Ante el tsunami de migraciones y peticiones de refugio que vive el país, miembros de la sociedad civil trabajan difundiendo modelos de educación para la paz y dando apoyo para que los inmigrantes puedan rehacer sus vidas.
ES DÍA DE SAN VALENTÍN. Desde muy temprano, en las calles se observa a hombres y mujeres portando globos en forma de corazón, flores coloridas y muñecos de peluche. En un colegio ubicado en el sur de Ciudad de México estudiantes de preparatoria se preparan para tratar de entender lo que supone mostrar aprecio y respeto por personas desconocidas. Que esto ocurra un 14 de febrero es mera coincidencia. Nada tiene que ver con el tradicional festejo del Día del Amor y la Amistad.
Durante 120 minutos los adolescentes de clase media alta intentarán ponerse en los zapatos de personas que, en cualquier frontera del mundo, súbitamente se vieron forzadas a abandonarlo todo para huir hacia tierras ajenas; donde harán frente a amenazas y agresiones de tipo racial, étnico, político o religioso.
Desde un aula en la que habitualmente su entorno escolar acontece de forma apacible se transportarán hacia espacios inimaginables. Comprenderán con mayor claridad lo que para un ser humano supone ser desplazado de manera forzada; lo que implica volverse “refugiado político” —una condición en la que hoy están casi 60 millones de personas en el mundo.
Sentados frente a largas mesas, los chicos de suéter azul marino y pantalón gris Oxford observan una caja de guerra. Se trata de un pesado estuche de metal verde que hace 25 años portó municiones para fusiles M13 detonados en Bosnia. Es entonces cuando José Luis Loera —el instructor que les da la charla y que es un reconocido psicólogo con posgrados en estudios de cultura de paz, educación en valores y refugio, por las universidades de Barcelona y Oxford— saca un grueso casquillo percutido y diversas fotografías que analizarán a detalle.
En las imágenes se ve a niños, mujeres y hombres en circunstancias diversas. Los hay de distintos colores de piel, tipos de cabello, fisonomías, religiones; condición social, política y económica. Fueron captados en momentos precisos que dejan a la vista su condición de “extranjeros”. Algunos rostros expresan ese dolor de tener que huir para salvar lo más preciado que existe: la vida.
La intolerancia e incapacidad de resolver mediante el diálogo y acuerdos problemas o diferencias internas va en aumento. Cecilia Jiménez Damary, relatora especial de la ONU sobre los derechos de los desplazados internos, cifra en 14 millones a los desplazados por conflicto y violencia en el interior de los países tan solo en 2018.
El número de personas que huyen de sus naciones también crece. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ha informado que 40 por ciento de quienes son forzados a dejar sus países es por causa de la violencia.
Y México es en la actualidad un territorio donde personas de 40 nacionalidades buscan refugio. Gerardo Talavera, de Casa Refugiados, dice que “el flujo ha cambiado mucho en los últimos años, en 2018 atendimos a personas de 40 países”.
En su reporte más reciente, fechado el pasado 31 de enero, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) identifica en orden de incidencia a ciudadanos venezolanos, salvadoreños, hondureños, guatemaltecos, nicaragüenses y de “otras” nacionalidades. En lo que va de este año, el mayor número de solicitantes de refugio políticos son de Honduras, Venezuela, El Salvador y Guatemala.
FES CRUZADAS Y ESPERANZA
En el aula los chicos describen lo que miran en las fotografías que les fueron proporcionadas. “Mujeres centroamericanas cargan a sus hijos o los llevan de la mano, no tienen nada consigo, solo lo que visten y así dejaron su hogar”, comenta una alumna.
Otro estudiante de cabello rizado y voz firme, hace un análisis detallado y profundo: “Mi foto es de un hombre que se llama Abdul; vivía en Siria, pero se tuvo que mudar a un campamento de refugiados en Líbano. Tiene unas llaves en sus manos, son de su departamento, porque él tiene la esperanza de que un día pueda regresar, cuando se acabe el conflicto”.
El adolescente prosigue: “Para mí esto es muy triste porque representa un problema mucho más complejo: y es que Abdul tiene la esperanza de volver a su casa; y el grupo armado tiene la esperanza de ganar; y el gobierno de controlar a su manera, entonces se vuelve una situación confusa de quién tiene la razón, porque cada uno tiene necesidades diferentes y llegan a extremos para cubrirlas y por hacerlo se crean situaciones como la de Abdul que tiene que abandonar su casa. Esto para mí simboliza la intolerancia, la falta de poder resolver conflictos hablando, y simboliza las causas por las cuales no podemos resolver conflictos: porque nadie está dispuesto a solo sentarse y ceder un poco. Cada uno quiere hacer lo que cree necesario”.
–¿Con qué palabras definirías lo que ves? –le pregunta José Luis.
—Fes cruzadas —responde contundente.
“Este es un niño refugiado que está de la mano de una persona que no es su papá, pero él sonríe” –dice otro estudiante. Y agrega vehemente: “Yo le llamo ¡esperanza!”.
Lo que sigue para estos alumnos es pensarse en una situación similar y hacer un inventario de lo más preciado que pondrían en una maleta. Enlistar todo lo que para ellos tiene un valor emocional o material y luego comenzar a borrar todo lo que tendrían que irse desprendiendo mientras su travesía avanza: personas amadas, pertenencias… Y continuar borrando y borrando hasta quedarse sin nada en su lista, excepto con un horizonte donde hay una sola posibilidad: la de sobrevivir.
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Se les ve inquietos. Unos están tristes; otros, pasmados; algunos más, reflexivos.
Cada uno va expresando lo que le dolería dejar más: “mi casa”, “a mi hermano”, “separarme de mis padres”.
“¡Todo esto me genera enojo!”, dice un chico y por el tono de su voz pareciera que realmente se ha podido colocar en los zapatos de su hipotética condición de refugiado.
“¡A mí ya no me queda nada!”, se lamenta otro joven con pesar.
El ejercicio ha logrado crear una atmósfera de visible sensibilización ante las situaciones de desplazamiento forzado y la necesidad de refugio.
“¡Ahora volvamos al salón! —solicita el instructor—. ¡Su proyecto de vida sigue intacto! ¿Qué sienten?”.
Las frases llueven sin parar:
“¡Mucho enojo!… “Que todo esto que platicamos no es tan lejos, porque cualquiera de nosotros podría vivirlo”… “Cualquiera puede estar en esta situación”… “Ahorita me cae el veinte de muchas cosas. Esta mañana solo me preocupaba por elegir la ropa que me pondría y ahora pienso en las personas que no tienen nada”… “Yo pensé en cómo no aprecio lo que se me ofrece para comer, y en una situación así me arrepentiría de mi comportamiento”… “¡Debemos indignarnos de las condiciones que están poniendo en esta situación a una persona!”.
Con sus reflexiones los estudiantes van aportando piezas de un rompecabezas de conciencia social. En voz alta continúan lanzando ideas de cómo hacer para que las personas que en la actualidad continúan llegando a México tengan en verdad una opción de retomar su vida.
EDUCAR PARA LA PAZ
Travesías es un taller de “Educación para la paz” de Casa Refugiados, una asociación civil apartidista, laica y sin fines de lucro, cuyos integrantes, desde los años 90, comenzaron a asistir a quienes huyendo de las guerras de Centroamérica buscaron y buscan refugio en México.
José Luis Loera, con apoyo de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, solía abocarse a reunir víveres para los refugiados asentados en campamentos del estado de Chiapas. Este hecho lo marcaría e incidiría en un proyecto futuro: cuando kaibiles guatemaltecos (soldados de élite del Ejército de Guatemala) se internaron en territorio mexicano persiguiendo a sus connacionales para asesinarlos. Loera se percató del nivel de vulnerabilidad de los refugiados políticos y de la apremiante necesidad de establecer redes de protección fomentando una cultura de “Educación para la paz”, como él mismo la define.
Posteriormente, como oficial de ACNUR, viajó a Bosnia Srebrenica en guerra, uno de los episodios más cruentos de la otrora Yugoslavia, que saldó el mayor número de víctimas después de la Segunda Guerra Mundial: 98,000 vidas y un millón de desplazados en una feroz y salvaje limpieza étnica sistémica entre musulmanes, serbios y croatas.
“Estuve en la zona de la peor matanza. La limpieza étnica implicaba eliminar personas, ese era el objetivo, y en ese contexto hacer un trabajo comunitario era muy frustrante. Vi directamente el impacto de la violencia extrema en la sociedad civil”.
Todas esas experiencias las canalizó en construir una agenda propia de “Educación para la paz”, para apoyar a las personas refugiadas a una integración e inserción sociocultural.
“Viendo esos efectos extremos de la violencia —prosigue— tuve la certeza de que se tenía que hacer un trabajo preventivo”.
“Educación para la paz” tiene dos vertientes: la primera es la preventiva: consiste en crear espacios de reflexión particularmente entre la población mexicana; propiciar encuentros que permitan ir generando herramientas e inquietud para movilizar a las personas en función de construir paz. Es un primer acercamiento básico pero muy significativo y, sobre todo, que lleva a propuestas prácticas reales. Eso nos ha permitido conformar una serie de aliados, sin los cuales no podríamos generar condiciones de integración real de los refugiados”.
El modelo que José Luis Loera concibió ha crecido como un sólido roble cuyo tronco toral es la educación para la paz. Y poco a poco se han extendido sus ramas hacia las distintas necesidades que tiene una persona refugiada, desde la salvaguarda de la vida, la asesoría y el apoyo legal para la regulación de su estatus migratorio; también, la cobertura de sus necesidades básicas de subsistencia, la atención de la salud física y emocional, así como un énfasis especial en el proceso de integración social, que implica las posibilidades de empleo, educación y entorno recreativo.
Estas ramas se expanden en un trabajo colectivo que él simplemente define como “redes”.
El trabajo proactivo con el enfoque de “Educación para la paz” como columna vertebral, que realiza Casa de Refugiados, los coloca como facilitadores o puentes de dichos procesos.
“Somos —dice Gerardo Talavera, director actual de Casa Refugiados— redes solidarias que de manera colectiva hacemos acciones positivas para las personas refugiadas”. Su objetivo lo tienen claro: dotar de resiliencia a los refugiados.
Resiliencia en su definición original proviene de la física: hablamos de la capacidad de un cuerpo de retomar su forma original después de haber sufrido algún tipo de movimiento. Para un refugiado esto “tiene que ver más con un estado de ánimo que con un espacio físico, porque la persona no va a volver a su estado original, pero podrá ser resiliente cuando se reconstruye, a como se comportaba antes de sufrir el trauma que lo llevó a dejar su país. Y nosotros tratamos de que les sea más fácil la resiliencia”, agrega Talavera.
Y el tender puentes de comprensión está dando frutos. Por ejemplo, padres de familia de los colegios donde se ha realizado el taller Travesías, han brindado empleo a personas refugiadas.
La intensa labor de esta asociación es palpable en su quehacer cotidiano. Un crisol de profesionales …abogados, psicólogos, promotores, administrativos— van y vienen en su oficina ubicada en una antigua casa de la colonia Escandón, en CDMX.
SOLES Y FLORES DE COLORES
“La Educación para la paz es un ejercicio de ida y vuelta, de espejo, entre personas refugiadas y la sociedad que los recibe”, dice Guadalupe Beltrán, una maestra jubilada que tiene a cargo el Proyecto Taika, un taller que, en sesiones de tres horas, con materiales literarios principalmente, propicia ambientes de terapia colectiva y catarsis.
“La literatura nos articula, nos brinda posibilidades de autoconocimiento del otro y de pensar en un cambio. Los libros generan el efecto del espejo, ventana y puerta, el espejo donde yo me miro; la ventana porque termino mi texto y miro que está sucediendo afuera; pero lo mejor es cuando abro la puerta y digo: ahora qué voy a hacer. Como sociedad eso es lo importante, ver lo que está pasando y ver lo que tú en lo cotidiano vas a hacer”.
–¿De qué manera incide en el refugiado?
–La Educación para la paz le lleva a reconocer la otredad y en la otredad reconocerme a mí mismo, y a comenzar a reconocerse y dejar de sentirse “el extranjero” es el primer paso.
Beltrán realiza sus dinámicas también entre las caravanas migrantes. En ellos, explica, “hay una zozobra permanente. Los niños están nerviosos, sus padres también lo están y todos se contienen, por eso la importancia de generarles ambientes donde sientan confianza, expresen lo que sienten, y sobre todo reafirmen la esperanza en su futuro”.
–¿Cómo reflejan la esperanza?
–Dibujando soles o flores pintadas de colores.
El Taika (paz, en lituano) es otro eslabón de este aparejo cuyo tejido nos va llevando hasta la colonia Roma, donde yace parte del alma del proyecto.
LA OTRA ROMA
Las transitadas avenidas en las inmediaciones del Centro Médico Siglo XXI, los espesos árboles y juegos del Jardín Ramón López Velarde, hacen difícil suponer lo que entraña el centro de este parque: la Casa Espacio de los Refugiados, un pequeño inmueble que abrió sus puertas en 2001 como iniciativa de esta asociación civil en un convenio de colaboración con ACNUR y Amnistía Internacional.
En el preámbulo del sendero que conduce a esta casa van apareciendo placas que explican que un refugiado es la persona que huye de conflictos armados, violencia o persecución y que por ello se ven obligadas a cruzar la frontera de su país para buscar seguridad; o que nos recuerdan que Albert Einstein, un genio del siglo XX, también fue refugiado.
A partir del proyecto de Educación para la paz, “La Casita”, como le conocen todos, se convirtió en centro para informar y sensibilizar sobre la situación de personas refugiadas, pero es además su lugar de encuentro.
Funciona principalmente con mujeres refugiadas que voluntariamente realizan diversas tareas. Una de las encargadas es María Teresa Carranza, una salvadoreña de carácter firme y decidido que en 1980 huyó de su país con tres hijos, uno de ellos en brazos, cuando supo que el ejército la buscaba para matarla.
“Soy de Guazapa. Primero me capturaron un hijo siendo estudiante, lo sacaron de su escuela, era un niño de 16 años pero lo acusaron de guerrillero y con sus compañeritos los metieron a la cárcel. Yo llegaba a verlo, y así fue como me fui integrando a trabajar con las mamás y las esposas de los presos políticos.
Continúa: “Luego fueron tras las familias, las iban capturando y torturando. Hasta que iban por mí, un hombre del ejército informó que me buscaban para matarme”. En aquellos años los militares salvadoreños se ensañaban profundamente en las torturas a mujeres. “Danos las aspas de la licuadora”, les gritaban, bajo amenaza de que estas las colocarían para destrozarles los genitales.
–¿Qué pensaba cuando se vio de pronto como refugiada?
–Yo lloraba mucho. Entré en México desorientada, era un país extraño y traía en brazos un niño de diez meses de nacido y otros dos hijos. Murió mi mamá, mis hermanas, unas sobrinas, y yo no las vi. Eso me hizo rechazarme. No me quería, renegaba contra mí. Acá estuve con psicólogas, me hicieron entender que lo que pasó, pasó y se tiene que tratar de superar. No se olvida, pero para cualquier refugiado es importante superarlo, y para eso es importante la “Educación para la paz”, que para el refugiado significa aceptarse uno mismo, y para todos no discriminar y ser incluyentes.
“Fueron 12 años de guerra, 12 años en que en El Salvador corrió sangre. Ahora no hay guerra, pero la gente sale porque allá mueren de hambre. Yo me pongo en su lugar porque a mis hijos también les tocó dormir en el piso. Por eso yo siento el compromiso de apoyar a quienes llegan, como llegué yo hace más de 35 años”.
En La Casita hay un libro club que se llama Alaide Foppa y León Felipe en memoria de esos escritores que hallaron refugio en México. Su encargada es María Dilia Ramírez, una hondureña que trabajaba en la Universidad de San Carlos en Guatemala, y que estaba casada con el prestigiado escritor José María López Valdizón. Salió de ese país después de que en julio de 1975 su marido fue secuestrado y desaparecido.
María Dilia vivió los tiempos más convulsos de Guatemala, desde la intervención estadounidense, que llevó al golpe de Estado contra el presidente Jacobo Arbenz, y la dictadura militar, con la afrenta que representaba para el régimen ser pareja de un artista y escritor internacionalmente laureado, pero crítico –quien había sobrellevado su propia condición de refugio en Argentina, México y Cuba– y cuyos libros fueron públicamente prohibidos y quemados.
Cuando rememora su vida, la voz se le quiebra. Todavía le duele el cómo ella, pese a la amenaza que se cernía sobre ella y sus hijas, se resistía a dejar su casa, esperanzada en que su marido regresara. “¿Y si no me encuentra?”, se decía.
https://newsweekespanol.com/2019/02/mexico-migrantes-asilo-eu/
Aquellos años vivía en vilo, horrorizada por las matanzas de gente cercana, la desesperación de su esposo, y las amenazas contra ella y sus hijas. Finalmente salió y en México sacó avante la crianza de su familia apoyada también en esas redes. “Ante tanto horror que nos tocó vivir –dice– de milagro seguimos cuerdas”.
A sus 84 años realiza con entusiasmo sus tareas: “Este Libro Club es un programa de Educación para la paz, y en este hacemos reuniones por temas, siempre enfocados en la paz, porque es algo que se debe ir inculcando desde la niñez, el respeto, el diálogo, que no hay necesidad de violencia, y yo lo tengo claro, porque me tocó vivir los horrores de la guerra”.
Aquí también está Nélida, refugiada colombiana quien junto con sus pequeños hijos llegó a México huyendo de los paramilitares y guerrilla que mataron a sus hermanos y su padrastro. Desplazada primero en su país acabaría por salir, el mismo destino de más de cinco millones de colombianos.
Ella es tutora de jóvenes en el Instituto de la Juventud. Su hijo Amed, también refugiado, hoy estudia la licenciatura y también trabaja intensamente en los programas de Educación para la paz.
“Como a mí me ayudaron en tiempos tan difíciles, ahora yo lo hago con otros, porque empezar como refugiado es empezar de cero, y aquí me di cuenta que no estaba sola y que no era la única”.
También acá hace su labor Eva Aranda, salvadoreña que a sus 86 años de edad es activa promotora de la Educación para la paz. En escuelas de distintos niveles, públicas y privadas habla de su experiencia para concienciar a los jóvenes:
“A mí el ejército me mató un hijo de 17 años, se llamaba José Hernán, y se llevaron a otro. Los estudiantes pedían que todos los pobres tuvieran acceso a la educación porque eso solo era para los ricos y por eso los detenían y mataban. Era una matazón de jóvenes, les sacaban los ojos, les cortaban las orejas y los dejaban tirados para que todos los vieran. Muchos de nuestros familiares fueron desaparecidos. Otro de mis hijos trabajaba en una fábrica, pero era sindicalista y comenzó a ser perseguido, se lo llevó el Escuadrón de la Muerte, y lo torturaron, apareció descalzo, desnudo y torturado, llorando me dijo: ‘Dele gracias a Dios que me dejaron vivo’. Donde quiera que iba lo seguían. No había perdón para nadie. Salió él y luego nosotros”.
La octagenaria dice que “pasan años y años y eso no se borra, pero ahora me siento en paz”. Justo el día previo a nuestra conversación, fue el aniversario de la muerte de su hijo.
“Yo he dado muchas pláticas a universitarios, les digo que hay que evitar la guerra. Las guerras traen dolor y muerte, separación de la familia, hay gentes que huyendo de la guerra mandaron a sus hijos a Estados Unidos y no los volvieron a ver. Y otros que se volvieron mareros”.
Además de los proyectos educativos y culturales tienen una caja de ahorro que funciona como proceso de microfinanciamiento en donde personas refugiadas y migrantes pueden ahorrar y solicitar préstamos.
DE FILA EN FILA
Del trabajo educativo al proactivo, los integrantes de Casa Refugiados van entre las filas de peticionarios de la Comar para informarles lo que les ofrece esa asociación. A veces es la propia Comar o la Acnur quien les canaliza personas en proceso de refugio.
Ante la emergencia de las caravanas migrantes instalaron una carpa en el albergue temporal del Estadio Jesús Martínez, Palillo. En este, Victoria Ríos, doctorante en ciencias sociales por el Tec de Monterrey, explica un fenómeno nuevo generador de petición de refugio: las amenazas contra la población transexual en Centroamérica. Muchos, dice, viajan en las caravanas migrantes para tener la posibilidad de solicitar asilo.
Lo sintetiza en un caso que le refirió a su vez un salvadoreño: “Era todo El Salvador en contra mía. Eso lo define muy bien, es el gobierno, es la sociedad, incluso la familia. Son blanco de todo tipo de violencia extrema, y para salvar su vida no les queda otra opción que buscar refugio en otro país”.
Llegar como refugiado significa, además, empezar de cero, porque, dice la colombiana Nélida: “Se abandona todo para salvar la vida”, a pesar de ello, subraya “yo le digo a los refugiados, que sí se puede seguir adelante, y a los demás que cualquiera podría estar en esa situación”.
En efecto. De un momento a otro una persona puede hallarse en esa encrucijada. “La vida de uno se rompe”, dice Jover Reynaldo, un joven venezolano refugiado en México desde hace dos años. Sobre su propio país, reflexiona:
“Me da mucha rabia, impotencia, porque el pueblo venezolano está muy dividido y quién sabe cuánto tiempo lleve reconstruir la sociedad. La Educación para la paz es algo muy necesario en este momento en mi sociedad. Yo, por ejemplo, jamás pensé que sería un refugiado”.