El nuevo presidente de Estados Unidos debe tomar una difícil decisión: hacer amigos o generar progreso. También hay duras lecciones que la izquierda tiene que aprender.
DOCE AÑOS después de que Joe Biden fuera proclamado como el vicepresidente de la esperanza y el cambio, la esperanza escasea y la necesidad de cambio es aún más aguda. Los progresistas tienen una de esas raras oportunidades de poner en práctica su programa de trabajo, pero necesitan practicar el tipo de juego rudo al que le han rehuido en el pasado debido a que Biden sigue enviando mensajes contradictorios. Por cada promesa de cambio transformador, envía la señal de querer apaciguar algún intento del Partido Republicano de destruir su presidencia.
Los riesgos no pueden ser mayores: uno de cada 1,000 estadounidenses ha muerto debido a una mortal pandemia, cuyo fin aún se ve lejos. Oficialmente, la economía todavía está en marcha, pero millones de personas enfrentan el desalojo, la quiebra y el hambre. Incluso la democracia se encuentra bajo un riesgo sin precedentes debido a un movimiento de insurrección alentado por el presidente saliente y sus leales secuaces del Congreso.
El camino futuro es difícil de prever en medio de la niebla de la guerra cultural, la guerra política y la amenaza de una guerra civil verdadera. Sin embargo, es claro que Biden está en una encrucijada y no está seguro de cuál camino tomar. Puede seguir los pasos de su antiguo jefe, Barack Obama, que buscó el bipartidismo, la cortesía y la concesión, es decir, un poder corporativo complaciente. O puede seguir el camino de Franklin Roosevelt, que combatió a la oligarquía, hizo frente al fascismo y se ganó el odio de los ricos.
La lección del gobierno de Obama es que se puede tener apaciguamiento o progreso transformador, pero no ambas cosas.
Obama ganó la campaña de 2008 a pesar de ser acusado falsamente de ser un socialista nacido en el extranjero y partidario de la redistribución radical, y asumió el cargo en medio de una combinación similar de división y pobreza. La psique estadounidense había sido maltratada por la guerra de Irak, y la economía había sido destrozada por una crisis financiera que arruinó millones de vidas. Ese fue su momento Roosevelt, el cual no aprovechó para forjar un nuevo acuerdo que reequilibrara la relación entre el capital y la mano de obra, sino para apuntalar el statu quo.
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• Apoyó el programa de rescate bancario de su predecesor, y luego lo eliminó para reducir el déficit en lugar de redirigirlo para ayudar a los propietarios en problemas.
• Impulsó un proyecto de ley de estímulos, el cual resultó insuficiente y terminó generando una de las recuperaciones económicas más lentas en la historia de Estados Unidos.
• Prometió un cambio con respecto al gobierno de Bush, que trató de privatizar la Seguridad Social, y luego formó una comisión para tratar de recortar el programa.
• Defendió una versión un poco más liberal de la reforma republicana a la atención sanitaria, pero evitó una lucha más contenciosa a favor de una opción de seguro de salud pública o Medicare para Todos.
• Pregonó que actuaría con severidad contra Wall Street, pero su gobierno rehusó enjuiciar a los ejecutivos bancarios, obligar a las instituciones financieras a aceptar pérdidas hipotecarias y dividir a los bancos más grandes.
• Finalmente, blindó efectivamente el gobierno de George W. Bush contra cualquier investigación sistemática acerca de sus mentiras sobre la guerra de Irak y su ilegal régimen de tortura, basándose en “la creencia de que necesitamos mirar hacia delante en lugar de mirar hacia atrás”.
En medio de todo ello, Obama disfrutó la adoración de los votantes liberales y el beneplácito de los progresistas del Congreso, que generalmente se abstenían de confrontar a los demócratas de la Casa Blanca, aun cuando el gobierno de Obama pisoteaba sus programas de trabajo.
Al buscar un terreno común con el Partido Republicano, Obama podría haber esperado algo de amistad a cambio. En lugar de ello, le dieron pocos votos en el Congreso y aún menos palabras de elogio. Entonces le propinaron una derrota en las elecciones intermedias que, de hecho, acabó con la posibilidad de realizar un cambio transformador.
Más tarde, Obama escribiría que evitó una crisis en Wall Street porque ello habría “requerido violentar el orden social”.
Esa reverencia por el statu quo, y la deferencia hacia Wall Street, finalmente ayudaron a crear las condiciones para la reacción violenta que produjo el surgimiento de Trump. Hay un dato que indica la existencia de una relación directa: en un tercio de los condados que pasaron de apoyar a Obama a respaldar a Trump hubo un aumento en el número de residentes cuyas hipotecas estaban en problemas en 2016, de acuerdo con el Centro para el Progreso en Estados Unidos.
“No habríamos tenido a Trump como presidente si los demócratas hubieran seguido siendo el partido de la clase trabajadora”, declaró recientemente a The New York Times el profesor Bernard Grofman, catedrático de la Universidad de California en Irvine. “[Obama] respondió a la crisis de la vivienda con rescates para los acreedores y las instituciones financieras interrelacionadas, y no para las personas que perdieron sus casas. Y el estancamiento de los salarios y de los ingresos para la parte media e inferior de la distribución del ingreso continuó en el gobierno de Obama”.
“DEBERÍAMOS INVERTIR EN GASTO DEFICITARIO”
Una década después no está claro lo que Biden aprendió de la experiencia con Obama.
En algunos momentos parece que finalmente se aleja de sus antecedentes de décadas como halcón fiscal recortador de presupuestos al promover la expansión de la Seguridad Social, para adoptar posteriormente la idea de cheques de estímulos por 2,000 dólares y, más recientemente, al declarar que “deberíamos invertir en gasto deficitario para generar un crecimiento económico”.
Y, sin embargo, en otros momentos ha hecho lo contrario. Inicialmente, instó a los legisladores demócratas a aceptar un plan de estímulos sin cheques de estímulos. Y, ocho días después de que un levantamiento violento de la derecha en el Capitolio destrozó al Partido Republicano, él lo resucitó y recompensó al señalar que, aunque no necesita votos republicanos, prefería llegar a un acuerdo con ellos en su primera legislación de estímulos en lugar de utilizar tácticas despiadadas para aprobar un proyecto de ley más robusto únicamente con el apoyo demócrata.
Esta versión de Biden ha afirmado que, ahora que Trump se ha ido, los líderes republicanos tendrían una “epifanía” y de repente estarían dispuestos a trabajar con los demócratas. Asimismo, según informes, ha indicado que no le interesa investigar las atrocidades del gobierno de Trump; ha dicho continuamente que “necesitamos un Partido Republicano” y prometió que “nunca avergonzaré públicamente” a los legisladores de la otra bancada.
Sin embargo, esa es la paradoja: en un Congreso estrechamente dividido es casi seguro que Biden no será capaz de realizar inversiones públicas importantes si se muestra reacio a los conflictos. Es probable que la aprobación de un programa de trabajo audaz exija una confrontación épica con los republicanos, quienes ya se preparan para ejercer acciones obstruccionistas. Después de años de derrochar recortes fiscales y gastos, los líderes republicanos de repente fingen que les importa el déficit, y si la historia sirve de guía, renovarán sus esfuerzos para bloquear los cambios a las leyes ambientales y del trabajo que Biden ha prometido para el futuro.
La izquierda tiene razón al temer que Biden se vuelva demasiado cercano a los republicanos: sus antecedentes de trabajar con ese partido han estado marcados por su colaboración con segregacionistas contrarios al transporte escolar obligatorio, por su apoyo a la guerra de Irak y por ejercer presión para recortar la Seguridad Social, y no es difícil imaginar a Biden encontrando un terreno común con Mitch McConnell en relación con esto último.
Es aquí donde los progresistas deben aprender su propia lección de los años de Obama: en lugar de ofrecer una vez más su deferencia a un presidente demócrata en su primer periodo de gobierno, deben presionar a Biden para que rechace la actitud de apaciguamiento, llevarlo a asumir una postura más combativa e instarlo a ver los primeros meses de la era de Obama como una historia aleccionadora y no como un manual de conducta. Y ya han tenido cierto éxito: lograron presionarlo para que apoyara los cheques de supervivencia por 2,000 dólares.
“Tenemos que aprobar el paquete de infraestructura, tenemos que otorgar los cheques por 2,000 dólares, tenemos que hacer un montón de cosas con un Senado dividido 50-50 y un margen muy pequeño en la Cámara”, señaló Mark Pocan, representante demócrata por Wisconsin. “Espero que no hagamos lo que hicimos cuando Barack Obama fue elegido por primera vez [y] no tratemos de llevarnos demasiado bien con todo el mundo. Tenemos que actuar y utilizar rápidamente los estrechos márgenes que tenemos para lograr nuestros objetivos”.
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Esto requerirá el tipo de astucia, disciplina y fortaleza estomacal que no hemos visto generalmente en la izquierda durante décadas. Los grupos de base tendrán que sentirse cómodos al presionar al nuevo gobierno. Los legisladores demócratas tendrán que estar preparados para chocar con Biden, incluso cuando él trate de tranquilizarlos diciéndoles “vamos, hombre”, “este es el trato”, y otras dulces tonterías.
“AUDACIA NO VISTA DESDE ROOSEVELT”
La buena noticia es que los progresistas están mejor posicionados para esta lucha de lo que han estado en años. El ala corporativa del Partido Demócrata sigue siendo poderosa gracias a su relación con los grandes capitales, pero las encuestas muestran que ha perdido la discusión en el concurso de las ideas. Muchos estadounidenses quieren un gran cambio, y lo quieren ahora, y los legisladores progresistas están fortalecidos por una base electoral que recauda fondos, una mejor infraestructura política y líderes con nombres famosos.
En la Cámara, el colegio electoral progresista cuenta con decenas de miembros, y está renovando sus reglas para ser un bloque de votación más cohesionado, de manera que pueda aprovechar el poder en una Cámara estrechamente dividida.
De hecho, el grupo, encabezado por la representante Alexandria Ocasio-Cortez y otros miembros del escuadrón persuadieron a los líderes demócratas de reformar las reglas presupuestales para facilitar la aprobación de iniciativas como un Nuevo Acuerdo Ecológico y Medicare para Todos. También pueden presionar para invocar la Ley de Revisión del Congreso (CRA, por sus siglas en inglés) para rescindir las reglas de último minuto impuestas por Trump que debilitan la protección de los trabajadores y perjudican la lucha contra el cambio climático.
En el Senado, el senador progresista Sherrod Brown dirigirá el Comité Bancario. Tras la crisis financiera de hace 12 años defendió una iniciativa para dividir los grandes bancos, pero fue bloqueada por Chris Dodd, el entonces presidente del panel, con la ayuda del gobierno de Obama. Ahora Brown está en posición de resucitar la idea; sabiendo que podría generar apoyo de ambos partidos dijo recientemente: “Wall Street no va a dirigir toda la economía”.
Mientras tanto, el senador por Vermont Bernie Sanders encabezará el poderoso Comité Presupuestario del Senado. Podrá establecer las prioridades del gasto federal y utilizar el enigmático proceso de conciliación para tratar de evadir a los obstruccionistas del Senado en elementos de gran presupuesto como el que presentó recientemente: un programa de emergencia para ampliar la cobertura médica a todas las personas durante la pandemia, independientemente de si tienen o no una cobertura de seguros existente.
En la era de Obama, los demócratas frecuentemente declinaron ejercer su poder; no utilizaron la conciliación presupuestaria para tratar de promulgar una opción de seguro público de salud, por ejemplo. En contraste, los republicanos en los años de Trump usaron la conciliación para aprobar su gigantesco recorte fiscal para los ricos y utilizaron como un arma la Ley de Revisión del Congreso para eliminar 14 normas establecidas por Obama.
Más que la mayoría de las personas en Washington, Sanders comprende el imperativo moral y político de utilizar todas las herramientas posibles para lograr un cambio. “Tenemos que actuar con una audacia que no hemos visto en este país desde Roosevelt”, declaró a NBC News. “Si no lo hacemos, sospecho que en dos años ya no formaremos parte de la mayoría”.
La campaña de Biden por la presidencia se basó en su promesa de restaurar la normalidad. Pero eso no basta para sacar a Estados Unidos del abismo y evitar la ola actual de autoritarismo, así como tampoco bastó durante la Gran Depresión.
En ese entonces, Roosevelt pareció darse cuenta de que el estado de las cosas no lograría evitar el fascismo y rescatar al país; se necesitaba mucho más.
“Debe acabarse con la conducta en la banca y en los negocios que, con demasiada frecuencia, ha dado a una sagrada confianza la apariencia de una cruel y egoísta mala conducta”, dijo en su primer discurso de toma de posesión. “Sin embargo, la restauración no solo requiere cambios en la ética. Esta nación exige actuar, y actuar ahora”.
Estas palabras siguen siendo verdaderas en este momento de riesgo: la mayor esperanza para Estados Unidos no es una insípida apología de Biden al “alma de esta nación”, sino un gobierno de Biden presionado por los progresistas para actuar y proporcionar ganancias materiales reales a la clase trabajadora.
Si esto no ocurre, entonces un nuevo autócrata de derecha aprovechará otra ola de ira contra la desigualdad, la miseria y la disfunción continuas, y es probable que esa próxima amenaza sea incluso más peligrosa que Trump.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek