“Imaginemos cosas chingonas”, nos exigió el Chicharito, y desde ese instante nuestra cabeza dio una vuelta tras otra en su carrusel de fantasías. Dale que dale, gire que gire. Y es que imaginar cosas chingonas no cuesta nada: podemos imaginar que nuestros pobres se reducen de 53 millones a 7 en un mes, o que nuestros políticos emprenden una revolución moral y dejan de vaciar las arcas, o que los cárteles cambian armas por varitas mágicas de Harry Potter y a los cultivos de amapola por otros de jazmines, tulipanes y rosas.
En futbol, lo mismo: no era una hazaña meter una monedita en la ranura de los sueños e imaginarnos campeones del mundo. La crueldad de esta Rusia 2018 para México fue que los 90 minutos contra Alemania se volvieron un estupefaciente que nos hizo delirar que éramos un transbordador espacial hacia Marte, y que en el trayecto viviríamos maravillas en un universo repleto de hermosos cometas, planetas, lunas. Pero de golpe nuestra nave perdió altura dramáticamente.
Lo de dramático no es una abstracción. Después de que Chicharito convirtió a Corea con un remate a lo Chicharito, descompuesto aunque certero, pasaron casi 215 minutos sin un solo gol. Sí, media hora ante los asiáticos, un duelo entero contra Suecia y otro con Brasil, y no volvimos a gritar gol. Nunca más.
Ayer, al concluir el partido el técnico Osorio dijo: “Si comparamos la estadística de la FIFA, 53 (por ciento) de posesión para México Vs. 47 de Brasil, sugiere, o por lo menos para mí, que dimos la cara”. Menos mal que Osorio dijo “sugiere para mí”, porque su premisa es algo como esto: si el futbol fuese un juego sin porterías y vencieran las escuadras con más posesión de la pelota, seríamos campeones del mundo (del deporte más aburrido del mundo). Pero demonios, resulta que en este deporte hay que anotar, ¡qué desconsideración!
En la competencia México tuvo un portero de calidad desorbitada, una defensa digna, y con Herrera, Guardado y Vela fue excelente en la creación que va del fondo a tres cuartos. Pero después, cuando solo faltaba regatear para entrar al área y reventar un zapatazo, o rematar de larga distancia, o perforar con paredes la defensiva rival y descargar, fuimos un desastre. Negra productividad.
Dice un dicho materno para aquel que nunca concreta sus proyectos: “siempre le faltan cinco pa’l peso”. Sí, siempre nos faltaron cinco centavitos para redondear la misión. Sin excepción desde el tercer duelo mundialista nos faltó un poquito, un poquitito, casi nada, para volver a sacudir las redes, y ese casi nada nos condenó.
Los números son desoladores. En todo el Mundial, México metió 13 disparos entre los tres palos, 24 fuera y 20 fueron bloqueados. Es decir, tuvo 57 ocasiones de gol, de las cuales convirtió tres: el 5.4 por ciento. Y un número más horripilante: ayer, en el partido de Octavos disparamos una vez entre los tres palos. Una sola, una. En los 155 años de historia del futbol no se ha creado el modo de ganar partidos sin que la pelota atraviese el hueco que hay entre los dos postes y el travesaño.
La incapacidad de nuestros delanteros causa penas desde Estados Unidos ’94, cuando inició esta racha inconcebible de siete Copas del Mundo en que México llega a Octavos de Final y adiós.
Al futbol mexicano le sobran arqueros fuera de serie, defensas durísimos, mediocampistas con inventiva e inteligencia: todo eso está resuelto.
Lo que sigue es reinventarse partiendo por el ataque. Gol, gol, gol, gol, para no creernos un transbordador rumbo a Marte y desplomarnos a tierra como un triste globito desinflado en la Alameda. La formación de grandes delanteros debería ser nuestro credo.
Sólo así tendrá sentido imaginar cosas chingonas.