En esta entrevista, el escritor español revela que no escribe libros que den soluciones, sino que le gusta ahondar en los territorios interesantes e intrincados. Y más en aquellos que tienen que ver con los laberintos de la memoria.
Si en Rendición, la novela con la que ganó el Premio Alfaguara 2017, Ray Loriga construye una fábula luminosa sobre el destierro, la pérdida y los afectos, en su obra más reciente, Sábado, domingo, le apuesta a la naturaleza de la memoria, a la culpa y a la evasión cuando aceptar la realidad parece imposible.
Hace unos años, el escritor español se hallaba en un restaurante de Madrid bebiendo café mientras leía un libro. En la mesa de junto, un par de jóvenes cortejaban e intentaban ligar a la mesera que los atendía. Como ella respondía con risitas y sonrojos a los piropos, ellos se decían ¡esta ya cayó! cuando ella se iba a servir otras mesas.
“Frente a esa actitud de machitos presuntuosos, ingenuos, que no inocentes, de dárselas de muy hombrecitos, y como ella al final quedó de verse con ellos a la salida, me quedé pensando en qué sería de estos tres”, cuenta Loriga sobre el detonante que disparó la escritura de su nueva novela.
“Me interesa la naturaleza de la memoria, la escurridiza y resbaladiza y poco fiable naturaleza de la memoria”.
“¿Qué sería de ellos tres? ¿Se arrepentirían de haberse citado? ¿No se arrepentirían? ¿Qué sucedería? Quizá no sucedió absolutamente nada, pero para mí fue un motor.
“No obstante —continúa—, habría que diferenciar entre el detonante de la trama y el detonante de la idea. La trama es importante, pues no es una novela de misterio, pero tiene misterio; y no es una novela de suspense, pero tiene suspense”.
Sábado, domingo describe una historia y vuelve a contarla 25 años después. En la primera narración, un adolescente relata un suceso escabroso: él y su amigo Chino salen un sábado y ligan con una camarera. La noche, que en primera instancia iba bien, se tuerce y acaba en desastre. El sábado termina tan funestamente que el narrador posteriormente se niega a recordarlo.
Veinticinco años después, el narrador conoce en una fiesta a una mujer que se oculta tras un disfraz. La conversación, aparentemente casual, pronto lo conduce a aquella noche. No hay más remedio que aceptar que finalmente es domingo, el día que lo obliga a enfrentarse al pasado.
“Espero que el lector no se aburra, cosa que me parece siempre esencial”, dice Ray Loriga en entrevista con Newsweek México. “No me dedico a la literatura de entretenimiento, pero considero esencial que la novela no sea aburrida”.
El trabajo de los escritores, añade, es llevar y traer al lector de la mano, agarrarlo y no soltarlo, pues una vez que ha tenido a bien elegir su libro, el autor no puede dejarlo tirado por el camino.
Por ello es importante que la novela “tenga sentido del humor y una peripecia medianamente atractiva, cosa complicada porque está todo escrito ya, pero que tenga cierta voz, cierta personalidad.
“Hay una parte fascinante de los libros, que es el lector —prosigue—. El lector es la cuarta pata de la mesa. El escritor es una, el editor es otra, la promoción es otra, pero al final la pata esencial es el lector, y cada uno le da su ángulo, incorpora sus propias vivencias, ideas, su propia manera de dilucidar las cosas. Como autor pretendes atraparlo y agarrarlo, pero no sabes exactamente desde qué ángulo verá tu obra”.
El Premio Alfaguara que obtuvo en 2017 es apenas una de las varias distinciones que Loriga ha recibido a lo largo de 30 años de carrera literaria.
Nacido en 1967, además de novelista y guionista es director de cine. Su obra literaria, traducida a 14 idiomas, incluye novelas como Lo peor de todo, Caídos del cielo, Tokio ya no nos quiere, El bebedor de lágrimas y Rendición.
Como guionista ha colaborado con cineastas como Pedro Almodóvar (Carne trémula) y Carlos Saura (El séptimo día), y como director ha dirigido las películas La pistola de mi hermano y Teresa, el cuerpo de Cristo.
—Algunos escritores escriben lo que quieren, pero otros escriben lo que el lector desea leer. ¿No es así?
—Yo nunca he escrito lo que el lector quiere leer porque no sé lo que desea. Eso de alguna manera me ayuda. Quizá por eso nunca seré un best seller, en absoluto. Mis libros se han vendido lo suficiente como para traerme hasta acá y feliz, no me quejo, de hecho, creo que elegí esta manera de escribir. Pero tampoco me importaría ser un best seller, eso quiere decir que tus libros se han vendido por millones y me encantaría, pero lo que nunca debes hacer es intentar cazar esos millones de venta porque es imposible.
“Creo que se escribe por la fascinación que provoca la escritura en sí misma, no por salvar la vida ni por confesar nada”.
“No quiero ser elitista con la idea de best seller, pero creo que Stephen King escribe exactamente lo que él quiere escribir, y otra cosa es que haya atrapado a tantos millones de lectores. Me encanta Stephen King, por eso lo utilizo como ejemplo, Agatha Christie también me gusta muchísimo, pero creo que no escriben de manera artificial ni calculada. Suele pasar que los escritores digamos de rango, de prestigio literario, tienden a pensar que podrían escribir un [John] Grisham, un Stephen King, solo que no quieren porque están en una especie de estrato más elevado de la cultura.
“Yo creo que eso es mentira —continúa—. Pienso que no les nace, no es la manera en la que escriben. Y pienso que escritores que sí lo han conseguido sí pueden. Te he puesto ejemplos de escritores que considero muy buenos, magníficos, que llegan a un gran público. Pienso que su trabajo no es un algoritmo, no es un cálculo, es la manera en la que escriben”.
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—¿Es difícil construir personajes que se encuentren de un sábado a un domingo 25 años después? ¿En qué radica esa complejidad?
—De alguna manera, aunque tú no lo cuentes en el libro, tienes que asumir, a la hora de narrar, que los tienes que haber pasado por todo ese tiempo, y que sigan siendo más o menos como lo que fueron, con todos esos 25 años incluidos. Me gustaría pensar, o así lo pensé cuando lo hice, en una causa geológica: uno podría estar mirando una roca durante cien años, y si viviese más tiempo, durante mil años, pero en ningún segundo vería un cambio. Sin embargo, si te separas mil años de esa piedra, si la miras mil años después, sí verás el efecto de la erosión. Y esa es la manera en la que pensé la novela.
—Tal como sucede con los hijos: no se notan los cambios porque los padres los ven todos los días…
—Exacto, tal como pasa con los hijos. Yo tengo uno de 20 y otro de 15, y tú los ves todos los días, y cuando vas a ver a un primo, un tío, alguien que vive fuera o viene alguien de fuera, se pregunta: no puede ser, ¿es el mismo? Y tú que estás todos los días mirándolo no has visto ni un solo cambio. Son cambios tan sutiles y tan constantes, hablando de los hijos y la geología, que no podrías verlos. Igual que cuando se abren las flores o cuando una planta se mueve o cuando un árbol crece: solo si le pones una cámara fija que saque una foto cada determinada hora verías el cambio. Pero si te sientas a mirarlo, no lo verías crecer ni un milímetro. Y eso era lo que me interesaba con mis personajes.
—¿Cuál es tu reflexión? ¿Cuál es el papel que desempeñan los recuerdos oscuros en el futuro de los seres humanos?
—No solo los recuerdos oscuros como culpa. Me interesa más la naturaleza de la memoria, la escurridiza y resbaladiza y poco fiable naturaleza de la memoria. La memoria ordena y cambia en todo. Por poner un ejemplo muy bobo, la memoria puede cambiar de pronto porque olvidaste algo en un sitio y piensas que es una desgracia, pero luego alguien te lo devuelve y conoces a una persona y de pronto lo que pensaste que era malo se vuelve diferente. La memoria, fuera de los hechos, también elige cómo matizar, cómo cambiar. Selecciona, elimina, es tremendamente caprichosa. Es la naturaleza, creo, del cerebro, que utiliza, de lo sucedido, lo que es útil. Y lo que es útil no tiene otra causa que la supervivencia. De alguna manera, una parte inconsciente te va imponiendo lo que piensa que es necesario para sobrevivir. Y eso puede convertirse en crueldad, en egoísmo, en un millón de cosas.
—¿Entonces cuál consideras que es la mejor forma de enfrentar el pasado y las culpas que conlleva?
—Con un buen abogado y mucho dinero. Pero eso no siempre es posible, un buen abogado cuesta mucho dinero. Lo mejor es no meterse en líos si no puedes pagar un abogado —risas—… No lo sé. Pero hay una cosa que sí sé: no escribo libros que den soluciones. Escribo libros que ahondan en conflictos, en problemas, en territorios que a mí me parecen interesantes precisamente por lo intrincado. Lo que no pretendo ni pienso que compita a la literatura es solucionar las cosas ni dar moralejas. Aparte, la solución de uno no es la de otros, eso lo vuelve imposible.
—Pero hay quien dirá que una forma de expiar las culpas es, justamente, escribiéndolas. Otra será confesándolas.
—No creo demasiado en la confesión ni en la escritura como expiación personal —concluye Loriga—. Creo que se escribe por la fascinación que provoca el artefacto literario, por la escritura en sí misma, no por salvar la vida ni por confesar nada. Es una cuestión de mero interés en las formulaciones humanas y la manera de contarlas, pero no creo que te ayude. Y en cuanto a la confesión, la abandoné cuando era niño; yo iba a la iglesia al principio creyendo en Dios, y luego porque iban las chicas guapas a la misma hora, y yo las veía, aunque sea de lejos.