Si una serie de escándalos por corrupción obliga a Benjamin Netanyahu a renunciar a su cargo de primer ministro de Israel, dejará tras de sí un país que está profunda y tal vez irreparablemente dividido.
Cuando Benjamin Netanyahu visitó Washington previamente este mes, debió haber sido un triunfo político, un momento de exultación. En la mayor parte de sus 12 años en el poder, el primer ministro israelí de línea dura fue obligado a trabajar con presidentes que lo despreciaban, demócratas con inclinaciones izquierdistas que hablaban de los asentamientos y la categoría de Estado de Palestina. Ahora tiene a Donald Trump. Su reunión el 5 de marzo en la Casa Blanca fue la primera desde que Estados Unidos anunció sus planes de reubicar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén esta primavera. Desde hace mucho, los políticos israelíes habían exigido la mudanza; Netanyahu fue quine la consiguió. Siempre adulador, comparó a Trump con Cirio, el gobernante persa que liberó a sus súbditos judíos hace 2,500 años y les permitió regresar a Jerusalén. De allí fue a la conferencia política del Comité Americano Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC, por sus siglas en inglés), donde Netanyahu y su esposa fueron recibidos con ovaciones de pie, una bienvenida más cálida que cualquier otra que habría recibido en casa.
Y aun así, todo el viaje se arruinó desde el principio. Horas antes de que Netanyahu se reuniera con Trump, los israelíes se enteraron de que uno de los asesores más cercanos al primer ministro se había vuelto en su contra. Nir Hefetz, experiodista, había sido descrito como el “propagandista de Netanyahu”, el hombre responsable de manipular la cobertura de prensa del primer ministro y su esposa. Pero después del arresto de Hefetz en febrero, este aceptó presentar evidencia y entregar grabaciones de los Netanyahu discutiendo una supuesta conspiración criminal. Es el tercer confidente del primer ministro del que se sabe que cooperó con las autoridades en meses recientes.
Netanyahu actuó como si nada estuviera mal. Después de todo, es el segundo primer ministro de Israel con más tiempo en el cargo. Ha sobrevivido a investigaciones policiacas con anterioridad, las cuales se remontan a su primer periodo, en la década de 1990. “No habrá nada porque no hay nada”, ha dicho, menospreciando los aluviones más recientes de indagatorias por corrupción. Y los críticos han hecho carrera subestimándolo. Antes de la elección más reciente, en 2015, los israelíes estaban convencidos de que Netanyahu estaba acabado. La votación giraría sobre la economía, predijeron, y el primer ministro tenía poco que ofrecer (ni siquiera se molestó en publicar un programa económico). Ganó de todas formas, y de manera decisiva.
Pero incluso sus aliados empiezan a murmurar que su visita a Washington fue la última. Después de años de investigaciones, la policía lo está acorralando; los casos en su contra se han hecho más sustanciales día con día. El fiscal general decidirá en los próximos meses si lo acusa de una serie de cargos, que van desde los cómicamente absurdos hasta los totalmente serios. El hombre a quien Time alguna vez llamó “Rey Bibi” ha mandado en la escena política de Israel por diez años y planeaba quedarse muchos más. Ahora, súbitamente, parece vulnerable.
Su discurso en el AIPAC fue su usual alegato de campaña. Habló de la seguridad de Israel, sus lazos diplomáticos florecientes en partes del mundo previamente hostiles, su envidiable industria de alta tecnología. Estos son logros innegables, pero no son el verdadero legado de Netanyahu. Cuando se vaya —y ahora parece una cuestión de cuándo, en vez de si acaso— dejará detrás un país que está profunda y tal vez irreparablemente dividido.
Esta división no es enteramente culpa suya. La demografía y los cambios culturales —desde el crecimiento rápido de la población judía ultraortodoxa hasta el militarismo de una generación más joven criada durante la Segunda Intifada, la violenta revuelta palestina— tienen un papel importante. Pero él innegablemente ha acelerado el proceso. Permite que los jaredíes (la palabra hebrea para judíos ultraortodoxos) dicten la política en todas partes, desde la construcción ferroviaria hasta la organización de los rezos en el Muro Occidental. Netanyahu se ha mantenido en gran medida callado con respecto a la provocación feroz y derechista contra el presidente y el ejército. En vez de presionar contra los extremistas racistas y nacionalistas en su coalición, los empodera. Por ejemplo, el acto final de su campaña de 2015 fue una advertencia para el Día de las Elecciones de que “los árabes vendrán a las urnas en tropel”.
Las divisiones en la sociedad israelí podrían exhibirse notablemente dentro de pocos meses. Con las acusaciones acechando, Netanyahu podría convocar a una elección temprana. Entraría en la campaña con un índice de aprobación menos al 35 por ciento y con la mayoría de los israelíes exigiendo su renuncia. Muchos votantes batallan financieramente a causa del alto costo de la vida, los bajos salarios y la escasez de viviendas. El proceso de paz con los palestinos está muerto. Y aun así, si la elección se celebrara hoy, a pesar de su impopularidad y la posibilidad creciente de un juicio, probablemente aún ganaría.
ALGUIEN ARRINCONÓ A BIBI
Los Netanyahu han sido acusados de corrupción menor por décadas, y a la prensa le encanta cebarse con su lujoso estilo de vida. Gidi Weitz, corresponsal de Haaretz y uno de los principales periodistas de investigación de Israel, una vez escribió un artículo sobre la afición de la familia a irse sin pagar la cuenta en el restaurante italiano donde el primer ministro trabajó en la década de 1990. Las cortesías crecieron después de que Netanyahu fue reelegido en 2009: firmó un contrato por 2,500 dólares para tener un helado gourmet en su residencia oficial e hizo que trabajadores instalaran una cama de 127,000 dólares en un avión gubernamental para que el primer ministro y su esposa pudieran tomar la siesta en el vuelo de cinco horas a Londres. Aun así, estos fueron timos pequeños, un político aprovechándose de su puesto para vivir con un poco más de lujo. Tal vez lo más memorable fue lo que llegó a conocerse como Bottlegate: por varios años, Sara Netanyahu se embolsó los depósitos de 8 centavos por regresar botellas de vino vacías que el Estado había comprado (Sara es una figura influyente en la administración de su marido, así como una fuente de los problemas legales de él: dos extrabajadoras domésticas la han demandado exitosamente por abuso).
Las acusaciones se hicieron más serias el 13 de febrero, cuando la policía recomendó presentar cargos en contra de Netanyahu en dos casos distintos. En el primero está acusado de aceptar regalos de multimillonarios y hacerles favores a cambio, como ayudarle a uno a renovar su visa estadounidense de residencia. La esplendidez —puros, champaña y similares— supuestamente suma un millón de shekels, o alrededor de 288,000 dólares. En un ademán ostentoso y encantador, uno de sus benefactores era Arnon Milchan, el productor de la película Mujer bonita).
El otro gira alrededor de Arnon Mozes, el editor de Yediot Aharonot, el diario pagado más grande de Israel. Desde hace mucho ha sido crítico de Netanyahu, una postura que se debe más a una disputa personal que a diferencias políticas. Sara Netanyahu una vez comparó a Mozes con Lord Voldemort, el villano de las películas de Harry Potter. Pero según la policía, los dos enemigos celebraban reuniones amistosas para discutir un quid pro quo. Mozes ofreció bajarle el tono a la cobertura en su periódico sobre el primer ministro. A cambio, Netanyahu supuestamente ofreció afectar a Israel Hayom, un popular periódico gratuito financiado por el magnate estadounidense de casinos Sheldon Adelson, que se ha llevado una buena porción de los ingresos por publicidad del Yediot. No hay evidencia de que Netanyahu cumpliera su promesa. De hecho, hizo lo opuesto: convocó a elecciones tempranas en 2014 para detener un proyecto de ley que habría restringido la distribución del periódico de Adelson. Pero la mera discusión tal vez haya sido un crimen.
En el pasado, estas acusaciones habrían acabado con la carrera de un político israelí. Yitzhak Rabin renunció al puesto de primer ministro en 1977 después de que un periodista descubrió que su esposa tenía una cuenta bancaria en el extranjero, la cual contenía alrededor de 10,000 dólares de su propio dinero. Por extraño que suene, eso era ilegal en Israel, por entonces un país relativamente pobre y desesperadamente necesitado de divisas extranjeras. Rabin admitió que fue un “error” y dijo que no se “escondería detrás de la inmunidad parlamentaria”. No hubo sugerencias de corrupción, pero esta violación técnica fue suficiente para sacar del cargo a un primer ministro.
Ya no más. Un país idealizado por sus kibutz socialistas ahora se ha convertido en una economía neoliberal; entre los miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, un club de naciones adineradas, Israel está ubicado en segundo lugar detrás de Estados Unidos en desigualdad económica. “Solíamos ser una sociedad muy homogénea donde nadie tenía mucho dinero”, dice Ifat Zamir, director de la división israelí de Transparencia Internacional. “Y luego, en la década de 1990, algunas personas hicieron algo de dinero, y el mundo cambió con ellas. E igual lo hizo la confianza del público en el gobierno”.
Muchos israelíes han reaccionado a las acusaciones en contra de Netanyahu con apatía. Los activistas de izquierda han organizado protestas semanales en contra del primer ministro, pero incluso en su momento más álgido este verano, las multitudes sumaban solo miles. Para marzo se han reducido a pocos cientos. Y muchos de los asistentes sentían aversión por Netanyahu desde antes. Su base de derecha no lo ha abandonado. En realidad, algunas encuestas muestran que su popularidad ha aumentado. En los primeros días después de que la policía hizo pública su recomendación, era posible pensar que Netanyahu conservaría su empleo.
Pero la lista de acusaciones sigue creciendo. Se le acusa de cerrar otro trato supuestamente turbio, este con el dueño de Bezeq, la principal compañía de telecomunicaciones de Israel. El empresario, Shaul Elovitch, también posee Walla, un popular sitio web de noticias. En este caso, los favores podrían valer cientos de millones de dólares. La policía también investiga si Netanyahu y sus asesores ofrecieron promover a una jueza si ella aceptaba detener un caso en contra de la esposa del primer ministro. Y al fondo acechan acusaciones de que altos funcionarios de seguridad aceptaron sobornos de un conglomerado alemán que hace los submarinos con capacidad nuclear usados por la armada israelí. Esto último aún no implica a Netanyahu, pero varios de sus asesores están bajo investigación.
Como lo dice un miembro de la Knesset, quien habla habla anónimamente dado lo espinoso del asunto: “Todavía tenemos unas cuantas líneas rojas, y una de ellas es meterse con la seguridad nacional”.
STATU QUO
Si Netanyahu algún día es sentenciado a cumplir condena en la prisión Maasiyahu de mínima seguridad, estaría siguiendo un camino muy gastado. En febrero de 2016, Ehud Olmert, el primer ministro anterior, fue llevado a dicha instalación. Dos años antes, fue hallado culpable de soborno y sentenciado a nueve meses tras las rejas. Un programa matutino en la radio israelí quiso darle un consejo al nuevo interno. Eso no fue difícil de hacer: un verdadero gabinete en la sombra ha pasado tiempo en prisiones israelíes. Los locutores llamaron a un exministro de Salud, Shlomo Benizri, para ofrecerle consejos (“Los guardias no son sentimentales con los ministros”, señaló Benizri).
Pero el caso de Netanyahu podría ser diferente por una razón: la ley israelí es clara en que un ministro acusado de ofensas serias debe renunciar, pero no dice nada sobre un primer ministro. Olmert renunció antes de ser acusado. Su sucesor está determinado a quedarse. El consenso legal es que puede hacerlo, hasta que sea hallado culpable y agotado sus apelaciones. Entonces, por lo menos por ahora, su batalla es política. Olmert renunció después de que sus socios de coalición le dijeron, primero en privado y luego públicamente, que había perdido su apoyo. También estuvo bajo ataques devastadores de la oposición. “Un primer ministro que esté hundido hasta el cuello en investigaciones no tiene mandato moral ni público”, dijo el líder de la oposición por entonces.
Ese líder de la oposición era Netanyahu, que parece haber olvidado su edicto anterior. No tiene una presión real para renunciar. Sus aliados continúan con él. Naftali Bennett, ministro de Educación y que estuvo en Washington para asistir a la charla en el AIPAC, dijo que debería presumirse la inocencia de Netanyahu hasta que se demuestre lo contrario. Miri Regev, la populista ministra de Cultura, comentó que “no se impresionó” por el caso contra Netanyahu: “No me apresuro a colgar a la gente en la plaza del pueblo”.
Se habla en la Knesset, el parlamento israelí, de elecciones tempranas; pero como una muestra de fortaleza de Netanyahu, no de debilidad. Hace pocas semanas, su coalición parecía inexpugnable, lista para convertirse en la primera desde 1988 en cumplir un periodo completo de cuatro años. Pasó un presupuesto para dos años en diciembre de 2016, casi asegurando su supervivencia hasta la siguiente elección programada (según la ley israelí, si un gobierno no puede pasar un presupuesto, automáticamente se disuelve). Pero ahora los partidos ultraortodoxos han amenazado con votar en contra del próximo presupuesto a menos de que la Knesset apruebe una ley que exente a los hombres jaredíes de ser reclutados por el ejército. Aun cuando el plan de gastos no tiene que pasar antes de diciembre, Netanyahu podría usarlo como un pretexto para ir a las urnas.
Tiene buenas razones para tener confianza. Los sondeos del electorado israelí pueden ser verdaderamente poco confiables. Días antes de la elección de 2015, la mayoría de ellos colocaban al Partido Likud muy por detrás de su principal contendiente de centroizquierda. Aun así, son un barómetro decente del ánimo público. La encuesta más reciente, llevada a cabo por Channel 10, le da al Likud, el partido de Netanyahu, 29 escaños, solo uno debajo de su total actual. En segundo lugar, con 24 escaños, está Yesh Atid, un partido centrista cuya popularidad se ha balanceado desde que se fundó en 2012. El Laborista se ubica en un distante tercer lugar, con solo 12 mandatos, la mitad de los que tiene ahora. El resto de la Knesset se mantendría más o menos igual.
Algunos analistas retratan a Israel como un país que se tambalea inexorablemente a la derecha. Esto es simplificar de más. En 1981, el bloque de derecha y religioso ganó 64 escaños en la Knesset de 120 miembros. En 2015, ganó 67. La centroizquierda cedió muchísimo terreno, pero casi todo ante los partidos árabes, los cuales empezaron a existir en la década de 1990. El tamaño del bloque conservador y religioso se ha mantenido casi constante por una generación. El cambio verdadero se halla dentro de los bloques. En 1981, los dos partidos más grandes —el Likud y el Alineamiento, un predecesor del Laborista— ganaron 95 escaños, casi cuatro quintas partes de la Knesset. Ningún otro partido ganó más de 5 por ciento de la votación. Sin embargo, en la elección más reciente el Likud y el Laborista ganaron solo 54 escaños. Incluso si acordaran formar un gobierno de unidad, seguirían sin tener una mayoría. Otros siete partidos, de todo el espectro ideológico, superaron la marca del 5 por ciento.
Esta fragmentación les dificulta a muchos políticos israelíes formar coaliciones. Netanyahu podría armar de nuevo su actual, aunque con una mayoría más pequeña. Yair Lapid, presidente de Yesh Atid, batallaría en esta tarea. Incluso con una coalición amplia que abarque desde la centroizquierda hasta la extrema izquierda, se quedaría corto de una mayoría. Para cruzar la barrera de los 60 escaños, necesitaría a los partidos ultraortodoxos o a la facción ultranacionalista Yisrael Beiteinu. Este último es un partido de extrema derecha que hizo campaña en 2015 pidiendo una purga étnica y que se reviviera la pena de muerte. Y Lapid construyó su carrera política agitando contra los primeros, exigiendo recortes a sus beneficios sociales y que se pusiera fin a sus exenciones militares. Cualquiera de ellos sería una pareja incómoda.
La mayoría de los remplazos potenciales de Netanyahu enfrentan un dilema similar. Aun cuando continúa como líder de la oposición, el impopular Isaac Herzog ya no controla el Partido Laborista. Su sucesor, Avi Gabbay, fue elegido para el puesto principal del Laborista el año pasado e inmediatamente se propuso cortejar a los votantes de derecha. Su popularidad pronto se desplomó y aún no se recupera. El partido La Casa Judía, de Bennett, está demasiado vinculado con los colonos, y el partido de Avigdor Lieberman, Yisrael Beiteinu, con los emigrados rusos. Ninguno tiene posibilidades de ganar una pluralidad en la Knesset. Unos cuantos generales recién retirados buscan una segunda carrera en la política, pero necesitan hallar un partido bajo el cual postularse, y algunos de ellos todavía están en un periodo de espera que les prohíbe postularse a un cargo. En estas circunstancias, el Likud es el único partido con una oportunidad realista de formar un gobierno.
La resistencia de Netanyahu parece enigmática, dado que tiene poco que ofrecer a sus votantes. Sus críticos a menudo lo ridiculizan como “Sr. Statu Quo”. En 2011, enormes protestas socioeconómicas estremecieron a Israel. Empezaron con un pequeño plantón en un bulevar de moda en Tel Aviv; en septiembre, cientos de miles de personas estaban en la calle, quejándose por el alto costo de la vida. Terminaron sin alguna reforma importante. Los planes de telefonía celular son más baratos. Los supermercados rebajaron el precio del queso cottage. Pero los fundamentos de la economía siguen inalterados. Netanyahu ha hecho poco para abordar una escasez de vivienda a escala nacional que ha hecho los apartamentos incosteables para la mayoría de los jóvenes israelíes (comprar un apartamento de cinco habitaciones le cuesta al israelí promedio 16 años para pagarlo, en comparación con siete y medio en Francia y cinco en Estados Unidos). Mientras tanto, el primer ministro no ha tratado de abordar las escaramuzas constantes por la religión y la cultura que enturbian la política israelí, desde restricciones a los negocios durante el Sabbath hasta la incitación creciente contra activistas y académicos liberales.
Para algunos públicos extranjeros, el lapsus más imperdonable de Netanyahu es su falta de acción en el proceso de paz. Cada mes, el centrista Instituto de Democracia en Israel lleva a cabo un sondeo llamado el Índice de Paz. Las dos primeras preguntas siempre son las mismas: ¿Apoyas las pláticas de paz con los palestinos? ¿Piensas que serán exitosas? Casi 60 por ciento de los judíos israelíes apoya el proceso, pero solo 18 por ciento cree que traerán la paz. Junta esas cifras, y apenas uno de cada diez israelíes judíos apoya y cree en una solución de dos Estados. Una mayoría abrumadora piensa que el statu quo llegó para quedarse (los palestinos están similarmente resignados). “Netanyahu tenía dos metas cuando asumió el cargo”, dice un exasesor que pidió el anonimato para hablar francamente de su exjefe. “Una de ellas era desmontar los Acuerdos de Oslo”.
El primer ministro nunca lo ha dicho tan abiertamente, al menos no en público. Pero ha tenido éxito. Por casi una década se ha estancado, aceptando las pláticas de paz, pero nunca las concesiones sustanciales que podrían hacer avanzar el proceso. Dice una cosa en hebreo y otra en inglés. Días antes de la elección de 2015, prometió nunca establecer un Estado palestino. Después de que su victoria estaba asegurada —y después de duras críticas de Occidente—, trató de negar esos comentarios. Cuando Trump asumió el cargo y le pidió a Netanyahu que “contuviera” los asentamientos, el primer ministro estaba perplejo. “Él va a perder el interés”, predijo otro asesor el año pasado, mientras Trump visitaba Jerusalén. Claro está, el presidente ya no se habla con los palestinos y parece dudar de que pueda lograr lo que una vez llamó el “acuerdo máximo”.
Para ser justos, incluso un primer ministro pacifista batallaría para negociar con los palestinos, como están de divididos entre Fatah, el partido secular que controla la Franja Occidental, y Hamas, el grupo islamista que se hizo con el poder en Gaza en 2007. Tampoco recibiría mucha ayuda de la Casa Blanca actual. El embajador estadounidense ante Israel, David Friedman, es un partidario abierto de los asentamientos israelíes. Se pensaba que el yerno de Trump, Jared Kushner, cuya familia ha donado dinero a los grupos de colonos a través de su organización benéfica, tendría un papel principal en el proceso de paz. Hoy está enredado en un escándalo, y su papel en la Casa Blanca ha disminuido enormemente.
Pero no hay razón para pensar que los sucesores de Netanyahu estarán dispuestos o serán capaces de instrumentar la solución de dos Estados. De los seis hombres que posiblemente lo remplacen, cuatro son opositores jurados a la categoría de Estado de Palestina. Bennet quiere anexar dos tercios de la Franja Occidental, una medida que descartaría un Estado palestino. Lieberman rechaza la idea de la categoría de Estado, al igual que los personajes principales dentro del Likud. Cuando periodistas de Walla sondearon el gabinete, solo cuatro ministros estaban dispuestos a apoyar públicamente un plan de dos Estados.
Aun cuando Lapid y Gabbay lo apoyan, han sido vagos con respecto a cómo podrían lograrlo, cómo evitar los errores que paralizaron 25 años de negociaciones encabezadas por Estados Unidos. Ellos no ofrecen nada aparte de discursos vagos sobre “iniciativas regionales” e “involucrar a los Estados árabes”. Hay pocos incentivos para hacer otra cosa. El asunto no da muchos votos, y tampoco se menciona mucho en la política israelí. Antes de la elección de 2015, los líderes de la mayoría de los partidos principales se reunieron para un debate de dos horas y media en Channel 2. La palabra paz se pronunció exactamente cinco veces, tres de ellas por Ayman Odeh, que encabeza el partido que representa a los ciudadanos palestinos de Israel. “Este no es un parámetro que diferencia entre los partidos”, dijo Dani Dayan, exlíder de colonos y que ahora funge como cónsul general de Israel en Nueva York. “Que los israelíes entienden que sea el primer ministro no cambiará nad”.
“NO TENÍA UN PERIÓDICO”
El primer periodo de Netanyahu en el cargo duró solo tres años. Ganó por escaso margen en 1996, y los votantes rápidamente lo resintieron. El proceso de paz se tambaleaba. La ocupación bañada de sangre del sur de Líbano parecía interminable. Ya circulaban historias de corrupción alrededor de Netanyahu y algunos de sus socios de coalición. El público lo despachó en 1999 al entregarle a Ehud Barak la elección por un margen de 12 puntos.
Sin embargo, para Bibi todos estos asuntos eran secundarios. Al pensar en su derrota en la noche electoral, les dijo a sus asesores: “Perdí porque no tenía un periódico”. Resolvió el problema antes de su siguiente postulación al cargo de primer ministro, una década después. Israel Hayom no intentaba ser una fuente objetiva de noticias. El periódico generador de pérdidas, subsidiado tremendamente por Adelson, era una propaganda de Netanyahu; la oficina del primer ministro incluso supuestamente dictaba los encabezados.
Su ambición iba más allá de ganar la guerra cotidiana por los encabezados. En la víspera del septuagésimo aniversario de Israel, la historia política del país puede dividirse más o menos en dos mitades. La primera fue dominada por los predecesores centroizquierdistas del Partido Laborista. La clase política era en gran medida liberal, hombres seculares de ascendencia askenazi. El Likud ganó su primera elección hasta 1977, un evento que los principales presentadores de noticias en Israel llamaron fabulosamente “la revolución”. Desde entonces, la izquierda ha batallado para recuperar el poder. Los primeros ministros de derecha han gobernado en 29 de los últimos 40 años. Y aun así, el Likud continúa comportándose como un partido de oposición permanente. Según Netanyahu y sus aliados, ellos luchan por el control contra las élites arraigadas: las fuerzas militares, el poder judicial y los académicos (su amigo en la Casa Blanca llamaría a esto el “estado profundo”).
Según sus asesores, esta era la segunda meta de Netanyahu: remodelar la clase política de Israel. Su obsesión con manipular a los medios de comunicación es un ejemplo. Ha nombrado una cantidad sin precedentes de israelíes religiosos en los principales puestos de los servicios de seguridad. Ayelet Shaked, el nacionalista ministro de Justicia, trata de cambiar la manera en que los jueces son nombrados, dándole poder a la Knesset en vez de a un juez que sea visto como izquierdista. Regev, el ministro de Cultura, ataca constantemente a los artistas, incluso proponiendo una “prueba de lealtad” para quienes reciben fondos estatales.
Casi uno de cada cuatro estudiantes israelíes de primaria es ultraortodoxo, cuando hace una generación era uno de cada diez. Aun cuando la mayoría de los israelíes apoya una mayor separación entre la sinagoga y el Estado, los políticos ultraortodoxos empujan en la dirección opuesta. En el otoño de 2016 se opusieron al plan del ferrocarril estatal de llevar a cabo el mantenimiento en el Sabbath judío. El momento tenía sentido: los trenes no transitan los sábados, el tránsito automovilístico es ligero, y la mayoría de los trabajadores tiene el día libre. Pero los jaredíes, bajo presión de sus votantes, amenazaron con derrocar al gobierno a menos de que se cancelaran las reparaciones. Netanyahu perdió el tiempo hasta el último momento posible, la tarde del viernes, menos de una hora antes del Sabbath. Luego canceló la obra, una medida que le costó al Estado millones y provocó embotellamientos al domingo siguiente. Todo esto para evitar alejar a un electorado religioso que aleja a la mayoría de los israelíes.
Los diferentes judíos israelíes tienen posturas fundamentalmente incompatibles de cómo definir a Israel como un “Estado judío y democrático”. Sesenta y nueve por ciento de los ultraortodoxos y 46 por ciento de los nacionales-religiosos (una pluralidad) sienten que el Estado es demasiado democrático. Cincuenta y nueve por ciento de los judíos seculares piensa que es demasiado judío. Una mayoría de los judíos israelíes siente que es inapropiado que legisladores árabes sean parte de la coalición, y muchos piensan que es aceptable que el Estado destine más dinero para las comunidades judías que para las árabes.
En las primeras décadas después de 1948, Israel estaba rodeado de Estados árabes hostiles (y mucho mas grandes). La sensación de peligro compartido ayudó a unir a los judíos de todo el mundo, en especial dado que el recuerdo del Holocausto seguía fresco. Esos lazos se debilitaron después de los tratados con Egipto y Jordania. Aun así, el proceso de paz continuó manteniendo unida a la sociedad israelí, aunque en dos mitades: un “bando de paz” que creía que una solución de dos Estados era la única manera de salvaguardar el futuro del país, y un grupo opositor que sentía lo contrario. No obstante, había una sensación de destino compartido, que ambos bandos discutían sobre un sino común.
Sin embargo, en 2018 no hay una amenaza real que una a los judíos. El país tiene tratados de paz con dos de sus cuatro vecinos; un tercero, Siria, está en ruinas, y el cuarto, Líbano, es tan débil que Israel usa rutinariamente su espacio aéreo para lanzar ataques contra Siria (Hezbolá es una amenaza seria, pero difícilmente podría destruir el país, y está restringida tanto por su participación en Siria como por la disuasión israelí). Ni el programa nuclear iraní ni las sanciones de boicot a favor de Palestina y el movimiento de desinversión amenazan actualmente la sobrevivencia de Israel. Y el statu quo con los palestinos, correcto o no, parece bastante sostenible a futuro. Pocos israelíes lo piensan mucho de manera cotidiana. Su sociedad no puede ser unida por la necesidad de enfrentar juntos un peligro mortal porque no existe. “En este momento, y en el futuro próximo, Israel no enfrenta una amenaza existencial”, dijo Moshe Ya’alon, que fungió como ministro de Defensa hasta 2016.
Ofer Zalzberg, un analista domiciliado en Jerusalén para el Grupo Crisis Internacional, parece estar de acuerdo. “Estamos atrapados en una crisis de identidad. Es la autonomía del individuo frente a la tradición judía. Y nadie sabe qué bando ganará”, comenta.
“LLENO DE SOBERBIA”
Si Netanyahu dejara el cargo mañana, sería difícil elegir un encabezado para su obituario político. Menachem Begin firmó un tratado de paz duradero con Egipto, y Rabin hizo lo mismo con Jordania. Barak acabó con la ocupación de Líbano. Ariel Sharon se retiró de Gaza. Shimon Peres supervisó reformas vitales que allanaron el camino para la economía de alta tecnología de Israel. Incluso Olmert, a pesar de su fin oprobioso, podría argumentar que buscó un intento serio de paz tanto con Siria como con los palestinos.
Netanyahu simplemente sobrevivió. En su tercer gobierno, aceptó un plan para evitar que los hombres ultraortodoxos fueran reclutados por el ejército; en su cuarto, lo pospuso. Anunció el espacio de oración para ambos sexos en el Muro Occidental con gran fanfarria, pero nunca lo abrió. Su promesa de reducir los precios y los costos de la vivienda sigue sin cumplirse. Incluso sus guerras han sido no concluyentes. El año “1973 fue la última vez que ambos bandos dijeron: ‘Ok, lleguemos a un acuerdo’”, dice Oded Eran, un diplomático israelí de carrera. “Todas las guerras desde entonces terminaron con una resolución de la ONU, lo cual fue solo parcialmente efectivo, o el acuerdo de 2012. ¿Qué significa que la terminemos unilateralmente? Significa que Israel continúa viviendo bajo las circunstancias actuales. No está claro que está terminando en realidad”.
Un alto oficial del ejército israelí una vez llamó a Netanyahu “un personaje de una tragedia griega” (el oficial todavía está en el ejército y pidió el anonimato). Es a la par un político dotado y un hombre educado, un estudioso entusiasta de la historia del mundo y de la geopolítica contemporánea. Como hombre de la derecha, hijo de un eminente historiador revisionista y excomando del ejército, tenía la estatura para ser un político transformador como lo fue Begin. Pero su hambre de poder lo llevó a seguir tácticas a corto plazo en vez de la gran estrategia, y las divisiones en la sociedad israelí se ahondaron mientras tanto. “Está lleno de soberbia”, dijo el oficial. O como escribió el periodista israelí Raviv Drucker en Haaretz en febrero: “Después de que Netanyahu se vaya, muchísimas de las normas torcidas de gobernar se irán con él. No es la corrupción, sino la normalidad lo que está en juego”.
Esto es bastante cierto. El siguiente primer ministro, quienquiera que sea, probablemente no sea perseguido por historias de puros, champaña y abuso verbal del personal doméstico en la residencia oficial. La esposa del primer ministro no se robará los depósitos de las botellas. Su hijo no les pedirá a los hijos de oligarcas adinerados que le den 400 shekels para una prostituta, como lo hizo Yair Netanyahu.
Pero en las cuestiones más cruciales del futuro de Israel —su relación con los palestinos, y consigo mismo—, el sucesor del primer ministro tal vez no sea muy diferente después de todo.
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Gregg Carlstrom es un corresponsal en Oriente Medio para The Economist. Partes de este artículo fueron adaptadas de su libro How Long Will Israel Survive? The Threat From Within.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation whit Newsweek