Durante 2016 y 2017 el reclutamiento y uso de niños en la guerra civil de la República Centroafricana se duplicó pese a la presencia de organismos internacionales. Los que consiguen dejar las armas deben hacer frente a un nuevo conflicto: el rechazo de la comunidad.
HACE CINCO AÑOS, cuando Hassan contaba con 11 años, los milicianos mataron a su padre cerca de su hogar en Kaga Bandoro, una pequeña población ganadera de la República Centroafricana. Dominado por la tristeza y la ira, el niño, miembro de la marginada minoría musulmana del país, concluyó que los tribunales no le darían justicia. Solo confiaba en un fusil Kaláshnikov.
Poco después de la muerte de su padre, Hassan (identificado con un seudónimo por razones de seguridad) se unió a la alianza de rebeldes Séléka —la coalición de guerrilleros locales y extranjeros que combate en la guerra civil—. En 2013, este grupo, eminentemente musulmán, tomó el control de grandes extensiones del país, lo cual desató represalias por parte de las milicias cristianas conocidas como antibalaka.
El primer trabajo de Hassan: guardaespaldas de un comandante cuyo grupo armado aterrorizaba poblaciones en un territorio del tamaño de Texas, localizado entre Chad y la República Democrática del Congo. Transcurridos tres meses, Hassan cuenta que fue ascendido a teniente y puesto a cargo de unas 50 personas, incluidos otros diez niños. “Tuve miedo al principio”, confiesa. “Pero después perdí el miedo. Me acostumbré a sostener un arma”.
Los rebeldes también le dieron la tarea de reclutar más menores, ofreciéndole recompensas esporádicas e insignificantes. “Me gustaba el trabajo”, asegura. “En festividades especiales, me daban cigarrillos y dinero”.
Pero, al prolongarse el conflicto, los suministros escasearon y la cuenta de fatalidades aumentó en los dos frentes. Casi todas las noches Hassan y su pelotón dormían en la selva. Cuando estaba de guardia, disparaba contra civiles que ignoraban su orden de detenerse. “Vi mucha sangre”, revela. “Me sentía feliz después de atacar una población. Pero esa sensación desaparecía y tenía miedo al comprender que mi enemigo regresaría”.
MÁS NIÑOS RECLUTADOS
La matanza continúa en la actualidad. Luego de una tregua tentativa, a principios de 2016, la guerra civil volvió a cobrar fuerza unos meses después. La alianza rebelde se ha fragmentado en facciones rivales que combaten por los recursos minerales y las rutas comerciales de la República Centroafricana. Las milicias están fortaleciendo sus filas con más niños, al tiempo que una fuerza de trabajo que encabeza Naciones Unidas intenta ayudar a miles de ex niños soldados a reintegrarse en la sociedad. En marzo, Ursula Mueller, secretaria general asistente para Asuntos Humanitarios de la ONU, informó que “el reclutamiento y el uso de niños en los grupos armados aumentó 50 por ciento entre 2016 y 2017”, y que el conflicto sigue escalando. A la fecha, miles de niños y niñas sirven como combatientes, cocineros, mensajeros y porteadores, afirma el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia [Unicef, por su acrónimo en inglés]. Muchas veces sufren abusos de los militantes de más edad, les ordenan cometer atrocidades y los utilizan como escudos humanos. La mayoría ha experimentado traumas profundos. “Los niños están pagando el precio más alto por esta nueva oleada de violencia”, asegura Marie-Pierre Poirier, directora regional de Unicef.
Desde 2004, naciones occidentales e instituciones internacionales como la Comisión Europea, la ONU y el Banco Mundial han financiado varios programas de desarme en la República Centroafricana en un esfuerzo para suprimir una serie de rebeliones, propiciar la dispersión de los grupos armados y ayudar a los militantes a volver a la sociedad civil. Dichos programas suelen ofrecer incentivos a los combatientes (como apoyo educativo, capacitación vocacional y trabajo remunerado) a fin de que entreguen sus armas.
Sin embargo, las estadísticas de la ONU revelan que, de los cerca de 12,500 niños que los grupos armados han liberado desde 2014, más de la tercera parte (unos 4,500) aún no ha recibido ayuda. Las razones principales incluyen falta de dinero —por ejemplo, casi 90 por ciento de las operaciones de Unicef en esa región no cuentan con suficiente financiación— y la incapacidad de los trabajadores de asistencia para operar en algunas áreas que controlan los grupos armados. “Si no hacemos un buen trabajo, los niños regresan”, confiesa un trabajador de asistencia experimentado, quien habló de manera anónima debido a la sensibilidad del tema. Los mediadores intentan convencer a los comandantes de que liberar a los niños beneficiará a las milicias, ya que dispondrán de más recursos críticos para otros combatientes, como alimentos y agua. “Después —agrega el trabajador— ambas partes firman un acuerdo. Nosotros los cuidamos y ustedes no vuelven a reclutarlos”.
Los programas de desarme se han vuelto un componente clave para los esfuerzos de pacificación de la ONU, pero esas iniciativas son problemáticas. Trabajadores de asistencia dijeron a Newsweek que, durante las negociaciones, algunos comandantes de milicias intentaron obtener donativos personales de las organizaciones no lucrativas internacionales; y que, a cambio de beneficios, presentaron listados de combatientes que incluían familiares o niños inexistentes.
DESARME RELATIVO
Louisa Lombard, experta en la República Centroafricana y profesora asistente de antropología en la Universidad de Yale, ha descrito algunas iniciativas de desarme como “fosas de corrupción”, donde los funcionarios han vendido espacios en los programas e incumplen con la ayuda. Según algunos críticos, incluso las campañas de desarme más exitosas terminan promoviendo la violencia, aunque sea inadvertidamente. Lombard afirma que muchos centroafricanos “consideran que la rebelión es más fructífera que nunca”, ya que los programas resultantes parecen ofrecer a los militantes “el mejor vehículo para obtener un salario y otros derechos”.
Algunos funcionarios han visto militantes que entregan armas improvisadas utilizadas para cazar en la selva, a la vez que conservan en casa las más sofisticadas. Entre 2004 y 2007, cuando 7,500 combatientes participaron en uno de los programas de desarme más grandes del país, los investigadores descubrieron que los combatientes solo entregaron 417 armas de fuego, las cuales fue imposible almacenar y rastrear debido a la mala calidad de las bases de datos. Por otra parte, dicho programa utilizó una definición tan vaga del término “arma” que los funcionarios responsables de desarmar a los militantes aceptaron piezas de uniformes (como gorras militares) en vez de armas de fuego.
En entrevista con Newsweek, Kenneth Gluck, subdirector de la misión de pacificación de la ONU en la República Centroafricana, reconoció que han tenido “muchas prácticas problemáticas en el pasado”, e insistió en que futuros acuerdos de desarme no repetirían esos errores.
En cualquier caso, reintegrar a los niños soldados no es más fácil que desarmarlos. Todos están traumatizados y muchos se resisten a la oportunidad de empezar de nuevo. El problema se complica porque el abuso de sustancias es frecuente en estos niños. “Cuando me presentan con niños de los grupos armados, rehúsan mirarme”, revela Marciel Mongbu, trabajadora de protección infantil en Kaga Bandoro, población que yace en el norte del país, en la región controlada por los rebeldes. “Ven muchas cosas en la selva; su conducta se vuelve brutal y agresiva. Pero al trabajar con ellos, comprenden que lo que les ocurrió está mal”.
El siguiente obstáculo: volver a casa. Cuando los grupos armados liberan a los niños soldados, los líderes locales y los trabajadores de ayuda intentan facilitar su transición a la vida civil, tanto para ellos como para sus comunidades. “El mensaje es: recíbanlos”, enfatiza Mongbu. Mas el estigma de su pasado violento puede traducirse en el rechazo de la comunidad.
En cuanto a Hassan, su futuro es incierto. Es uno de los 74 niños soldados que las facciones armadas liberaron en septiembre pasado. Cinco meses después, una tarde polvorienta, decenas de ellos se reunieron en las afueras de Kaga Bandoro para hablar con un trabajador de Unicef sobre la manera de lidiar con el trauma que cada cual había experimentado durante la guerra. A la sombra de un mango, los niños se quitaron los zapatos y se sentaron en mantas, cruzando las piernas. Hassan estaba casi al frente, con ropa deportiva negra y el rostro impasible. No tiene un centavo y vive de las raciones que proporciona Unicef —casi siempre mandioca y sardinas enlatadas—. También se encuentra muy lejos de los familiares que aún le quedan, algunos de los cuales viven en campamentos para refugiados. Con todo, está decidido a sobreponerse al conflicto. Espera aprender nuevas destrezas, volverse sastre o mecánico. Como él mismo dice: “Estoy listo para empezar una vida nueva”.
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El trabajo periodístico para este artículo fue financiado con una beca del Centro Pulitzer para el Reportaje de Crisis.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek