Bisontes parecen moverse conforme la luz ilumina las rocas de la cueva. Algunas manos pequeñas y rojas marcadas, probablemente de niños, se encuentran como vestigio de los humanos que existieron hace más de 35,000 años. La realización de las imágenes en la Cueva de Altamira en España implicó una concepción del tiempo a través de la luz del día y cómo esto modificaría la percepción de lo mirado. Esta experiencia, de lo que se ha denominado arte prehistórico, tenía como concepción pensar en la inclusión del espectador para dar un sentido de movimiento.
El arte inmersivo es un término de reciente uso para definir ciertas experiencias que se denominan artísticas y donde el espectador tiene una sensación de incluirse en la obra de arte. Generalmente estas manifestaciones están acompañadas del uso de la tecnología para producir espacios multimedia. Sin embargo, la idea de inmersivo no es nada nuevo en las diversas producciones que se han nombrado arte. El ejemplo de la Cueva de Altamira nos habla que desde hace miles de años existía una intención de crear experiencias vividas de movimiento e inclusión del espectador en la representación.
“El arte inmersivo no existe como una categoría o estilo como tal, sino como una forma que ha sido utilizada para referirse últimamente a cierto tipo de experiencias o cuestiones más de mercadotecnia”, señala Minerva Anguiano, historiadora del arte, antropóloga social, docente y curadora. “Sin embargo, sí existen artistas que han trabajado temas sobre la activación de las obras por medio de factores del cuerpo del espectador. Entonces, no es que exista un qué es el arte inmersivo tal cual, si acaso hay intenciones e intereses sobre cuestiones de exploración inmersiva”.
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La experiencia inmersiva ha sido un componente que se vislumbra desde la época prehistórica, pasando por las catedrales góticas que a través del manejo de la luz natural buscaron dar una sensación mística-religiosa o la arquitectura art nouveau en el siglo XIX, que ornamentaba con formas naturales para dar una sensación orgánica.
“Existen artistas que han trabajado temas sobre la activación de las obras por medio de factores del cuerpo del espectador”.
Anguiano menciona que desde el siglo XX existen experiencias relevantes sobre la cuestión inmersiva en el arte latinoamericano, comenzando por el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, quien tenía una preocupación por una experiencia total en el arte y exploraba el concepto de la escultopintura, que promovía la sensación de adentrarse en el espacio.
La curadora dice sobre Siqueiros: “Una de sus búsquedas que se puede ver hoy el La Tallera, pero también en un ejercicio que hizo en 1933 que se llamaba Ejercicio plástico y que hablaba de un mural penetrable en el que veías en el techo y el piso cómo buscaba generar una experiencia como de una burbuja para que el espectador se sintiera en un espacio matrizal”.
Otro ejemplo son los objetos sensoriales que la artista brasileña Lygia Clark creó a partir de 1966 debido a un accidente de automóvil que le ocasionó la ruptura de su muñeca, por lo que creó diversas objetualidades que ayudaran a la conciencia del cuerpo a través de la interacción del usuario con ellas.
Sin embargo, probablemente una de las experiencias más potentes que produjo la artista brasileña fue “La casa es el cuerpo”, para la 34ª Bienal de Venecia, donde recreaba el regreso al útero materno intensificando el sentido del tacto.
Los artistas ópticos-cinéticos, representados en Latinoamérica sobre todo por Venezuela, tuvieron en sus preocupaciones otorgar experiencias inmersivas a través del movimiento y los efectos visuales, especialmente en la escultura. Sobresalen las esculturas “Penetrables”, del artista venezolano Jesús Rafael Soto, como la que permanece en el Museum of Fine Arts Houston, la cual está compuesta por 24,000 tubos de PVC pintados y amarrados individualmente, suspendidos desde el techo a una altura de 8.5 metros y abarcando una extensión de 241 metros cuadrados. Los hilos, mientras están en reposo, componen un óvalo amarillo con un fondo transparente.
Por tanto, el arte inmersivo más bien es una relación y reflexión en la producción de la obra donde se pretende, de acuerdo con Minerva Anguiano, que el espectador no solo observa desde afuera, “sino que entre y se vuelva parte integral de la pieza”.
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Por supuesto que la tecnología actual ofrece otras formas de plantear lo inmersivo, uno de los ejemplos podría ser la propuesta del director mexicano de cine Alejandro González Iñárritu, quien presentó Carne y arena en 2017 donde, a través de la realidad virtual, buscó presentar la experiencia de un migrante ilegal al intentar cruzar la frontera.
Para la curadora y antropóloga social, si bien este tipo de experiencias cumplen con la sensación de ser inmersivas, pueden resultar controvertidas desde el plano de lo ético: “Resulta un poco efectista porque apela a una experiencia que quizás al observarla desde cierta seguridad no te obliga a posicionarte, sino solo a vivirla en un aquí y ahora, que es lo que caracteriza a la era actual y a la visualidad contemporánea”.
Otra de las formas en que está tomando popularidad la categoría de “arte inmersivo” es en las experiencias de la obra de ciertos artistas famosos como Van Gogh o Frida Kahlo, donde a través de las posibilidades multimedia se ofrece una experiencia sensorial.
Sin embargo, de acuerdo con la opinión de la historiadora del arte Minerva Anguiano, estas no pueden ser consideradas piezas de arte: “No es que estén mal ni bien, sino que simplemente persiguen otras cosas, tienen un interés que yo reconozco mayormente comercial. No hay tanto como un ejercicio curatorial tan denso, aunque seguramente sí hay una línea narrativa. Es esta espectacularización del objeto artístico donde es básicamente la experiencia efectista”. N