaban llenos de voluntarios y voluntarias, quizá centralizados pero éramos tantas manos que había que crear otros caminos para llegar a aquellos que necesitaban ayuda y refuerzos.
Se desarrolló un sistema: entre todos se conseguían las materias primas, otros ponían ‘las estaciones’ de preparación en sus casas, cocinas, hornos, refrigeradores y utensilios. Otras se encargaban de preparar lo que se pudiera de manera rápida, organizada y evitando desperdiciar, se hacían sándwiches y tortas que se acompañaban de agua embotellada, jugos y alguna fruta, para aquellos que estaban en las zonas de derrumbes, los que no podían volver a casa , los que no pensaban siquiera en comida porque no habían podido aún hablar con sus amigos y familiares. También se preparaban brownies recargados de chocolate y azúcar para los rescatistas y aquellas personas encargadas de estar por la noche caminando en silencio entre los escombros buscando cualquier indicio de vida entre los escombros.
Afuera de las estaciones había voluntarios y voluntarias en bicicleta y motocicletas esperando los alimentos para ir a entregarlos a donde se solicitaba ayuda o se sabía que estaban activas las búsquedas, y es que las primeras horas siempre con cruciales, no había tiempo que perder y aunque el cuerpo lo pidiera la situación no nos permitía dormir.
No eran los únicos, recuerdo claramente que afuera de mi edificio escuchaba pasar al menos cada 3 minutos motocicletas de un lado a otro de la avenida yendo y trayendo provisiones; alimentos, botiquines y herramientas
Pasaban las horas y a pesar de los esfuerzos en varios lugares de la ciudad el panorama cada vez era más sombrío, podíamos sentir la desesperación colectiva, la impotencia ante una catástrofe de esa magnitud, justo minutos después del simulacro.
Aún así la gente no paraba, la comida no paraba, las manos seguían cargando, cocinando, las cocinas tenían la luz prendida, no sólo las televisiones; llegaban carritos de tamales y atole, de donas y café, los tacos de vapor, las tortas de tamal, no era que la vida siguiera como si nada, sino todo lo contrario, no podíamos seguir porque no estábamos todos, era que estaban ahí dando todo lo que podían dar.
Los días posteriores continuaron con este ritmo que se fue apagando poco a poco, pero los albergues no paraban , ni las personas voluntarias, profesionales de la salud mental ofrecían contencíñon en crisis y acompañamiento gratuitos, muchos hostales, hoteles y domicilios particulares brindaban espacios seguros para dormir algunas horas, algunos básicos de higiene o una regadera para quienes se habían quedado sin hogar o seguñían con la esperanza de encontrar con vida a quiénes aun permanecían desaparecidas o desaparecidos.
Aprendí que la comida es mucho más que sólo la gasolina que necesitamos para seguir; que juntos podemos alimentar a un país, no solo con las provisiones de los supermercados; sino con nuestra solidaridad, empatía, las manos voluntarias y los sentimientos que levantan escombros.
También descubrí que no es suficiente, que a pesar de que nadie puede al cien por ciento prever lo que va a suceder mucho tiene que ver que por años el gobierno no haya priorizado la prevención , al menos en zonas históricamente sísmicas, la corrupción ha cobrado miles de vidas, ojalá hoy que, de nuevo, la realidad supera la ficción y después del simulacro tiembla, esta vez retumbando hasta más lejos, espero que no haya cobrado vidas pero que se entienda como una llamada de atención a seguir trabajando anteponiendo lo colectivo antes de lo individual, y que , sigamos haciendo comunidad todos los días no sólo cuando las catástrofes nos sorprendan.