“Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”: Albert Camus.
Ha llegado el momento de hacer una confesión. No hace mucho estaba sentada en el suelo en una zona remota de la India cuando me ofrecieron un plato de arroz y carne. Como hija del mundo occidental no pude evitar preguntarme de dónde venía esa carne. Mis anfitriones se miraron de reojo (¡nunca es buena señal!) antes de responderme con una sonrisa: “Carne tribal”.
Era un murciélago. Lo que estas personas locales daban por sentado como parte de su forma de vida, a mí me trajo una anécdota más con la que adornar mi estatus de aventurera entre mis amistades en Europa. Entonces, hace unos meses, algo pasó, algo que parecía parte de una película, algo que ningún ciudadano ordinario imaginaba posible en la realidad.
En uno de esos mercados en la ciudad china de Wuhan donde se venden productos frescos, entre ellos animales silvestres, algo salió mal para los humanos. Según el gobierno chino, la epidemia del COVID-19 surgió allí, puede que de un murciélago. Y aunque cada vez se duda más de esta primera explicación del origen, nada cambia la velocidad con que se propagó el virus; como también lo hicieron los prejuicios, la desinformación y las evidentes profecías falsas que con ella vinieron. Los Ángeles del Apocalipsis, capitaneados por los conservacionistas de la naturaleza y los especialistas de oficina enseguida exigieron el cierre de los mercados y acabar completamente y de forma global con la “caza furtiva”, el consumo y el “tráfico” de animales silvestres.
Además lee: Coronavirus ahora acecha a 38 pueblos indígenas de Brasil
Un “detalle” que se les escapaba a estos conservacionistas entusiastas de la naturaleza, que normalmente encuentran un supermercado al lado de la puerta de su casa y disponen de dinero para comprar alimentos en él, es que los animales silvestres son tanto una fuente principal de proteína, como parte esencial de la identidad de muchos pueblos en África y Asia. Un número importante de europeos y americanos tampoco hacen ascos a una pieza de caza de temporada en sus platos. Pero los cantos apocalípticos de los conservacionistas no acaban ahí. Con la epidemia como excusa, también culpan a la pérdida de biodiversidad y a la urbanización de causar la enfermedad (sin vínculos demostrados) para promover más “áreas protegidas” y solucionar el “problema” de la sobrepoblación. Todo esto, reivindican, está basado en la ciencia. No es cierto. En realidad, los argumentos que utilizan para prohibir el consumo y comercio de animales silvestres se basan en especulaciones, medias verdades, falsedades deliberadas, prejuicios occidentales y el espectro del ecofascismo. Esta prohibición sería desastrosa para las tierras y formas de vida de los pueblos indígenas en todo el mundo.
LOS CANÍBALES Y LA CIVILIZACIÓN
“No soy racista, diría exactamente lo mismo si los hábitos alimenticios en Nueva Zelanda causaran esto. Asia y África deben ser obligadas a acabar con el consumo de animales silvestres y cerrar estos crueles y antihigiénicos mercados para siempre”, dice uno de los muchos tuits clamando que los africanos y asiáticos son sucios y crueles por sus hábitos alimenticios, y autoconvenciéndose de que su visión no puede ser racista en modo alguno. No parece importar si hay o no evidencia firme que vincule los mercados informales a las pandemias. Tampoco que algunas pandemias (algunos creen que el COVID-19 puede serlo) se hayan generado a través de los animales de granja que a “nosotros” nos encanta comer, como pollos y vacas. La mortífera gripe aviar, por ejemplo, vino de patos domésticos, y la famosa enfermedad de las “vacas locas” que golpeó a los británicos en los años 1990 vino de sus amadas reses. No parece relevante tampoco que la carne procesada, como la de hamburguesas y perritos calientes, resulte en la muerte de 60,000 estadounidenses cada año. “Nuestra” comida sigue percibiéndose como saludable; siempre es lo de los “otros” lo que vemos como supuestamente “antihigiénico”.
La Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre (WCS según sus siglas en inglés), “la organización de conservación de la vida silvestre más completa del mundo”, va más allá en sus exigencias. Ahora reclama el derecho, y presumiblemente el deber, de decirle a la gente de cualquier parte del mundo qué es lo que debería comer, y en un tono que oscila entre el paternalismo colonial y la histeria más absurda. “Para evitar futuros brotes epidémicos graves como el COVID-19, WCS recomienda interrumpir toda actividad comercial relacionada con la vida silvestre para consumo humano (particularmente aves y mamíferos) y cerrar todos los mercados de este tipo”.
WCS es conocida por gestionar el Zoo del Bronx de Nueva York, un recinto fundado por cazadores de caza mayor en el que ahora mismo 4,000 animales están encerrados en jaulas. En sus intentos de prohibir el consumo de animales silvestres admite que puede haber excepciones para “pueblos indígenas y comunidades locales para quienes otras fuentes de proteína no están disponibles generalmente, y otras personas que cazan para el autoconsumo”. Pero para aquellos que no tengan alternativas, continúa, “hemos de asegurarnos de que tengan acceso a la producción avícola, pescado, invertebrados y en algunos casos a la proteína vegetal”.
La arrogancia de los conservacionistas de la naturaleza dictando qué pueden comer los pueblos indígenas, y de paso todos los demás, es abrumadora. Obviamente no les importa el valor cultural y simbólico que la comida representa para cada pueblo, ya sea el francés o indígenas de las selvas del Congo (conozco bien ambos). Sencillamente no se puede suplantar una proteína por otra, como la misma WCS ha descubierto en sus repetidos intentos fallidos por reemplazar la carne de caza por carne de vacuno para los habitantes de zonas cercanas a las Áreas Protegidas en África. La manera en que una sociedad se alimenta, como cualquier estudiante de primero de antropología sabe, tiene repercusiones profundas y depende de la economía social, las costumbres, el género, la religión y las arraigadas connotaciones históricas con la tierra y sus animales.
Pero ese no es el único problema: ¿qué pasa si prohibimos el comercio y consumo de animales silvestres allá donde no hay otras fuentes de proteína disponibles? ¿Dejamos que más personas mueran de hambre? ¿Es que depender de la producción industrial alimenticia, con su enorme impacto medioambiental, en la salud y la economía, es por alguna razón “mejor” que el consumo sostenible de animales silvestres?
El racismo latente que se esconde tras declaraciones de proteínas buenas frente a proteínas malas es similar a la distinción entre cazadores furtivos y cazadores en la narrativa conservacionista tradicional. Los nativos africanos que cazan animales, incluyendo cuantiosos antílopes, son “furtivos”. Los europeos y americanos que disparan a elefantes y otros animales protegidos, generalmente pagando a lo grande para ello, son “cazadores”. No es coincidencia que los conservacionistas de la naturaleza estén aprovechando el virus para exigir no solo el cierre de mercados informales, sino también más dinero para su supuesta “lucha contra la caza furtiva”. Reclaman que la ciencia les ampara. En realidad, no hay conexiones: algunas especies de murciélago, por ejemplo, ni siquiera están protegidas y pueden cazarse legalmente.
Algunos de los llamados “furtivos” que acaban siendo torturados, violados y asesinados por guardaparques financiados por organizaciones como WWF y WCS, son en realidad indígenas que cazan para alimentar a sus familias, y a veces hasta se les acusa de caza furtiva cuando ni siquiera estaban cazando. La prohibición del consumo de animales silvestres inevitablemente traerá más violencia y represión contra las poblaciones vulnerables y las condenará a pasar más hambre. Y, por supuesto, no evitará las pandemias.
DEMASIADOS, DEMASIADO POBRES
Los conservacionistas de la naturaleza han aprovechado la crisis como oportunidad para criminalizar las formas de vida de una parte importante de la población mundial, formas de vida que no aprueban. Esto refuerza la falsa separación entre las personas y los animales silvestres y potencialmente multiplica el tamaño de las áreas protegidas, sea cual sea el coste humano que ello suponga.
Naturalmente, a lo largo de la historia, durante las epidemias se ha pasado siempre por momentos de miedo generalizado en los que los más vulnerables y desposeídos han pagado el precio más alto. Quizá tengamos la sensación de que estamos atravesando un momento único en la historia, pero en realidad las plagas y otros desastres llevan miles de años afectado a la humanidad.
Durante la peste negra que golpeó a Europa en torno al 1348, se estima que entre un 30 y un 60 por ciento de la población europea murió. Algunos europeos culparon a diversos colectivos durante la crisis: judíos, el clero, extranjeros, mendigos, peregrinos, leprosos, cíngaros, etcétera. Quienes padecían enfermedades visibles como el acné, la psoriasis o la lepra eran asesinados sistemáticamente. Durante la epidemia del cólera que asoló a Europa en 1832, los miedos políticos y sanitarios se cristalizaron asociando su causa con la naciente clase obrera. Los poderosos concluyeron que la epidemia nacía de los sucios hábitos de los pobres; en su nueva y creciente economía capitalista industrial, la pobreza se veía como el mal. La histeria en las redes sociales actuales que culpa del virus a la sobrepoblación en Asia y África y proclama que la “humanidad es el virus” no es nada nuevo.
Algunos conservacionistas de la naturaleza sostienen que la pérdida de biodiversidad contribuyó a la expansión del virus. Pero quienes culpan al tráfico de vida silvestre permanecen callados respecto a la principal causa de esta pérdida: el consumismo o consumo excesivo. De hecho, parecen no tener ningún problema en aliarse con algunas de las industrias más contaminantes y destructivas del planeta, entre ellas las compañías madereras y fabricantes de armas.
Incluso si una acepta el vínculo entre la pérdida de biodiversidad y la propagación del virus, lo que es altamente discutible, culpar al sur global es tan racista como inútil. No olvidemos que la mayor parte de la demanda de recursos que causa la degradación de paisajes y el desastre ecológico es, con gran diferencia, del norte global, no del supuestamente superpoblado sur.
Y no olvidemos tampoco que muchos pueblos indígenas y comunidades locales que viven de forma sostenible en gran parte de las zonas más biodiversas del planeta están siendo expulsados de sus tierras, despojados de su vida autosuficiente y forzados a vivir de forma miserable y marginal en ciudades, contribuyendo a la superpoblación urbana. ¿Quién los empuja a ello? Los conservacionistas de la naturaleza, las industrias extractivas y otros sectores del norte global.
Acusar a los más pobres y vulnerables y forzarlos al sacrificio para protegernos a nosotros mismos y nuestra forma de vida es “ecofascismo”, una ideología que, bajo el pretexto de proteger la naturaleza, pretende garantizar la supervivencia de una forma de vida única, practicada por personas supuestamente “superiores”, a expensas de otros cuya vida vale menos.
El eslogan “la humanidad es el virus” ignora el hecho de que no todos los humanos han contribuido a la destrucción del planeta, y paradójicamente quienes más lo han hecho son quienes ahora exigen la prohibición del consumo de animales silvestres y reclaman más áreas protegidas. Todo esto destruirá las vidas de los pueblos indígenas, de lejos los mejores guardianes del mundo natural que compartimos. Una respuesta franca a nuestros problemas medioambientales requeriría que los pueblos indígenas y tribales ocuparan la primera línea de la discusión, priorizando sus voces y reconociendo su derecho a la tierra.
Hay quienes sostienen que el horror causado por la peste negra en la Europa del sigo XIV provocó un cambio de mentalidad que contribuyó a la aparición del Renacimiento. También el coronavirus puede traer cambios profundos en la forma en que percibimos el mundo y las sociedades humanas. ¿Se impondrá la visión de los ecofascistas? ¿Conseguirán explotar el miedo y el pánico para ganar partidarios de sus aberrantes y tendenciosas perspectivas? ¿O seremos testigos de un nuevo “renacimiento” en el que reconozcamos que la diversidad humana es la llave para proteger nuestro planeta, y aceptemos que vivir de los animales silvestres es clave para muchas de las culturas del mundo, y tiene muy poco o nada que ver con las especies en peligro de extinción y los virus mortales?
La respuesta, como siempre, descansa al menos en parte en nuestras manos.
—∞—
Fiore Longo es investigadora en Survival International, el movimiento global por los derechos de los pueblos indígenas. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad de la autora.