Cuando Vicente Fox llegó a la Presidencia de la República en el año 2000, se puso de moda la siguiente idea: “gobernar es comunicar”. En un sentido riguroso, la frase tiene implicaciones muy fuertes en el diseño del gobierno: transparencia, rendición de cuentas y mecanismos de diálogo y confrontación tolerante de ideas y proyectos.
En aquel momento, el postulado fue malinterpretado y se asumió que se trataba de seguir contando chistes, de hablar todo el tiempo para “ocupar y fijar la agenda pública”; lo cual derivó en una estrategia errática de comunicación y convocatoria a la ciudadanía en torno a los proyectos prioritarios de aquella administración.
Los yerros en la comunicación, en aquel entonces, eran un fiel reflejo de la ausencia de una perspectiva de Estado en el titular del Ejecutivo, y de un extravío enorme de quienes integraban su gabinete, debido en parte, a que no se construyó una visión compartida de país desde el aparato institucional.
Desde esta perspectiva, si algo urge cambiar en el escenario político nacional, es precisamente la forma en cómo se comunica desde la Presidencia de la República, y cuáles son los canales y mecanismos de diálogo con la ciudadanía; se trata de transformar la comunicación social y en ese marco, la comunicación de lo social.
En ese mismo sentido, el llamado “estilo personal de gobernar” implica necesariamente el “estilo personal de comunicar”; y eso es de singular relevancia en el sistema político mexicano, porque no debe olvidarse que, a pesar de que se tiene un Gabinete Legal y otro “ampliado”, la Constitución establece que el Poder Ejecutivo se deposita en un único individuo, el cual es a la vez jefe de Estado y jefe de gobierno, amén de su investidura como Comandante Supremo de las Fuerzas armadas.
En este escenario, el Presidente electo ha decidido una estrategia de comunicación casi “omnipresente”. En los 45 días posteriores a la elección, solamente dos días (durante se breve periodo de “descanso y reflexión” de tres días), no ha emitido declaraciones públicas o no se ha pronunciado sobre una u otra agenda.
En lo anterior no hay en sí mismo ningún problema; aquí la cuestión es que, en esta constante aparición pública de Andrés Manuel López Obrador, se ha generado, quizá de manera involuntaria, una tendencia a la fragmentación y parcialización de los mensajes. Y esto en general, ha comenzado a generar confusión e incertidumbre en torno a cuál es la visión general del gobierno, y cuáles son las estrategias y políticas generales que habrán de implementarse a partir del 1º de diciembre próximo.
Así, es urgente tener claridad de lo que se piensa hacer y cómo se habrá de hacer; la ciudadanía tiene todo el derecho de saberlo; máxime cuando ha habido el compromiso del Presidente electo de “nunca más un gobierno” que le mienta o que oculte información al pueblo.
Empero, en lo anterior sí hay un asunto mayor: quien será Presidente de los Estados Unidos Mexicanos se dirige así, en abstracto, “al pueblo” y en respuesta, “el pueblo le habla”; Esa concepción de la realidad además de problemática, resulta incompatible con una democracia representativa como la nuestra, y en donde la apertura democrática implica un diálogo con la pluralidad de voces y espacios de organización y hasta representación laboral, empresarial y de la sociedad civil.
López Obrador llega a su mandato con la mayor legitimidad en nuestra breve e inacabada historia democrática. Su capital político es enorme, y debería evitar dilapidarlo en fuegos fatuos. Alguien en su equipo, y pronto, debería comenzar a decir la frase: “eso no queda claro, Señor Presidente”, y fungir como auténticos guardianes del propósito mayor de transformar a la República.
Gobernar implica necesariamente comunicar; pero hacerlo no es un mero ejercicio de “transmisión de mensajes”; se trata de poner en operación la potencia del lenguaje para consolidar un proyecto de nación auténticamente democrático.