Un juez federal ordenó la reunificación de familias separadas por el gobierno de Donald Trump, pero eso no acabó con la pesadilla de cientos de migrantes. Esta historia relata la desesperada campaña de una madre para recuperar a su hijo.
ELSA JOHANA Ortiz Enríquez soñaba con una nueva vida en Estados Unidos e imaginaba lo que podría suponer el viaje para llegar ahí: siete días en la ruta de Guatemala a México con Anthony, su hijo de ocho años; ser entregados a un agente de la Patrulla Fronteriza; ser detenidos durante semanas en “la perrera”, como llaman los migrantes a las instalaciones de detención del Departamento de Inmigración de Estados Unidos. “Creí que tendría que esperar semanas o meses antes de ser liberada, pero que al final lograría llegar a Virginia”, comenta.
Pero una cálida mañana de sábado de mayo pasado, 24 horas después de su llegada a McAllen, Texas, la realidad fue muy distinta: autoridades migratorias entraron en su celda y le arrebataron a su hijo. “Todo ocurrió muy rápido”, cuenta Ortiz. “Fui a recoger sus zapatos y cuando volví, ya no estaba”. Mientras la puerta se cerraba detrás de Anthony, Ortiz luchaba con los guardias que la retenían. “Me dijeron que me calmara”, dice. Un oficial de la Patrulla Fronteriza le explicó que enfrentaba cargos criminales por intentar cruzar la frontera de manera ilegal. “Me dijo que era una nueva ley, por lo que tenían que quitármelo mientras me presentaba ante la Corte”, relata Ortiz, “pero que me lo devolverían inmediatamente después”.
La Patrulla Fronteriza la entregó a las autoridades migratorias. Diez días después, sin tener ninguna noticia sobre Anthony, un guardia la llamó por su nombre, y la esposó de manos y pies. “¿A dónde me llevan? ¿Me están deportando?”, preguntó. “Vas a subir al autobús para irte a casa”, dijo el guardia. Eso significaba que iría a Guatemala. Ella supuso que su hijo iría con ella.
El autobús, lleno de mujeres a punto de ser deportadas, circuló sin parar durante toda la noche hasta el aeropuerto de Laredo. Ortiz no pudo dormir. Ella creía que cada kilómetro que recorría en el autobús la acercaba más a su hijo.
Al amanecer, el vehículo se detuvo en el aeropuerto. Ella exploró con la vista la fila para abordar el avión: solo había hombres y mujeres. Ningún niño. No había ni un rastro de Anthony. Ortiz sintió náuseas. Gritó pidiendo ayuda. Un oficial entregó las órdenes de deportación y les pidió las mujeres del autobús que las firmaran. “No voy a firmar nada hasta que me digan dónde está mi hijo”, dijo Ortiz. “No puedo irme sin él”. Una a una, el resto de las mujeres bajaron del autobús y caminaron hacia el avión. Ortiz se quedó sentada, sollozando. “Firmaré”, dijo, “pero solo cuando lo traigan”.
Se rehusó a firmar los papeles pero bajó del autobús, con las piernas aún encadenadas. Una oficial le preguntó cuál era el problema. Ortiz confió en ella; cuenta que la mujer comenzó a llorar. “Esto no puede ser, querida”, le dijo. “No puedes irte sin tu hijo”. Ortiz dice que la oficial trató de hallar a un supervisor, pero la orden de deportación era muy clara. Las autoridades la sentaron en la primera fila del avión. Las otras mujeres trataron de consolarla.
Dos horas y media después, el vuelo aterrizó en una base aérea de la Ciudad de Guatemala. Ortiz, todavía en shock, no podía caminar; las otras mujeres deportadas la cargaron para ayudarle a bajar del avión. Ella dijo a los oficiales que Anthony se había quedado atrás. A nadie parecía importarle. Un oficial incluso le hizo señas para que se retirara, diciéndole que su hijo estaría de vuelta en dos semanas.
Al igual que las otras mujeres, Ortiz recibió un emparedado de ensalada de pollo, una caja de jugo y pudo hacer una llamada telefónica. Llamó a su padre. Luego, los oficiales tomaron sus huellas digitales, abrieron las puertas del aeropuerto y la dejaron en la acera, cerca de una bulliciosa intersección. Con la misma sudadera y vaqueros que vestía cuando salió de casa, esperó a que su padre la recogiera. Se sentía aturdida. ¿Volvería a ver a Antonio alguna vez?
NOCIVA “TOLERANCIA CERO”
Al instituir su política de inmigración de “tolerancia cero”, la administración Trump separó a 2,551 familias en la frontera en apenas tres meses. El gobierno anterior generalmente evitaba separar a las familias, las mantenía juntas en los centros de detención o las liberaba para que pudieran esperar sus audiencias en la Corte. La Casa Blanca de Donald Trump fue más lejos, al presionar para que se sometiera a juicio criminal a todos los migrantes que trataran de entrar Estados Unidos en forma ilegal.
Las autoridades arrestaron a los padres y colocaron a sus hijos, algunos incluso de 12 meses de edad, al cuidado de la Oficina para la Reubicación de Refugiados del Departamento de Salud y Servicios Humanos, que es el organismo que se encarga de los niños que cruzan la frontera sin acompañamiento. El gobierno afirmó que este enfoque era necesario para poner freno al cruce ilegal y cerrar los vacíos en las leyes de inmigración. “El nombre del juego es disuasión”, afirmó a NPR John Kelly, jefe del Estado Mayor presidencial, en mayo pasado.
Sin embargo, en junio, Trump claudicó a causa de la indignación pública y dio marcha atrás a esta práctica; un juez federal ordenó luego a su gobierno reunir a las familias para finales de julio.
Para Johana Ortiz y otros 462 migrantes, esto resultó una acción más fácil de decir que de hacer. A diferencia de la mayoría de otros migrantes, ellos fueron deportados sin sus hijos, en algunos casos, bajo la falsa creencia de que, si firmaban las órdenes de deportación, sus hijos regresarían antes. Los funcionarios del gobierno catalogaron a estos padres como “inelegibles” para la reunificación, simplemente porque ya habían sido deportados antes y, al enfrentar una demanda por las separaciones, argumentaron a un juez que devolverles sus hijos no era responsabilidad del gobierno.
El juez Dana Sabraw de la Corte Distrital de Estados Unidos en San Diego, no está de acuerdo. “La realidad es que, por cada padre no localizado, habrá un niño que quedara huérfano permanentemente”, sostuvo en la Corte, “y esto es responsabilidad del gobierno al 100 por ciento”. Sin embargo, estos migrantes deportados enfrentan las peores probabilidades de reunificación. Actualmente, más de 300 niños siguen separados de sus padres.
De acuerdo con una fuente gubernamental familiarizada con la crisis, no se estableció ningún protocolo para que el Departamento de Justicia, el de Seguridad Interior y el de Salud y Servicios Humanos siguieran la pista de las familias que fueron separadas, “dejando atrás archivos impresos, listas de nombres incompletas y un agujero negro”. No hay ningún registro de la ubicación de muchos de los padres deportados, especialmente si huían de la violencia en sus países de origen, afirma Michelle Brané, directora del programa de justicia y derechos de los migrantes de la Comisión de Mujeres Refugiadas. “No olvidemos”, me dice, que “el gobierno separó a esas familias sin tener realmente un plan para reunificarlas” (El gobierno sigue buscando endurecer la política migratoria. En septiembre, actuó para eludir los límites de tiempo para las detenciones infantiles. Si es aprobada, una nueva norma permitirá que las autoridades detengan a los niños con sus padres de manera indefinida hasta que sus casos se resuelvan en un tribunal de inmigración).
En sus países de origen, muchos migrantes no pueden confiar en que su gobierno les brinde ayuda. Varios líderes centroamericanos han publicado declaraciones en las redes sociales en las que condenan la separación de familias, pero han hecho pocos esfuerzos para localizar a los padres deportados, y mucho menos para reducir la inmigración ilegal. Esto es especialmente cierto en Guatemala, el principal país de origen de los migrantes aprehendidos en la frontera entre México y Estados Unidos. Al enfrentar una violencia de pandillas generalizada y una pobreza endémica, más de 37,000 familias guatemaltecas han intentado cruzar la frontera en lo que va de este año fiscal, un incremento de 50 por ciento con respecto al año fiscal anterior. Esta cifra incluye a 1,171 niños aprehendidos bajo la política de tolerancia cero.
Newsweek, en colaboración con Plaza Pública, un medio periodístico de investigación independiente y sin fines de lucro de Guatemala, encontró que el Ministerio de Relaciones Exteriores no tenía ningún recuento de las separaciones de familias ni de las personas deportadas durante la vigencia de la política de tolerancia cero, por lo cual es casi imposible que los funcionarios tengan noticias de ellas. En una declaración, el Ministerio dijo que había solicitado la información a las autoridades estadounidenses, pero que aún no la recibía. Varios funcionarios declinaron distintas solicitudes de entrevista y proporcionaron pocos detalles sobre cómo ayudaban a los padres separados de sus hijos, diciendo únicamente que “ofrecen asistencia legal a los migrantes”.
Anita Isaacs, experta en América Central del Haverford College, señala que la tibia respuesta de Guatemala tiene sus raíces en políticas y prácticas corruptas que datan desde hace décadas. Una guerra civil en ese país duró 36 años y reclamó al menos 200,000 vidas. El conflicto terminó en 1996, pero no antes de que los militares alimentaran un ilegal y lucrativo mercado de adopción, raptando a miles de niños. No fue sino hasta 2007 que una comisión anticorrupción sacó a la luz un sistema repleto de certificados de nacimiento y muestras de ADN falsas. “No es de sorprender que actualmente veamos una total indiferencia por parte de las autoridades guatemaltecas”, me dice Isaacs. “Es una indiferencia que raya en la complicidad”.
Actualmente, el presidente guatemalteco Jimmy Morales enfrenta varios cargos de corrupción, al igual que distintos funcionarios de alto nivel del gobierno. Apodado “el Trump latinoamericano” por los medios locales, recientemente prohibió la entrada de una comisión anticorrupción de la ONU que investigaba a varios funcionarios gubernamentales, entre ellos, el presidente mismo. En palabras de Nate Snyder, antiguo oficial de antiterrorismo del Departamento de Seguridad Interior en el gobierno de Obama: “Confiar en un gobierno corrupto para que ayude a reunificar a las familias no es más que una quimera”.
“DEVUÉLVANMELO, POR FAVOR”
Relegada por Estados Unidos e ignorada por su propio gobierno, Ortiz quedó sola.
Ella luce como cualquier millennial de 25 años: vaqueros ajustados, sandalias brillantes y ojos cafés atados, en todo momento, a su teléfono inteligente. Sin embargo, su aspecto diminuto oculta su tenacidad y su conocimiento de los medios tecnológicos. Veinticinco días desde que vio por última vez a Anthony, una ventosa tarde de verano, caminó durante casi media hora por una vereda sin pavimentar para tomar un taxi hacia la embajada de Estados Unidos. El conductor le cobró 100 quetzales, unos 13 dólares, que equivalen al salario de un día, por el recorrido de más de 27 km hasta el distrito comercial de la Ciudad de Guatemala. Un periodista local le contó que habría una protesta, y ella aprovechó la oportunidad para aumentar el perfil de su caso.
Escribió un letrero improvisado que decía “Soy la madre de Anthony. Devuélvanmelo, por fabor” [sic]. La última palabra está mal escrita. Ortiz dejó la escuela cuando iba en el sexto grado. Mientras se unía a la multitud, sostuvo en lo alto un letrero. Los equipos de televisión la rodearon. Se mantuvo en pie y miró directamente a la cámara.
Ortiz se convirtió en madre a los 16 años y poco después se separó del padre biológico de Anthony. Trabajó como mesera durante un tiempo en su pueblo natal, pero los turnos de 12 horas le hacían ganar apenas unos 100 dólares al mes, menos de un tercio del salario mínimo nacional. Hace cuatro años tuvo un puesto de empleada doméstica residente en la capital, y ella y Anthony pasaban grandes dificultades para sobrevivir. Fue entonces que Ortiz conoció a Carlos, a través de otra empleada doméstica.
Carlos había viajado de Guatemala a Estados Unidos hacía más de 15 años y tenía una buena vida trabajando en la industria de la construcción en Virginia. Su relación comenzó y floreció enteramente vía WhatsApp. “Sé que las personas creen que esto es extraño, pero realmente me encanta todo de ella”, dice Carlos, quien pidió que su nombre no fuera mencionado por temor a represalias por parte de las autoridades federales. “Ella es tan responsable, tan buena madre y tan buena chica”.
Para mostrarle su compromiso, Carlos comenzó a enviarle a Ortiz 200 dólares al mes para que pudiera dejar su empleo y hacerse cargo de Anthony. Ortiz se mudó de nuevo con su madre en Ciudad Pedro de Alvarado, que está a unos 168 km al sur de la Ciudad de Guatemala.
Después de casi un año, Ortiz y Carlos comenzaron a hablar de reunirse en Estados Unidos. Ortiz estaba harta de vivir en la pobreza pero le dijo: “No me iré sin mi hijo. Ni tampoco me iré en uno de esos viajes en los que las personas esperan durante semanas encerradas en almacenes o que tardan meses simplemente para cruzar. Necesito garantías”.
Así que Carlos utilizó sus ahorros para contratar los servicios de un coyote VIP que pasaría a Ortiz y a Anthony a Estados Unidos por 13,000 dólares —cerca de tres veces la tarifa habitual. No había que permanecer encerrados en un contenedor ni abordar “La Bestia”, uno de los trenes de carga mexicanos que utilizan los migrantes. En lugar de ello, Ortiz y su hijo viajaron con otra madre e hijo en un auto durante cinco días. Justo antes de cruzar hacia Estados Unidos, el traficante envió a Carlos un video de Ortiz y Anthony bamboleándose en una pequeña balsa de color amarillo sobre el Rio Grande. En ese momento, Carlos envió el último pago. Luego, Ortiz y Anthony se entregaron a un agente de Aduanas y Control Fronterizo en McAllen, Texas. Ella esperaba ser “atrapada y liberada”, es decir, ser detenida temporalmente para luego ser monitoreada en Estados Unidos. Pero lo que obtuvo fue la “tolerancia cero”.
LA CULPA
Ortiz apareció en la Avenida Reforma de la Ciudad de Guatemala, protestando por su separación de Anthony. Pedro Pablo Solares, un abogado especializado en casos de migrantes, iba pasando cerca de ahí, en un Uber. Era poco frecuente ver a manifestantes frente a la embajada de Estados Unidos, y cuando vio a defensores de los migrantes, le pidió al conductor que se detuviera. Docenas de personas agitaban letreros, pero el de Ortiz fue el que le llamó la atención. “Era el único que estaba escrito en primera persona”, me explica Solares.
Escuchó horrorizado a Ortiz mientras contaba su historia a los reporteros. Cuando los equipos de televisión se retiraron, se acercó a ella y la tomó de las manos. “Querida”, le dijo, “voy a ayudarte a recuperar a tu hijo”.
Tras su deportación, Ortiz se mudó con su padre, su madrastra y dos hermanas a las afueras de la Ciudad de Guatemala, para estar más cerca de la burocracia capitalina de la cual esperaba ayuda. Habían pasado 35 días desde que ella y su hijo habían sido separados, y se encontraba atareada preparando el desayuno para la familia. La casa de tres habitaciones, en el fondo de una quebrada, estaba atestada y los servicios eran irregulares.
Ortiz dormía mal, y se ocupaba lo mejor que podía de sus hermanas menores. En ocasiones, para pasar el tiempo, acompañaba a su padre mientras este conducía su vieja camioneta de carga, que servía como una especie de taxi para los trabajadores. Con frecuencia, encendía su teléfono y miraba viejas fotos de Anthony. Sus favoritas eran las imágenes que lo mostraban en la escuela. En una de ellas, aparecía con un disfraz de árbol hecho con una bolsa de papel, actuando en una obra teatral de la escuela.
Ortiz corrió con suerte, en varios sentidos; muchos padres no logran saber dónde van a parar sus hijos. Al menos, Anthony logró recordar el número telefónico de su abuelo en Guatemala; Ortiz lo había ayudado a memorizarlo antes del viaje, en caso de que algo saliera mal, y su familia pudo saber, pocos días después de su detención, que estaba seguro en un refugio de Texas para menores no acompañados. Ortiz llegó a soñar “que iba a Estados Unidos a recogerlo. Fue tan real. Pude sentirlo cerca de mí, abrazándome”, cuenta. “Desperté a las cinco de la mañana y él no estaba”, hace una pausa. “Ni siquiera en mis sueños podía quedarme quieta. Debía seguir luchando por él”.
Tres veces por semana viajaba a la Ciudad de Guatemala para hablar con los reporteros y con los funcionarios con los que Solares le ayudaría a reunirse, lo cual era un proceso agotador. Algunos funcionarios le dijeron que no podían hacer nada hasta que el niño fuera presentado ante un juez. Otros culpaban a Ortiz. “Usted sabía exactamente a lo que lo exponía al llevarlo con una persona que no es familiar del niño”, escribió un funcionario, refiriéndose a Carlos. Para Ortiz, era difícil no sentirse culpable.
‘¿CÓMO PUDISTE?’
Una tarde, 35 días después de su separación, Ortiz y yo hicimos un recorrido por Ciudad Pedro de Alvarado, el poblado donde creció y donde vivió por última vez con Anthony. El lugar es menos una ciudad y más una estación de paso en la frontera con El Salvador. Rodeado de áridas lomas, un barrio pobre formado por casas de bloques de cemento y tejados de lámina se alza sobre el piso del valle. Su característica más distintiva es el aroma a diésel de una zona de gasolineras vanguardistas donde camioneros holgazanean esperando su inspección aduanera. La mayoría de los residentes del poblado trabajan como vendedores ambulantes o atienden locales de comida que abastecen a los camioneros. Los traficantes frecuentan el área debido a que la frontera no está protegida.
Ortiz se desvió un poco del camino principal hacia la escuela primaria de Anthony. Miró detenidamente a través de la cerca de alambre: niños pequeños sentados bajo frondosos árboles escuchaban a sus maestros y hacían manualidades. Entró en la escuela y se quedó un momento en la puerta de una de las aulas. Todos los niños de primer grado voltearon a verla. “¿Me ha traído de vuelta al niño?”, preguntó la maestra de Anthony, rozando a Ortiz al pasar, con la esperanza de que el niño estuviera detrás de ella. Ortiz se congeló. Negó con la cabeza. Las lágrimas inundaron sus mejillas. “Nunca debí haber hecho esto”, me dijo después, refiriéndose a su viaje al Norte. “Pero quería un mejor futuro para él. Siempre soñó con hablar inglés”.
Más tarde, ese mismo día, mientras almorzaba en una pupusería [local de comida especializado en la venta de pupusas o tortillas rellenas], una de las meseras la reconoció por haberla visto en televisión y comenzó a hablar con ella. La mujer le explicó que había planeado ir a Estados Unidos con su hija. “Pero cuando escuché lo que te pasó”, le dijo, “cambié de opinión”. Ortiz la miró con los ojos bien abiertos. “No lo hagas. No vale la pena”.
Los martes eran los mejores días. Ortiz se enteró de que esos días recibiría una videollamada de 20 minutos de Anthony en su teléfono celular. Esos martes se levantaba motivada. Se daba una ducha apenas se levantaba y elegía su ropa teniendo al niño en su mente.
Cuando Anthony la llamaba, generalmente estaba sentado en una habitación amplia y bien iluminada donde se reunía con trabajadores sociales para participar en sesiones de asesoramiento. En ocasiones, estaba dibujando en una mesa. En el fondo se veía pasar a otros niños. Si no eran tímidos, él se los presentaba a su mamá. Con frecuencia le contaba de niños cuyos padres aún no habían sido encontrados.
Uno de esos martes, el teléfono sonó apenas tres segundos. Ortiz estaba sentada en el asiento del copiloto de la camioneta de su padre; su madrastra y sus dos hermanas miraron el teléfono desde la parte trasera de la camioneta. Anthony apareció en la pantalla con una gran sonrisa. Vestía una playera roja y movió la cámara para mostrar la parte superior de su cabeza.
“Chiquito, ¿te cortaron el cabello?”
“Sí, mami, me hicieron el corte que quería, todo cuadrado”.
“Te ves muy guapo, mi amor”.
“¿Quién está contigo, mami? Muéstrame a Papá Chepe.”
“Sí, todo el mundo está aquí. Doña Francis también está atrás. Muy pronto, si Dios quiere, estarás viajando con nosotros, como lo hacíamos antes. Iremos a comer hamburguesas al lugar que siempre quisiste”.
“Sabes, mami, comí pizza en el lugar al que me llevaron para cortarme el cabello”, dice el niño, emocionado.
“¿De verdad, amor? Qué bueno. Mi amor, tienes que ser paciente. Vamos a estar juntos… Y tienes que ser valiente y fuerte. No puedes ponerte triste, ¿eh?
“Está bien, mami”, respondió, mirando abajo por unos segundos.
“Mi amor, no te muerdas las uñas”.
“Está bien, mami.”
“¿Estás mejor de tu tos? ¿Te han dado tu medicina?”
“Sí, mami”.
“Tengo que irme. Ya es hora. Te quiero, mami”.
“¡Yo también te quiero!”
Ortiz colgó. Se sintió aliviada.
En otras llamadas, Anthony lloraba. Ella analizaba detenidamente todo lo que él decía o no decía. ¿Qué le había dicho? ¿Qué piensa? ¿Está enfermo? ¿Pueden quitármelo para siempre? ¿Me va a olvidar? Al principio, durante las primeras tres semanas, cuando habló con él, fingió estar en Estados Unidos, “para que él no pensara que yo estaba tan lejos”. Cuando finalmente le dijo que estaba en Guatemala, Anthony no entendió. “¿Cómo pudiste mentirme, mami?”.
“DIOS, DAME FUERZAS”
A mediados de julio, Ortiz lució radiante por vez primera. Habían pasado 50 días ya desde la última vez que vio a su hijo, pero se preparaba ansiosamente para su regreso. Unas semanas antes, un juez federal le había dado esperanzas, al ordenar que todos los niños fueran devueltos para el 26 de julio. “Lo bueno es que si Anthony vuelve esta misma tarde, todavía tendré dos semanas completas para planear su fiesta de cumpleaños”, me dijo. Anthony le había rogado tener una bicicleta durante años; ella siempre se había negado por temor a que se lastimara. “Este año, finalmente lo voy a sorprender con una. Ya verás”.
Sin embargo, la reunificación estaba lejos de concretarse. Ese mes, el refugio de Texas le llamó. Los funcionarios le preguntaron a Ortiz si deseaba que su hijo le fuera enviado a Carlos, el novio al que nunca había conocido en persona. Bajo la presión de los tribunales, el gobierno estadounidense impulsaba este tipo de reunificación, a través de lo que denominaban un patrocinador calificado, debido a que es más fácil, más barato, más rápido y, quizás, más importante para las autoridades estadounidenses. Las reuniones internacionales requerían otro nivel de esfuerzo diplomático, en caso de que el padre deportado pudiera ser localizado.
El caso de Ortiz mostró la paradoja de la política de separación de Trump: los departamentos federales más involucrados tenían programas institucionales divergentes. El Departamento de Inmigración y Control de Aduanas estaba diseñado para deportar a las personas tan pronto como fuera posible, mientras que la Oficina para la Reubicación de los Refugiados fue diseñada para atenderlos dentro de Estados Unidos. De acuerdo con un fallo de un tribunal federal, los administradores de casos de la Oficina para la Reubicación de los Refugiados deben hacer dos cosas: enviar a los niños con un familiar cercano o amigo de la familia “sin ninguna demora innecesaria”, y mantener a los niños migrantes bajo custodia en las “condiciones menos restrictivas” posibles. Conforme se vencía el plazo estipulado para el mes de julio, la presión para liberar a Anthony crecía.
Ortiz entró en pánico. Aunque había establecido un lazo emocional con Carlos en línea, confiarle la crianza de su hijo era algo totalmente distinto. Para ella era obvio que si enviaba a Anthony a vivir con él, ella no tendría ninguna forma clara de reunirse con ellos. “Mi novio no puede aceptarlo sin mí”, le dijo a un funcionario en una videollamada. “Eso me haría sufrir mucho”. Y añadió, “Usted entiende mi posición, ¿verdad?”
Durante todo ese tiempo, el equipo legal de Ortiz había buscado alguna solución. Entonces, obtuvo la ayuda de una superestrella: Michael Avenatti, el enérgico abogado que representaba a la estrella de películas para adultos Stormy Daniels, cuyo verdadero nombre es Stephanie Clifford, en su demanda contra el presidente Trump y su antiguo abogado personal. Avenatti tuiteó que tomaría los casos de inmigración con los que se encontrara, y una pareja de jubilados de Albuquerque le tomó la palabra.
Randy y Tina Carter leyeron acerca de Ortiz en The New York Times y se pusieron en contacto con el bufete de Avenatti. Le dijeron que viajarían a Guatemala en un viaje humanitario y que estaban interesados en encontrarla. “Si usted se ofrece a representarla”, dijo Randy, “gustosamente le transmitiremos cualesquier documentos necesarios”.
Días después, los Carter se sentaban con Ortiz en un restaurante de la Ciudad de Guatemala. Solares, su abogado guatemalteco, le explicó los documentos legales. Ahora, también tenía una representación en Estados Unidos: Avenatti y Ricardo de Anda, un abogado de derechos civiles que había trabajado durante más de 40 años a lo largo de la frontera de Texas.
Sin embargo, el caso de Ortiz era complicado. Fuentes con conocimiento del mismo pensaban que la Oficina para la Reubicación de los Refugiados había cuestionado la capacidad de Ortiz de hacerse cargo de su hijo, ya que ella y Anthony pretendían vivir con un hombre al que ninguno de los dos conocía en persona. De acuerdo con la ley estadounidense, las autoridades debían verificar que los padres tenían la custodia legal de sus hijos, así como su capacidad de actuar para el mayor beneficio de estos. (Un funcionario del Departamento de Salud y Servicios Humanos refiere que el departamento no habla sobre casos individuales, y declinó hablar del proceso mediante el cual este gobierno determina la aptitud de los padres). Los críticos afirman que estas políticas se derivan de la suposición de que los padres como Ortiz no son aptos precisamente debido a que han expuesto a sus hijos al riesgo inherente de la migración, y no debido a que realmente sean negligentes o abusivos.
Para el 26 de julio, el gobierno ya había reunido a 1,442 niños con sus padres que se encontraban bajo la custodia del gobierno de Estados Unidos. Otros 378 niños fueron liberados “en otras circunstancias apropiadas”, como ser entregados a otros miembros de su familia que se harían cargo de ellos, de acuerdo con un documento del Departamento de Justicia. Anthony no era uno de ellos. En Guatemala, Ortiz miraba videos en su teléfono celular, en los que aparecían padres e hijos reunidos. “Dios, dame fuerzas”, escribió en su estado de WhatsApp, junto con el emoji de unas manos unidas en oración. Mientras tanto, el 8 de agosto, Anthony cumplía nueve años, aún internado en el refugio.
NO TIENEN CORAZÓN
El 14 de agosto, en el día número 81 desde su separación, Anthony entró al tribunal de inmigración en el centro de Houston. Poco quedaba del sonriente niño de las videollamadas. Ese día, se desplomó contra el muro y escondió la cabeza bajo un suéter gris que le quedaba grande. Evitó hacer contacto visual con cualquiera de las personas en la sala. Caminó hacia la segunda fila, escoltado por un custodio del gobierno, y agachó la cabeza. Se había mordido las uñas hasta desgarrarlas.
Minutos después, de Anda atravesó la puerta con un sombrero vaquero en la cabeza. Dejó su mochila en el suelo. “Hola, Anthony. Me llamo Ricardo, y soy el abogado de tu mamá”, le dijo en español. El rostro de Anthony se iluminó. “Mi mamá”, dijo, mirando hacia arriba. El abogado sacó una pelota de goma para el estrés en forma de oveja. “Tu mamá te envía este juguete”, le dijo. Anthony sonrió. Pasó los dedos por la superficie como si hubiera recibido alguna clase de tesoro. Mirando a su custodio gubernamental, le dijo, “Mi mamá me lo mandó”.
De Anda y Avenatti habían tramado un plan arriesgado y sin precedentes para acelerar la reunión de Anthony con su madre. Presentaron dos mociones. En la primera se pedía al gobierno que desestimara sus acusaciones contra el niño. En la segunda pedían que se le permitiera a Anthony volver voluntariamente a Guatemala, aunque para lograrlo, Ortiz tendría que ceder temporalmente la custodia de Anthony a sus abogados. Si el plan tenía éxito, Anthony podría volar a casa esa misma noche. Si fracasaba, podría poner en riesgo aún más la capacidad de Ortiz de recuperar a su hijo.
Avenatti entró en la sala de la Corte. Antes de la audiencia, él y de Anda intentaron negociar con el fiscal. “Vamos, ¿acaso no es esto lo que el gobierno quiere, que todos esos niños vuelvan a su país de origen sin que ustedes tengan que pagar?”, dijo Avenatti mientras caminaba por el pasillo.
A las nueve de la mañana en punto, el juez Chris Brisack entró en la sala. Avenatti describió su primer plan, para que el gobierno desestimara el caso. El juez parecía intrigado, pero la ley de inmigración concede al gobierno una amplia discrecionalidad en estos temas, y el fiscal del gobierno Rory Potter simplemente dijo: “No”. Brisack no tuvo más opción que negar la moción. Anthony comenzó a llorar cuando escuchó la traducción a través de unos audífonos.
Luego, Avenatti y de Anda argumentaron su segundo plan: la salida voluntaria del país por parte de Anthony; y ganaron. Pero su victoria tenía ciertas condiciones: el proceso de reunificación podía tomar ahora más de 60 días.
Tras la audiencia, Avenatti y de Anda realizaron una conferencia de prensa en el exterior para denunciar el resultado, calificándolo como “indignante”. Dado que el gobierno se había rehusado a retirar las acusaciones contra Anthony, el proceso de deportación continuaría a través de la burocracia de inmigración, lo que significaba que madre e hijo podrían estar separados durante medio año más. Avenatti dijo a la prensa que el gobierno de Trump “desea seguir enviando al mundo el mensaje de que si las personas vienen a este país y son atrapadas, básicamente, su hijo será detenido, les será arrebatado, y sus familias serán destruidas”. Más tarde, tuiteó una imagen de Anthony hablando con de Anda. “No ha visto a su mamá en 81 días”, escribió Avenatti. “Trump y sus compinches no tienen corazón”.
Tras la audiencia, Anthony fue subido en una camioneta y devuelto al albergue. Los abogados llamaron a Ortiz, que había estado esperando su llamada durante toda la mañana. “Lo siento”, le dijo de Anda. “No pudimos convencerlos”. Ortiz rompió en llanto y colgó.
Las notas periodísticas sobre la oferta de Avenatti viajaron por toda la Internet. Su tuit obtuvo cerca de 14,000 “me gusta” y 6,000 retuits. Dos horas después de la audiencia, un funcionario de Salud y Servicios Humanos llamó a Avenatti con la intención de negociar. El funcionario no comprendía por qué el fiscal del gobierno no había aceptado la oferta de un niño de nueve años. Ocho horas después, varios funcionarios entregaron a Anthony a sus abogados en el aeropuerto de Houston. Finalmente iría a casa.
En la Ciudad de Guatemala, Ortiz espero en el aeropuerto en una sala especial para menores no acompañados deportados. Se paró cerca de la puerta. Poco después de las 9:30 de la noche, hora local, Solares le dijo que su vuelo había aterrizado, pero una parte de ella aún no le creía.
Fue entonces que Anthony atravesó la puerta. Ortiz cayó de rodillas, abrazó la cabeza de su hijo y lo besó. “Qué bendición”, dijo, con el rostro bañado en lágrimas. “Ay, mi pequeñito”, repetía una y otra vez. Anthony le decía, con voz suave, “No llores mamá”.
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Carlos Arrazola y Alicia Álvarez de Plaza Pública contribuyeron a este reportaje desde la Ciudad de Guatemala.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek