Desde hace años ha sido percibido como naíf o loco. Pero ¿qué tal si el presidente de Corea del Norte es en realidad el tipo más inteligente de todos?
A principios de 2012, pocos meses después del elaborado funeral de Estado del líder norcoreano, Kim Jong Il, me encontré en la oficina de Pionyang de un hombre conocido en Estados Unidos como James Kim; un cristiano evangélico veterano de la Guerra de Corea y ex preso político en Corea del Norte. También fundador de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Pionyang, y fue así como conoció a Kim Jong Il. Durante la charla, James me contó que asistió al funeral y se topó con el hijo del amado líder, un hombre corpulento de 29 años llamado Kim Jong Un.
En aquellos días, imperaba la opinión convencional de que Kim hijo era demasiado inexperto para ejercer un control estricto del poder como hicieran su padre y su abuelo. Estudió la preparatoria en Suiza, le encantaba jugar baloncesto, y era fanático de Michael Jordan: rasgos de normalidad que algunos citaban con insistencia, tal vez con la esperanza de que ese Kim fuera distinto. ¿Abriría la economía y daría a su pueblo un atisbo de la prosperidad de que disfrutaban sus vecinos? ¿Persuadiría a sus generales de detener la búsqueda implacable de una bomba nuclear que tanto alarmaba al mundo exterior?
Sentados en su oficina del campus universitario, James me dijo que semejante idea era naíf. El joven líder estaría a cargo nominalmente, solo para mantener intacta la dinastía Kim, pues serían otros quienes dirigirían realmente el país, empezando por su tío, Jang Song Thaek, un funcionario poderoso allegado a los chinos. En cuanto a Kim, añadió James, “es apenas un niño. Es muy blando”.
James conocía bien a la familia Kim, pero se equivocó respecto del joven líder. Todos nos equivocamos. Kim tomó el control de Corea del Norte al poco tiempo, escaló el programa de armamento nuclear y aniquiló a los enemigos percibidos, desde Jang (fusilado en 2013) hasta su medio hermano (asesinado con el agente neurotóxico VX en Kuala Lumpur, en 2017). Y de pronto, los observadores occidentales que consideraban naíf a Kim, empezaron a verlo como un loco.
Transcurridos seis años de su régimen, esta percepción del joven líder vuelve a cambiar de manera radical. Los extranjeros que han tratado con él dicen que está involucrado en los problemas que enfrenta el país. Thomas Bach, el director alemán del Comité Olímpico Internacional, se reunió con Kim después de los Juegos Olímpicos de invierno de 2018, y halló que su conversación sobre el acontecimiento fue “directa” y “fructífera”, añadiendo que Kim formuló “preguntas detalladas” y que parecía “bien informado”. Y ahora, no mucho después de la histórica reunión de Kim con el presidente surcoreano, Moon Jae-in, a fines de abril, los optimistas de Seúl creen que podría estar preparado para un tratado trascendental con un mandatario estadounidense neófito que pretende desnuclearizar la península coreana a cambio de garantías diplomáticas y de seguridad. Muchos creen que Kim no solo es racional, sino también un negociador hábil que podría estar dispuesto a llegar a un acuerdo.
Dada la experiencia con promesas norcoreanas anteriores, los escépticos de Washington no lo creen. Pero, según un asistente de seguridad nacional, Trump se presentará a la cumbre del 12 de junio en Singapur -la primera en la historia entre un líder norcoreano y un presidente estadounidense- “con la mente abierta y dispuesto a escuchar con mucho, mucho cuidado” (igual que otros entrevistados para este reportaje, el experto en seguridad habló a condición de permanecer anónimo, pues no está autorizado para declarar ante la prensa).
Fuentes diplomáticas de Seúl comentan que la secuencia de acontecimientos ha sido impactante, sobre todo para China, el aliado más cercano de Corea del Norte. Hasta este año, Pionyang y Estados Unidos parecían dispuestos a chocar. A decir de los observadores de Corea del Norte en Seúl, Kim persistía “tenazmente” en su programa nuclear; en parte, porque temía que el gobierno surcoreano anterior quisiera ver derrotado a su régimen.
Fuentes de inteligencia estadounidenses calculan que, en estos momentos, Corea del Norte tiene 30 bombas nucleares y que está a punto de poner una en misiles de largo alcance capaces de atacar el territorio de Estados Unidos. Pionyang nunca respondió de manera favorable a los ruegos de Barack Obama. De hecho, Kim exasperó tanto a la presidencia pasada que Washington dejó de negociar con Corea del Norte, iniciando una “no política” que optó por llamar “paciencia estratégica”. Dicha paciencia se convirtió en una crisis emergente que Trump heredó: tras las elecciones de 2016, en una reunión con su sucesor, Obama informó a Trump que Corea del Norte sería su principal problema de política exterior.
Estados Unidos -y el mundo- respondieron estrechando aún más las sanciones económicas; y, para sorpresa de muchos, China hizo un esfuerzo mayor para frenar su comercio con Pionyang. Trump insultó públicamente a Kim, llamándolo “Rocket Man”, no solo en tuits, sino también en un discurso ante Naciones Unidas. Amenazó a Kim con “fuego y furia”, mientras que el norcoreano llamó viejo que chochea (dotard) al estadounidense. Durante un tiempo, el año pasado, la presidencia Trump incluso pensó en una estrategia de “nariz sangrienta” contra Corea del Norte: un ataque limitado para demostrar a Kim que Estados Unidos hablaba en serio sobre acabar con el armamento nuclear de Pionyang. De pronto, lo impensable parecía factible: otra guerra en la península coreana; un conflicto que, según cálculos, dejaría millones de muertos.
Kim volvió a desafiar las expectativas. Con la inminente crisis nuclear, aprovechó el momento oportuno -los Juegos Olímpicos de Invierno en Pyeongchang, que incluyeron una delegación de atletas del norte- para proponer una cumbre con Moon Jae-in (presidente de Corea del Sur) y enviar a Trump una propuesta asombrosa a través de los surcoreanos: Hablemos.
De inmediato, se desató un debate entre los eruditos de Washington y Seúl, el cual persiste hasta hoy. ¿Acaso Kim actuó desde una postura de poder? ¿Llegaría a la mesa contoneándose con sus misiles y trataría de conseguir un acuerdo estadounidense para control de armas? ¿O acaso las nuevas sanciones habían empezado a pasarle factura?
Políticos surcoreanos y estadounidenses creen que se trata de una combinación de factores. “Sin duda, las sanciones tuvieron que ver”, dice Cheong Seong-chang, del Instituto Sejong, un grupo de expertos de Seúl. “Corea del Norte está en una encrucijada, y el dolor económico es real”. Pero las sanciones no son toda la historia, afirman él y otros entrevistados de Newsweek. Funcionarios allegados a Moon sabían que Kim estaba sufriendo crecientes presiones económicas, pero (en su opinión) el norcoreano pensaba que el desarrollo de la capacidad nuclear había asegurado su régimen. Durante las Olimpiadas, Moon quiso averiguar si Kim tenía un lado práctico. Así que el gobierno surcoreano envió un mensaje a su hermana, Kim Yo Jong, quien encabezaba la delegación de Pionyang: si negociaba su programa nuclear y de misiles, Seúl abandonaría todas las sanciones; reiniciaría los programas económicos relacionados con el turismo y la industria ligera en el norte (como la manufactura, por ejemplo); y, junto con Estados Unidos, empezaría a normalizar relaciones. La respuesta de Kim Yo Jong fue favorable y entonces sorprendió a sus anfitriones olímpicos con la propuesta de su hermano para reunirse con Trump. Los temas a tratar: el programa nuclear y el establecimiento de relaciones diplomáticas entre naciones que nunca han firmado un tratado de paz. Un importante diplomático surcoreano comenta: “Nuestra opinión fue que Kim había tomado una decisión estratégica. A cambio de garantías de seguridad, desea avanzar hacia la reforma económica y una eventual prosperidad”.
No queda claro si Kim sabía que el magnate neoyorquino aceptaría su propuesta. Los asesores de seguridad nacional temían que Trump cayera en una trampa. Mas la ambición de hacer algo que ningún presidente ha logrado -una entrevista personal con un líder norcoreano- fue irresistible para Trump, quien aceptó la invitación de inmediato.
En público, Trump ha dicho que el éxito de la cumbre depende de que Kim “renuncie a sus armas nucleares, todas ellas”. En el interior de la Casa Blanca, los funcionarios empiezan a ser más específicos. Liderados por el ultra conservador John Bolton, el nuevo asesor de seguridad nacional de Trump, pretenden que el presidente insista en llevar a cabo el desmantelamiento verificable e “irreversible” de los programas nucleares y de misiles de Corea del Norte. Para ello, habría que destruir las bombas existentes, así como los medios para producirlas, junto con los sistemas de lanzamiento potenciales.
Los surcoreanos opinan que Kim es sincero en su intención de desnuclearizar la península. Y tal vez tengan razón. Durante el fin de semana de Pascua, el entonces director de la CIA, Mike Pompeo -actual secretario de Estado- viajó a Pionyang para una reunión secreta con el líder norcoreano. En esa visita, Kim accedió a no exigir el retiro de los 28,000 efectivos estadounidenses destacados en Corea del Sur. Cada año, esos soldados participan en grandes ejercicios militares conjuntos con Seúl; ejercicios que Corea del Norte ha condenado desde hace mucho tiempo.
La disposición para aceptar la presencia militar estadounidense en la península representa un cambio de política y apunta a que Kim podría tener un mayor contacto con la realidad del que tuvieron su padre y su abuelo. “Esos efectivos no desaparecerán en fecha próxima, y él ha demostrado que entiende la situación”, afirma un importante diplomático surcoreano. “Cuando se reúnan, los dos líderes no tendrán que perder mucho tiempo en ese asunto”.
Entonces, ¿qué pretende Kim, específicamente? A decir de las fuentes de Seúl, durante la cumbre con Trump, Kim definirá objetivos para negociaciones de seguimiento: un tratado de paz con Estados Unidos que finalice, formalmente, la Guerra de Corea; un pacto de no agresión; y el inicio de relaciones diplomáticas normales con Washington, como las que inició Obama con Cuba en 2015. También quiere que Estados Unidos y Corea del Sur moderen el tono de sus ejercicios militares anuales (aunque no los eliminen). Dichos ejercicios están ideados para demostrar a Pionyang cuánta potencia de fuego son capaces de reunir estos aliados en la eventualidad de un ataque. Funcionarios surcoreanos agregan que es poco probable que el norte exija algún anticipo importante de ayuda económica, adicional a la eliminación de las sanciones. Kim cree que, una vez que las sanciones desaparezcan, comenzará a recibir grandes inversiones exteriores.
Lo sorprendente de esas demandas -si resultan ser precisas- es “que son mínimas”, según lo expresa Cheong, comparadas con lo que Corea del Norte ha pedido en negociaciones anteriores con las presidencias de Clinton y de George W. Bush.
Es muy probable que Trump acceda a las exigencias. Como candidato y después, como comandante en jefe, ha cuestionado abiertamente por qué Estados Unidos se toma la molestia de defender a Corea del Sur cuando, al mismo tiempo, mantiene un importante déficit comercial bilateral con Seúl. Si bien esa interrogante tiene respuestas muy claras -la presencia militar estadounidense es un disuasorio poderoso para cualquier ataque norcoreano y, por consiguiente, garantiza la estabilidad en el noreste de Asia-, el planteamiento revela también el aislacionismo instintivo de Trump. En cualquier caso, Kim ha resuelto el tema de la retirada de efectivos anticipadamente.
Entre tanto, la decisión de Pionyang de liberar a tres rehenes estadounidenses en mayo ha creado un ambiente favorable para la próxima cumbre, igual que sucedió, días después, con la noticia de que destruiría su principal sitio de pruebas nucleares en el noreste de Corea del Norte (aun cuando dos de ellas pueden haber causado daños significativos la última vez que Pionyang probó una bomba).
Con todo, la decisión de Kim de interrumpir las pruebas nucleares e iniciar negociaciones ha tenido poco éxito en Washington. Dada la experiencia de los acuerdos nucleares pasados, el nivel de desconfianza hacia los norcoreanos es muy alto. Razón por la que Bolton ha planteado la posibilidad de que Corea del Norte renuncie a todas sus armas de destrucción masiva (incluidas las químicas y las biológicas). Sin embargo, Seúl teme que eso pueda ser una imposibilidad para un régimen que siente que dichas armas lo mantienen en el poder. “Sin ellas, Corea del Norte se sentirá completamente desarmada”, previene un funcionario surcoreano.
Algunos observadores de Corea del Norte en Seúl señalan que Estados Unidos debería aceptar un “desmantelamiento de 95 por ciento”, dice Cheong. “Eso equivale a la desnuclearización”. Y actuaría como una red de seguridad para el régimen, “lo cual sería aceptable en la eventualidad de firmar un tratado de paz y un acuerdo de no agresión, y si las fuerzas [estadounidenses] permanecen en su sitio”.
Si Kim ordena una reducción significativa de su programa nuclear -en la tensión general con el mundo exterior-, es probable que obtenga ese acuerdo. A diferencia de hace seis años, no cabe duda de quién manda hoy en Pionyang. “Cualquier decisión que tome el líder supremo debe respetarse y aplicarse”, dice Cheong. Y cualquiera que desobedezca, estará “en grandes problemas”, añade. Los generales saben ahora que Kim Jong Un no es un blandengue. Y, si necesitan un recordatorio, pueden visitar la tumba de su tío Jang.
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Con Sofia Lotto Persio en Londres
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek