La pandemia provocada por el SARS-CoV-2 ha confirmado que eran correctas las predicciones que alertaban desde hace años sobre este tipo de situaciones. Las grandes catástrofes resultan difíciles de creer antes de vivirlas, aunque vengan avaladas científicamente.
En este momento histórico, quizá deberíamos plantearnos si el haber conocido en primera persona una pandemia mejorará nuestra capacidad colectiva, como sociedad, de admitir nuestra fragilidad y de escuchar las predicciones de los expertos.
En un contexto más amplio que el de la pandemia, el panel de expertos sobre el cambio climático advierte que las emisiones de gases con efecto invernadero deben alcanzar su límite antes de 2025 y reducirse un 43 por ciento antes de 2030 para alcanzar unos objetivos imprescindibles para el futuro de la humanidad (datos del informe del IPCC de abril de 2022).
Los efectos del calentamiento global pueden resultar devastadores y definitivos para nuestra especie en un futuro no muy lejano, aunque nos cueste asumirlo. Antes de alcanzar ese punto de no retorno, no podemos ignorar que en el presente ya estamos sufriendo consecuencias drásticas: mayor frecuencia e intensidad de sequías, inundaciones y huracanes, elevación del nivel del mar, etcétera. El origen de nuevas pandemias es uno de los azotes que padeceremos cada vez con más frecuencia.
Recientemente, un artículo publicado en la prestigiosa revista Nature mostraba una serie de modelos predictivos inquietantes. En ellos se explica cómo la elevación de la temperatura promedio que estamos sufriendo aumenta el riesgo de nuevas pandemias.
MÁS ALLÁ DEL CALENTAMIENTO GLOBAL
El calentamiento global está provocando la reducción de zonas habitables y el movimiento de especies hacia zonas más templadas buscando nuevos lugares donde subsistir en condiciones viables (parecidas a las anteriores). Como consecuencia, aumentarán los encuentros entre los seres humanos y otras especies de animales salvajes con los que no es recomendable toparse. No por el hecho de que sean salvajes, sino por los posibles patógenos (virus, bacterias, hongos o protozoos) que los infectan o que viven en su interior.
Además, cuando invadimos hábitats y destruimos ecosistemas para agrandar nuestro terreno conquistado, no somos conscientes de que reducimos el poder protector de la naturaleza. Una de las numerosas consecuencias que tiene esta pérdida es que nos acercamos a estas especies portadoras de posibles agentes infecciosos.
Todas las especies del planeta, sean plantas o animales (etcétera), conviven en su interior con distintos microorganismos, muchos de ellos potencialmente patógenos. La relación de convivencia de un animal salvaje con los microrganismos que pueblan su interior y lo infectan está moldeada por numerosas generaciones de batallas entre el animal hospedador y el parásito invasor.
De forma casi idéntica ocurre con nuestra especie, la humana. El virus de la influenza o gripe irrumpió en nuestra especie hace algo más de un siglo procedente de un ave, y desde entonces hemos vivido una permanente carrera bélica contra él.
Estas guerras biológicas acaban encontrando un punto de estabilidad, el parásito tiende a evolucionar para perder agresividad y las defensas del hospedador para combatirlo eficazmente. El virus de la influenza causa cientos de miles de muertes cada año, pero sabemos que no es tan agresivo como en su origen, cuando se estima que pudo causar hasta 50 millones de muertes en pocos meses. Esta evolución se debe a que se ha alcanzado esa contienda equilibrada.
UNA BATALLA SIN FIN
Algunos expertos se atreven a afirmar que con el SARS-CoV-2 estamos acercándonos a ese estado de guerra enquistada y estable. Pero antes de llegar a ese punto, el primer encuentro de una especie con un patógeno puede suponer un inicio de batalla cruento, con millones de víctimas, como estamos viviendo estos años.
El origen de una pandemia, aunque en ocasiones es difícil de reconstruir de forma exacta, siempre ocurre de la misma manera. El proceso se llama transmisión zoonótica, y consiste en que un microorganismo salta de una especie animal, donde vive uno de los mencionados equilibrios bélicos, a la nuestra, con la que comienza una nueva guerra inestable y dolorosa.
La proximidad con las especies salvajes aumenta incontestablemente el riesgo de que uno de sus patógenos entre en contacto con nuestro cuerpo. La primera invasión, como hemos visto en la actual crisis o como ocurrió en el origen de la influenza, puede desencadenar una pandemia. Después, tienen que transcurrir años hasta que las especies, invasor e invadido, encuentran un cierto equilibrio, que no la paz.
Por tanto, aumentar nuestra proximidad con especies salvajes es un grave riesgo. Los expertos dicen que este tipo de fenómenos se van a duplicar en las próximas décadas a causa de las condiciones climáticas que estamos favoreciendo. ¿Miraremos también esta vez hacia otro lado? N
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Miguel Pita es autor de libros de divulgación científica como El ADN dictador (2017) y Un día en la vida de un virus (2020). Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor. La participación de los firmantes de esta sección se lleva a cabo con el apoyo de Comunicación KrearT.