La pandemia ha precipitado un aumento de sobredosis, así que los científicos han decidido cortar de raíz las adicciones.
Kim Janda asegura que ha sintetizado células inmunitarias que protegen el cuerpo humano “de casi cualquier cosa que camine o se arrastre”, incluso algunas de las toxinas más potentes conocidas, como la del ántrax, la neurotoxina botulínica y la ricina. Por ello, cuando uno de sus allegados desarrolló una adicción a las drogas, el científico del Instituto de Investigaciones Scripps decidió brindarle ayuda. Janda se preguntó si sería posible crear una pastilla o una inyección que protegiera a los adictos de las consecuencias de sus tropiezos, neutralizando la droga antes de que hiciera efecto o causara una sobredosis. De conseguirlo, podría evitar las recaídas que, muy a menudo, conducen a la muerte.
Este tipo de intervención se ha vuelto más perentoria que nunca. En las más de dos décadas que Janda ha bregado en el campo de las vacunas contra las drogas, la epidemia de opioides ha cobrado gran impulso, y pese a que científicos y funcionarios de salud pública han hecho esfuerzos denodados para combatir el problema y desarrollar nuevas estrategias, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés) señalan que las adicciones han cobrado más de 750,000 vidas estadounidenses desde 1999.
Entre tanto, los cárteles de la droga mantienen a los adictos en sus garras con nuevos productos cada vez más baratos y potentes; de ellos, el más reciente es el fentanilo, un opioide sintético fácil de producir y en extremo susceptible de sobredosis, al cual se le atribuye el reciente incremento en la tasa de mortalidad por esa causa. Y ahora, el problema se ve agravado por las condiciones creadas por el COVID-19.
En Estados Unidos, desde hace tres o cuatro meses las muertes por sobredosis han aumentado alrededor de 15 por ciento, apunta el Dr. Shawn Ryan, presidente de Defensa Legislativa en la organización American Society of Addiction Medicine (ASAM; Sociedad Estadounidense para Medicina de Adicciones), y también presidente y director médico de BrightView Health, una red de 20 clínicas de tratamiento distribuidas en Ohio y Kentucky, dos estados largo tiempo considerados como el punto cero de la devastadora epidemia nacional de opioides. Para 2018, uno de los condados donde opera BrightView había registrado una caída de 34 por ciento en la mortalidad; una reducción de 36 por ciento en los casos de sobredosis atendidos en salas de urgencias; y un incremento de más de 50 por ciento en la cantidad de adictos que acudían a pedir tratamiento.
Sin embargo, Ryan informa que, por sí solo, el coronavirus ha acabado con esos logros y en lo que va del año, los condados que cuentan con esos centros de atención han notificado de un incremento de más de 25 por ciento en las muertes por sobredosis.
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Para Ryan y otros científicos que trabajan en la primera línea de defensa, la causa de este incremento nada tiene de misteriosa. “Si hacemos una lista de los factores que inciden en la salud mental y en el problema de las adicciones, veremos que el COVID-19 reúne todas las condiciones: distanciamiento social, inestabilidad económica, interrupciones de transporte, dificultades para buscar apoyo, y ansiedad asociada con el distanciamiento. Todo eso agudiza nuestra crisis de salud mental y adicción”, explica Ryan.
A principios de la década de 1990, habiendo dedicado buena parte de su carrera a e encontrar la manera de aprovechar los mecanismos del sistema inmunológico y a desarrollar agentes que imitaran esa capacidad para atacar y neutralizar moléculas causantes de enfermedades, Janda se propuso aplicar el mismo principio para neutralizar los efectos de drogas ilegales como heroína, cocaína y metanfetamina. “La adicción es una enfermedad del cerebro”, asegura el científico. “La química cerebral que interviene en la adicción es tan compleja que no podemos atacarla con un fármaco. Lo que hace falta es un buen anticuerpo que actúe como una aspiradora y saque la droga del cerebro”.
En las décadas transcurridas desde entonces —y a pesar de las dificultades de financiación (según sus cálculos, ha recibido unos 25 millones de dólares en fondos federales para subsidiar sus vacunas contra la adicción, comparados con los miles de millones destinados a otras vacunas, como la del COVID-19)—, Janda y su equipo se las han arreglado para crear vacunas prometedoras contra algunas de las adicciones más graves, como cocaína, anfetamina, heroína, fentanilo y carfentanilo.
Con todo, ninguna de ellas ha sido comercializada hasta ahora. Si bien una farmacéutica importante obtuvo la licencia para desarrollar una de sus sustancias, la compañía terminó por abandonar el proyecto. En opinión de Janda, el problema estriba en que, incluso en el mundo de la farmacéutica, la adicción conlleva el estigma de ser un defecto moral, más que una enfermedad cerebral. Y tampoco ayuda que nadie haya conseguido sintetizar una vacuna contra alguna adicción, o que las grandes farmacéuticas perciban el desarrollo como un esfuerzo poco rentable.
Aun cuando su lucha se ha vuelto casi desesperada, ahora parece que el objetivo de encontrar un remedio para las adicciones no es un mero sueño quijotesco. Y esto se debe a que una nueva generación de científicos —algunos formados en el laboratorio de Janda— pronto podrían lanzar nuevas armas para la guerra por el cerebro del adicto.
CARRERA ARMAMENTISTA
Hay una necesidad desesperada de armas novedosas para luchar por las vidas de los 494,000 estadounidenses mayores de 12 años que son consumidores habituales de heroína; los 15 millones de compatriotas que abusan de analgésicos recetados; los 774,000 que se drogan con metanfetamina de manera regular; y los 5 millones que usan cocaína todos los días. Conforme la industria farmacéutica desarrolla opioides cada vez más poderosos, y los cárteles tratan de explotar esos descubrimientos para ganar más dinero, científicos y defensores de la salud pública se dan prisa en desarrollar contramedidas que no solo combatan la adicción, sino que también salven vidas.
Y, durante un tiempo, pareció que estaban acercándose a su objetivo. En 2018, las defunciones estadounidenses por drogas disminuyeron por primera vez en 25 años. Por desgracia, fue un logro efímero. En un informe publicado el mes pasado, los CDC anunciaron que cerca de 72,000 personas (197 al día) murieron por sobredosis durante 2019: un incremento de 5 por ciento respecto de 2018. Y a decir de la dependencia, un nuevo récord. “Empezábamos a observar un cambio bastante positivo, y todo apuntaba a que habíamos alcanzado la cima de esta terrible montaña de sobredosis y muerte”, comenta Ruan. “El problema fue que todavía no íbamos cuesta abajo”.
Además de la pandemia, hay otro factor que impulsa el repunte de esta crisis de salud: la decisión de los cárteles mexicanos de adulterar sus productos con mortíferos opioides sintéticos. Aunque el fentanilo estuvo presente de manera intermitente durante la primera década del siglo XXI, esa sustancia se ha convertido en un componente básico de las drogas ilegales en los últimos años. Y las consecuencias han sido devastadoras. El fentanilo es 50 veces más fuerte que la heroína, y dado que los consumidores no tienen manera de evaluar su potencia, Ryan opina que, hoy día, hasta 90 por ciento de los pacientes que buscan tratamiento para su adicción a los opioides han usado fentanilo.
La mezcla de fentanilo —e incluso su venta directa— es muy lucrativa. Según diversos analistas, un kilogramo de heroína rinde alrededor de 10,000 dosis, mientras que un kilogramo de fentanilo puede producir hasta 500,000. Hasta hace poco, la síntesis de precursores para drogas estaba limitada a un puñado de laboratorios, casi todos identificados y clausurados por las fuerzas policiales estadounidenses, en colaboración con sus homólogos mexicanos. Sin embargo, en años recientes han emergido laboratorios chinos que abastecen el mercado de Estados Unidos, lo cual dificulta que las autoridades sofoquen la producción de fentanilo.
“No podemos ir a China y decir: ‘Sabemos que tienen un químico que produce algo que está matando a los estadounidenses, así que háganse cargo de él’”, explica el Dr. Jonathan Caulkins, profesor de la Universidad Carnegie Mellon, experto en fentanilo y coautor del reciente informe sobre la epidemia de opiáceos que el Instituto Brookings publicó apenas en junio. “Hoy día, muchos tienen la capacidad para hacer ese tipo de sustancias químicas”, agrega Caulkins. “Por otra parte, los mercados deben tener un tamaño de comercialización mínimo. Aunque es posible sofocar los que no alcanzan dicho tamaño, los que superan esas dimensiones se vuelven sostenibles, y —en esencia— nunca desaparecen. En el caso del fentanilo, temo que ya es demasiado tarde”.
Por otro lado, el fentanilo no es el único adulterante mezclado con las drogas. Desde hace poco ha empezado a utilizarse una sustancia mucho más poderosa conocida como carfentanilo o carfentanil. De uso animal, este sedante es cien veces más potente que el fentanilo, por lo que a veces se utiliza en dardos para incapacitar elefantes. Por sí solo, el fentanilo mató a más de 1,000 personas en Ohio a lo largo de 2016; en cambio, un lote de heroína mal cortado con carfentanilo ocasionó que 174 individuos murieran por sobredosis… y en escasos seis días (comparados con el promedio semanal de aproximadamente 28 víctimas mortales).
Hasta hace poco, la mitad occidental de Estados Unidos se había librado —en buena medida— de lo peor de la epidemia de opioides. Se piensa que una razón es que los cárteles que distribuyen heroína en esa parte del país acostumbran a identificar sus productos añadiéndoles betún negro para zapatos: práctica que revela la presencia de fentanilo, pues hace que el color de la mezcla sea más claro de lo habitual (la heroína distribuida en la costa oriental suele ser blanquecina o amarillenta). Con base en lo anterior, funcionarios de salud pública opinan que el fentanilo se ha diseminado por toda la costa oeste del país, ocasionando un incremento en las muertes por sobredosis. Asimismo, sospechan que el fentanilo y otros opioides sintéticos han empezado a aparecer incluso en la cocaína y otras drogas.
Como si eso no bastara, los cárteles están inundando el mercado con nuevas variedades de anfetamina que son en extremo potentes. “Algo que hemos sabido desde hace décadas es que cuando aumenta la potencia y bajan los precios, mueren más adictos que usan esas drogas”, señala el Dr. Andrew Kolodny, fundador y director ejecutivo de Physicians for Responsible Opioid Prescribing (PROP; Médicos por la Prescripción Responsable de Opioides), y director de investigaciones en políticas sobre opioides en la Escuela Heller de Políticas y Gestión Social, Universidad de Brandeis. “Lo mismo sucede a la inversa: cuando sube el precio y baja la potencia, más adictos buscan tratamiento, pues empiezan a quedarse sin recursos”.
Según Kolodny, el repunte de la mortalidad por drogas durante 2019 pudo deberse a un aumento tanto en la potencia de las drogas como a una caída de los precios, y sospecha que esos dos factores podrían ser relevantes para el incremento de la tasa de mortalidad observado en estos tiempos del COVID-19, cuando —además— la drástica reducción del tráfico fronterizo, el cierre de aeropuertos y las calles desiertas están ocasionando que los cárteles mexicanos tengan grandes dificultades para evitar que la policía detecte a sus contrabandistas.
En opinión de Kolodny y algunos observadores, esta combinación de factores podría ser causa de que los cárteles hayan aumentado la producción de opioides sintéticos que mezclan en sus productos, y ya que el carfentanilo puede concentrarse mucho más que la heroína, esto contribuye a facilitar el contrabando de dicha sustancia. “Estamos enfrentando la diseminación de una droga en extremo peligrosa”, agrega Kolodny. “La metanfetamina nunca ha sido más barata ni más pura, y la heroína ya ni siquiera es heroína. Ahora es fentanilo. Mucho más potente”.
POLÍTICAS Y DIRECTRICES
Por todo lo anterior, los esfuerzos de científicos y expertos en salud pública que trabajan en el campo de las adicciones tienen hoy más perentoriedad que nunca.
La Dra. Nora Volkow, directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA, por sus siglas en inglés; dependencia de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos), dice que los logros más importantes en la lucha contra la epidemia no han sido los descubrimientos científicos recientes, sino las políticas ideadas para optimizar su aplicación. Por ejemplo, los funcionarios de salud pública han hecho un gran esfuerzo para expandir la distribución y aumentar la disponibilidad de naloxona, sustancia que elimina los opioides ligados a los receptores del cuerpo y que, de administrarse a tiempo, puede salvar la vida de un adicto que haya sufrido una sobredosis.
Según Volkow, algunas de las contramedidas más prometedoras de los últimos años se han enfocado en capacitar tanto al personal médico como a la policía para identificar a los adictos y ofrecerles ayuda. Y muchas veces, esa ayuda consiste en fármacos como metadona, buprenorfina y naltrexona: sustancias contribuyen a mitigar la ansiedad de los heroinómanos que quieren abandonar su adicción.
“Los médicos de urgencias no suelen intervenir en los protocolos para detectar el trastorno por uso de opiáceos ni para ayudar a los adictos a recibir tratamiento”, señala la también psiquiatra. “Sin embargo, los esfuerzos para incrementar su participación han sido muy prometedores”. Mientras tanto, numerosos investigadores han demostrado que el uso de fármacos para controlar las ansias de los adictos encarcelados puede dar buenos resultados en la rehabilitación, aun cuando la sustancia se administre una semana o incluso 24 horas antes que el individuo salga de prisión. “Es preferible a dejar que la persona regrese a una comunidad donde sus probabilidades de recaída y sobredosis son muy elevadas”, señala la médica.
Sin embargo, el COVID-19 también ha echado por tierra esos esfuerzos, ya que los adictos se resisten a visitar una sala de urgencias por temor a contagiarse, en tanto que los centros de detención y las cárceles —de sí abrumados por la gran cantidad de casos de COVID-19— han dado en liberar a los adictos no violentos “con casi nada de preparación”, concluye Volkow.
ARMA SECRETA
Un aspecto positivo del coronavirus es que ha precipitado cambios de política que benefician a los adictos. Por ejemplo, la mayor parte de las clínicas para tratamiento con metadona solían exigir que los pacientes acudieran todos los días, personalmente, para obtener el medicamento. Mas ese requisito llegó a causar problemas incluso antes de la pandemia, cuando un simple episodio de pereza evolucionaba en una crisis de ansiedad incontrolable, recaída, sobredosis e incluso, muerte. Sin embargo, desde hace poco, el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos ha autorizado que dichas clínicas proporcionen la dosis de metadona necesaria para un mes de tratamiento, lo que, en opinión de Volkow, podría marcar una enorme diferencia.
Del mismo modo, la ley requería que los tratantes visitaran personalmente al adicto e hicieran una historia clínica completa antes de recetar buprenorfina, el medicamento opioide más utilizado. Durante mucho tiempo, este requerimiento actuó como una barrera para los pacientes de zonas rurales, donde el acceso a la atención de la salud suele ser muy limitado. Ahora bien, en fecha reciente, la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) autorizó a los médicos a prescribir dicho fármaco durante una consulta de telemedicina, una medida que podría conducir a mejoras reales en los próximos meses.
Dentro de unos cuantos años, los adictos podrían beneficiarse de las investigaciones que Janda emprendió hace décadas. En 2018, dos de sus exalumnos de posgrado —Paul Bremer y Nicholas Jacob— fundaron Cessation Therapeutics, empresa privada que busca comercializar las tecnologías de Janda, incluidas sus vacunas y sus anticuerpos para la adicción.
Cessation Therapeutics está aprovechando los frutos de las investigaciones iniciales de Janda. Por ejemplo, en lo tocante a las vacunas, este científico utiliza la química sintética orgánica para introducir opioides y moléculas farmacológicas en compuestos más grandes que el sistema inmunológico puede reconocer, evitando así el inconveniente de las pequeñas moléculas de droga que dicho sistema suele pasar por alto. De esa manera, cuando el médico inyecta la droga híbrida, el sistema inmunológico del adicto la reconoce como “extraña” y empieza a producir anticuerpos que identifican y eliminan la sustancia, lo cual impide que el paciente experimente el efecto de la droga.
Con el tiempo, los anticuerpos creados ayudan a reducir la adicción. “Cuando vacunas y anticuerpos interfieren con el ‘viaje’, lo que hacen es crear una memoria”, explica Volkow, de NIDA. “El cerebro aprende así, que la sustancia que antes causaba un subidón ya no lo hace. En otras palabras, elimina la asociación con el placer. Y luego, la exposición repetida permite superar los recuerdos iniciales hasta extinguirlos”.
Las vacunas suponen una limitación crítica: su efecto se manifiesta al cabo de varios meses, ya que el cuerpo demora mucho en desarrollar la inmunidad, y lo habitual es que se necesiten dos o tres refuerzos, casi siempre con un mes o más de diferencia. Si los niveles de anticuerpos son muy bajos, las drogas pueden producir un efecto tan intenso que agotan las reservas inmunológicas que ha creado el cuerpo del adicto, por lo que, durante ese periodo, la persona puede recaer e incumplir con las vacunas de refuerzo que requiere el tratamiento. “El problema de muchos adictos es que no están dispuestos a esperar”, previene Janda.
Tampoco queda claro si la vacuna proporciona una protección persistente. Si la inyección no produce una cantidad de anticuerpos adecuada, los opioides o cualquier otra droga podrían acabar con ellos. Los investigadores esperan responder esta interrogante en ensayos clínicos de fase tres.
Estas limitaciones, aunadas a la creciente cifra de muertes por sobredosis, han orillado a Janda y a sus colegas del campo a contemplar lo que llaman “inmunizaciones pasivas”: inyecciones de anticuerpos sintetizados en el laboratorio y que podrían inocular en cantidades inmensas. Tan pronto como los administran, esos anticuerpos absorben las moléculas de droga “como si fueran esponjas”. Y aun cuando son muy costosos y solo sobreviven algunas semanas, proporcionan protección inmediata contra la droga o una sobredosis, además de que brindan el tiempo suficiente para que el sistema inmunológico entre en acción.
Los anticuerpos serían de especial utilidad en el caso del carfentanilo. Aunque las moléculas de este opioide sintético se adhieren a los mismos receptores cerebrales que utiliza la heroína, la naltrexona —el fármaco utilizado en incidentes de sobredosis— no siempre es eficaz contra esa droga. Esto se debe a que los opioides sintéticos tienen una vida media más larga que la naltrexona. Es más, una vez que el fármaco es eliminado del cuerpo, los pacientes que recibieron naltrexona para tratar una sobredosis ocasionada por un lote de heroína adulterada con otro opioide sintético pueden sufrir una segunda sobredosis, depresión respiratoria y hasta morir. “Eso no pasa con los anticuerpos monoclonales”, afirma Janda. “Tan pronto como los introduces en el organismo, la protección es total y, además, persisten durante varias semanas”.
En los próximos 12 a 16 meses, Cessation Therapeutics dará inicio a ensayos clínicos en humanos para evaluar la eficacia de un anticuerpo contra carfentanilo, el cual ya ha demostrado su utilidad en ratones y primates no humanos.
Otro equipo, formado por científicos de la Universidad de Arkansas y la empresa de biotecnología InterveXion, ha producido un anticuerpo monoclonal dirigido contra la metanfetamina, y hace poco inició la fase II de sus ensayos clínicos. “Si tienen éxito, será la primera vez que dispongamos de un tratamiento para revertir la toxicidad de la metanfetamina”, comenta Volkow, de NIDA. “Estoy muy entusiasmada con la inmunización pasiva. Es muy prometedora”.
Si todo sale bien, las terapias con anticuerpos podrían llegar al mercado en unos años y a la larga —con un poco de suerte— les seguirán las vacunas, una combinación que dará a los médicos poderosas armas para combatir los estragos de las drogas ilegales. Y no hay tiempo que perder, ahora que el COVID-19 ha dado en cebarse en los adictos.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek