En México la condición de mujer supone nacer con cierta desventaja a la cual es necesario sobreponerse día con día. Si a ese pequeño inconveniente se suma el hecho de tener un origen étnico, el esfuerzo por luchar contra la misoginia y discriminación se eleva exponencialmente.
Aunque esa realidad no puede soslayarse, también es verdad que hoy se puede registrar una creciente participación de las mujeres en la vida social, económica, política y cultural de nuestro país. El aumento en la escolaridad femenina ha incrementado el acceso al mercado laboral y una reducción de los indicadores demográficos femeninos. Ahora las mujeres tienen menos hijos que en el año 2000, lo que, aunado al incremento en la esperanza de vida, es un factor que indica un mejoramiento sensible en las condiciones de vida para nosotras.
Desafortunadamente los índices de pobreza son liderados por mujeres. De la población en situación de pobreza, la proporción de mujeres es mayor que la de los hombres. Y si recurrimos a los indicares introduciendo el factor de la condición étnica, los deciles aumentan en perjuicio de ellas. Así de complicada puede llegar a ser la existencia para una mujer indígena, por lo que cualquier esfuerzo y logro que ellas consigan será producto de su resiliencia y no (o muy poco) a las posibilidades de desarrollo que ofrece este país.
Por eso, el caso de la maestra devenida actriz, Yalitza Aparicio, resulta paradigmático. Podría asumirse que su vida se ha visto inmersa en tratar de hacer llevadera esa injusta lápida de la segregación, hasta que el orden de las cosas le ha premiado. Lejos de quedarse en su nativo Oaxaca para sufrir las vejaciones inherentes a su género, manera de hablar, estatura y color de piel, tan propias de los usos y costumbres de aquella región, tuvo la fortuna de cruzar su existencia con Alfonso Cuarón, quien la lanzó a niveles insospechados gracias a su extraordinaria interpretación en la película Roma.
El de Yalitza debe ser un caso de orgullo para México, y en particular para la mujer mexicana. Su sonrisa resulta inspiradora y es la expresión misma del éxito producto de las privaciones y sacrificios que solo la mujer indígena puede conocer. Yalitza no ha tenido que someterse a los estrictos estándares de la belleza occidental promovidos desde Hollywood para merecer el reconocimiento; no ha tenido que posar en provocativas imágenes porque eso no es lo suyo, sino la actuación honesta y desinteresada; aquella por la que no se exigen millones de dólares, sino solo la oportunidad de expresarse.
Cuando las condiciones de mujer e indígena confluyen en una sola persona, obtener el perdón por existir puede resultar algo ilusorio. Si usted no lo cree, basta echar una mirada al resentimiento y expresiones de odio que cotidianamente se vuelcan en las “benditas” redes sociales. Desde la comodidad que ofrece el anonimato aparecen cientos de expresiones racistas y misóginas, cuyos pusilánimes autores difícilmente se las espetarían cara a cara. ¿Dirían lo mismo si la actriz en cuestión fuese una criolla de piel blanca y medidas perfectas?
Que si el vestido, que si el color, que si no combina con su piel, que si no habla inglés… en fin, todo tipo de peros y cuestionamientos para una compatriota que no se merece sino reconocimiento y solidaridad. Y todo ello cortesía de sus connacionales, ni siquiera tiene que esperar a cruzar la frontera para ser víctima del acoso racial. Ni hablar, es esa nuestra realidad y el nivel cultural de este país.
En el paroxismo de la descalificación he escuchado comentarios sosteniendo que reconocer el trabajo de Yalitza es una posición políticamente correcta de Hollywood. Algo así como presentar un bicho extraño y darle un premio por su rareza, toda una mexican curious digna de ser exhibida ante millones de televidentes, con la única intención de que el mundo se entere de lo open mind que se ha vuelto la Academia y de la gran apertura que existe para todas las culturas.
El argumento, además de pueril y falso —nada lo corrobora—, resulta simplemente utilitario en la medida en que se ajusta al prejuicio subyacente: una mujer indígena mexicana nunca podría haber llegado a pisar la alfombra roja de los Óscar, si no es gracias a la condescendencia y oportunismo político de la Academia.
Me resisto a pensar que tal cosa pudiese ser posible. Prefiero asumir que una mujer mexicana, por adversas que sean sus circunstancias, es capaz de destacar sin necesidad de la aprobación o el visto bueno de nadie. La imagen de Yalitza reivindica la de la mujer mexicana, por lo que se ha granjeado el derecho a lucir el vestido que quiera, tanto como cualquiera de sus colegas nominadas al Óscar. Suerte para ella que, de alguna forma, nos hace sentir representadas y que nos enorgullece.