Como un padre enojado, el planeta ha increpado a Inglaterra con un dedo sobre su frente y una voz que le grita: “¡Deja de tirar centros!”. El reclamo es que vuelvan el juego algo tan pobre como un extremo que corre, frena y manda una parábola al área para ver si la impacta una cabeza propia o rival.
La prédica de los anti-centros va así:
1.- Un centro suele ser incierto, azaroso. Que un compañero le pegue con la cabeza obedece muchas veces a la fortuna, como quien jala la palanca de la máquina tragamonedas: quizá oigas el clin-clin del dinero que cae, pero lo más seguro es que no.
2.- El juego se vuelve fastidioso, predecible, aburrido: desborde-centro-cabeza, desborde-centro-cabeza.
3.- Acobardas a la inteligencia: ¿por qué me desgasto escudriñando senderos a ras de suelo si cuento con el atajo por lo alto?
4.- Un centro es un viaje en avión: sí, veloz porque en el cielo nada lo frena, pero sin la aventura de la exploración terrestre, en que una vaca se te atraviesa, un bandolero te roba, te enamoras de la encargada de un hostal. Si solo centras, pocas cosas le pasan al partido.
Ayer la pobre Inglaterra que con el tiempo ha ido superando la “tara centrofílica” se topó con unos rubios de mármol. La misión de Suecia: destruir. ¿El método? Despejes, choques, barridas, faltas.
“Si persisto por terracería acabaré extenuado, molido a golpes y quizá nunca llegaré a destino”, quizá pensaron los dirigidos por Southgate.
¿Entonces? ¡Eureka! Sacaron de un antiguo armario los papiros que cuentan su historia. El centro vino, Maguire saltó, bajó un brazo para incomodar al defensor, alzó el otro para impulsarse y en un frentazo la picó en el único hueco entre Toivonen (vigía del poste) y el portero Olsen. 1-0 por aire.
Vinieron 29 minutos más de una estéril lucha terrestre, hasta que Lingar centró a un área sobrepoblada de enemigos: nueve suecos por tres ingleses. Pues uno de los tres, Dele Alli, cerró los puños y saltó 10 centímetros. Cabeza, gol, 2-0 y pase a Semifinales, como hace 28 años no sucedía.
De vez en cuando viene bien evitar vacas y bandoleros, y viajar cómodamente en avión (que también tiene su ciencia).
JUSTICIA DE LA PROVIDENCIA
El pueblo ruso esperaba tan poquito de su equipo, que en los dos partidos de la Copa del Mundo en que el árbitro marcó la conclusión del segundo tiempo extra y venían los penales, celebró como si el sonido del silbato fuera un gol. Ante España y Croacia las cámaras captaron en la tribuna el brillo eufórico de esos ojos verdes y azules de tonos infinitos, las sonrisas bien abiertas, los saltos felices de adultos, viejos, niños.
Mientras una serie penal es para el resto del mundo la agonía del solitario con los pies sobre una mínima saliente del despeñadero frente al espeluznante abismo, para los rusos era un carnaval rojo que solo podía traer buenas cosas: muchísima emoción, desde luego, y con suerte el triunfo, triunfo que, sabían, su equipo merecía a medias porque había atacado poco por incapacidad o estrategia. O sea, cualquier rédito era bueno.
Es probable que ese futbol valiente (y a veces efectivo) pero agreste de los rusos se debe a que la cultura futbolística de su nación se reduce a poquitos meses, cuando se derrite la nieve y el frío paralizante mengua y permite jugar.
Y entonces uno no puede ponerse severo: bastante con lo que hacen.
Pero ayer era hasta enfadoso pensar: voy a ver cualquier cantidad de minutos de una Semifinal con un equipo aferrado con dientes y garras a su única esperanza: aguardar atrás para triturar (como un león a una cebra) a Croacia, y confiar con fe religiosa en que la Providencia les daría un gol. Pues no les dio uno, sino dos goles en un duelo que duró 128 minutos con muy largas fases de sopor y breves de éxtasis.
Apenaba ver a Modric y Kramaric acarrear balones hasta el hartazgo y luego trabajar no como artistas (lo que son) sino como esclavos en la frontera del área, atestiguar que tenaces encimaban ladrillos de una hermosa construcción para que de pronto vinieran Kutepov, Ignashevich, Kudriashov y a patadas pulverizaran el amoroso empeño croata.
Vino la serie de penales y los aficionados rusos gozaron las dosis dramáticas que exigían sus corazones. Pero la Providencia que antes los auxilió hasta llevarlos a la alfombra roja del quinto partido, hizo justicia.
Perdón, Rusia: ayer ganaron los buenos.