La secuencia de 10 segundos inicia cuando Sampaoli intenta devolver con el pie al campo una pelota que había salido, y rebota en un croata. El técnico argentino lo mira con furia y suelta un “puto”, prólogo de cuatro gritos más: “¡cagón, cagón, cagón, cagón!”.
En el lenguaje popular argentino, “cagón” es “cobarde”. Sí, el cerebro de una de las selecciones más virtuosas, poderosas y elegantes, le gritó “cobarde” al jugador de un equipo que te ganó a buena lid y te hizo tres goles para que elijas. El primero, al sacar provecho de la incapacidad del portero Caballero, autor de uno de los más grandes ridículos en Copas del Mundo. El segundo, una preciosa y brillante jugada que concluye con un disparo de Modrić cuya comba es la firma una cátedra llamada Remate al Arco I. Y el tercero, con una jugadita barrial en la que el balón va y viene sin que la toques hasta que te convierten cuando ya estás mareado.
Si a eso respondes con un cuádruple “cagón” en el más grande escenario con que puede soñar un técnico (obligado a ser modelo de conducta), te degradas a ti, a quienes diriges, a la magnífica historia (estirpe) de donde provienes. No eres consciente de tu lugar en el futbol internacional y por eso no mereces estar en Rusia 2018.
Sampaoli es símbolo de la degradación de la selección mayor argentina en los últimos 25 años, los mismos en que no ha ganado un torneo (el último, la Copa América del ’93). Alguien dirá: “son subcampeones del mundo”. Argumento flaco: pasan las décadas y ni siendo subcampeones han construido un equipo memorable. Y para colmo suman al menos tres mundiales en la misma lucha infértil, extenuante, grotesca, que se resume en la idea masticada hasta la náusea de “hay que encontrar el equipo en que Messi esté cómodo”. Esa repetitiva misión que fracasa es la lucha contra sí mismo del desequilibrado que golpea sin tregua su cabeza ante un muro hasta hacerla explotar. Argentina se enfrenta al error de pensar que un equipo es un embudo donde todo lo que se arroja tiene un mismo destino: Messi.
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La Francia del ’98 no se planteaba “todos juguemos para Zidane”, ni la Alemania del 2014 “todos juguemos para Kroos”, ni la España del 2010 “todos juguemos para Iniesta”. Los mundiales los ganan equipos. Y ayer apenaba ver a Messi solito, deambulando, débil, en medio de un equipo mediocre que no atinaba a jugar para él, ni colectivamente, ni a nada razonable. Forma un equipo y si uno te falla (Messi) habrá 10 que te salven. Pero si descuidas a esos 10 y además Messi te falla, tragedia. El problema histórico de Argentina no ha sido tanto Messi como los otros 10.
Messi es importante, pero asignarle poderes suprahumanos, persuadirlo de que es El Messías, ha sido excesivo para un jugador con profundas crisis emocionales y de liderazgo. No es Maradona, no es Pelé, no es Cristiano, maravillosos y a la vez estoicos en la adversidad. Messi se quiebra bastante seguido.
En ese obsesivo esfuerzo por consentirlo, Argentina se fue olvidando de algo esencial: construir colectividades. Desde Italia ‘90, cuando casi es campeón con una selección espantosa, se volvió una escuadra normal, promedio, con pocos o ningún artista salvo el rosarino. Y esa escasez de futbolistas fuera de serie se agravó porque en España y Alemania, por ejemplo, la fórmula de la grandeza partió de entender que en el futbol juegan equipos, no genios abastecidos por 10 obreros medianamente calificados.
Pero hay una buena noticia: la eterna e inútil búsqueda del equipo ideal para el mediocampista del Barcelona está por concluir. En el próximo Mundial, Messi tendrá 35 años. Probablemente sea muy grande para una competencia de ese nivel. Es decir, si no sucede un milagro y Argentina vuelve en estos días a casa, prescindirá de la bajeza de un técnico capaz de gritar “cagón, cagón” en plena Copa del Mundo y, lo verdaderamente importante, nacerá una nueva era en la que volverá a comprender que en un equipo juegan 11, no 10 + 1.