La prevención del delito se debe atender desde la identificación de problemas específicos y sus causas de raíz. Investigar qué funciona y, a partir de ello, determinar cómo intervenir.
MÉXICO no ha podido descifrar el entramado de factores que, desde el ámbito institucional, nos tienen sumidos desde 2008 en una de nuestras peores crisis de inseguridad y violencia. Conocemos los números: pasamos de una tasa de 9.3 denuncias por homicidio doloso por 100,000 habitantes en 2007 a una de 20.5 diez años después. Lo que preferimos olvidar es que sí podemos estar peor.
De la que hablo no es una tarea sencilla y, como ha quedado en evidencia, no enfrentamos problemas que se resuelvan solos con el paso del tiempo. Por el contrario, la situación se ha deteriorado y expandido territorialmente ante la falta de acciones contundentes para fortalecer las instituciones y políticas que deberían contribuir a mejorar las condiciones de seguridad. Me refiero aquí a dos en particular: la policía y la política de prevención del delito.
Las capacidades y condiciones de trabajo con las que opera la policía en México —a escala estatal y federal— simplemente no dan para que sus integrantes sean los actores que necesitamos para prevenir, investigar y contener el delito. ¿Quién y dónde se está formando a la policía de investigación que necesitamos para desarticular las bandas delictivas y resolver los homicidios que tienen asolada a la población?
Un indicador de muestra: de acuerdo con cifras de la Secretaría de Gobernación, las tres corporaciones estatales con los sueldos más bajos pagan menos de 6,000 pesos (Chiapas, Campeche y Quintana Roo). En el otro extremo, los salarios llegan hasta los 14,500 pesos (Sinaloa y Aguascalientes). El promedio nacional es de 10,400 pesos para no cualquier servidor público: es quien personifica al Estado en la gran mayoría de las interacciones con la ciudadanía, el primero que atiende a la víctima o denunciante cuando ocurre un posible delito y el primer encargado de resguardar la evidencia. En pocas palabras, es el primer eslabón del procedimiento penal. No se falta a la verdad cuando se dice que, en buena medida, tenemos la policía que estamos dispuestos a pagar.
También es cierto que aun con la mejor policía posible, el tamaño del reto que enfrentamos es tal que, si no hacemos uso del conocimiento científico para atender las causas del delito, no tendremos policías, cárceles ni jueces suficientes para mejorar las condiciones de seguridad en México.
Al inicio del sexenio de Enrique Peña atestiguamos esfuerzos incipientes para hacer de la política de prevención una realidad en todas las entidades del país. Sin embargo, el ímpetu se opacó rápidamente ante la opacidad con la que se tomaron decisiones fundamentales para establecer las bases de una política seria, basada en evidencia: se repartieron recursos federales del Programa Nacional de Prevención (Pronapred) antes de determinar dónde era urgente intervenir y, sobre todo, con qué tipo de estrategias y acciones. Reinó la improvisación en un rubro en el que era vital no hacerlo. También, hay que decirlo, una cierta arrogancia derivada del descenso en el homicidio que heredó la administración peñista no ayudó a que el gobierno federal y los estatales abrieran sus oídos a las recomendaciones técnicas que organizaciones civiles dirigían al Pronapred.
Necesitamos policías y políticas de prevención que puedan seguir pasos muy sencillos para hacer frente al delito: identificar problemas específicos y hacer lo mismo con sus causas de raíz. Investigar qué funciona para atender esas causas y, a partir de ello, determinar cómo intervenir.
La mayoría de los actores políticos que tomará posesión de sus cargos ofreció fortalecer a la policía y atajar la delincuencia con prevención, incluyendo al próximo presidente de la república. Si se me permite una recomendación que condense lo aquí expuesto, que sea la de mantener a la improvisación muy lejos de la función policial y de la política de prevención del delito. Los errores de los últimos años no se pueden volver a cometer.
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La autora es analista de políticas de seguridad e investigadora del programa de Justicia Criminal del World Justice Project (WJP)