Se dice que aquello que se guarda en nuestros cuerpos es la huella del inconsciente. Un laberinto que muta de acuerdo a lo vivido, cierra y abre nuevas puertas sin previo aviso y se manifiesta, a veces como si fuera un gigante sobre una pequeña aldea otras como una criatura escondida en un bosque, amenazando en silencio con despertar en cualquier momento.
El mar siempre ha actuado sobre mi, el ruido de las olas y mirar la marea atrapa mi mente hasta que dejo de ver la línea que divide el entusiasmo de sumergirme con el miedo de perder el control y ahogarme en su inmensidad. Al menos así fue por muchos años, hasta que mi padre murió.
Solía hablar del agua y el mar como si fueran un viejo enemigo , nunca comprendí porqué, sabía que proveníamos de la costa y que , a pesar del distanciamiento de mi padre con su familia sabía que él había sido el único que decidió salir de a costa hacia la ciudad y dejar el linaje marítimo a un lado.
De Niño imaginaba que mi abuelo era como esos marineros de las películas , construía relatos en los que quizá no podíamos visitarlo porque estaba combatiendo piratas o esquivando sirenas que buscaban enloquecer a su tropa. Que era un héroe que sacrificaba pasar tiempo con quienes amaba para salvar vidas.
Cuando mi padre murió yo estaba por terminar la preparatoria , mi contacto más cercano a la familia había sido telefónico, así que por primera vez iría a conocer de donde proveníamos.
Mi madre se fue cuando yo tenía pocos meses así que siempre habíamos sido sólo los dos, no sabía que esperar, el coraje y la impotencia que sentía se volvían contra mi como el mar picado , revolcándome en culpas inútiles y remordimientos vacíos. Todo fue muy rápido, una noche un paro cardíaco fulminante y dos semanas después despertar en una casa desconocida, rodeado de rostros amables que desconcertados buscaban rasgos de familiaridad al verme.
Después de un par de semanas de alienación y aturdimiento por fin desperté al alba, Antonio, mi abuelo se preparaba cómo hacía todas las mañanas para salir al mar , hacia años que estaba retirado pero de cualquier manera sin excepción partía temprano por la pesca del día. Decidí acompañarlo, para mi sorpresa no hizo ninguna pregunta y con señas y algunos ruidos me indicó cómo ayudar y dónde acomodarme. Al sentir el aire salado en mis labios, mi cuerpo lo supo, mi corazón lo sintió; estaba en donde pertenecía.
Fue un verano increíble , aprendí con las corrientes hacia donde dirigirme, con el oído y los colores a distinguir la profundidad, los pájaros me hablaban de proximidad y el viento era mi mejor aliado, en cuestión de semanas mi cuerpo me tenía más vivo que nunca; nuestra memoria estaba hecha de agua salada arena y coral.
Una mañana cualquiera, Antonio me llamo a su lado y nos sirvió un licor suave en una copa y mirándome a los ojos se dejó ver. Entonces en él no sólo vi a mi padre sino a todos los que estaban antes que nosotros, terminé la bebida en un trago y lo abracé mientras mis lágrimas saladas fueron las que llenaron sus hombros y su cuello.