El verano pasado, Ilmi Umerov, un activista tártaro de Crimea que recibía tratamiento para la hipertensión en un hospital de Simferópol, fue sacado a rastras de las instalaciones por agentes de la FSB, la agencia de seguridad rusa, para conducirlo a una institución psiquiátrica con el argumento de que querían evaluarlo.
Umerov, quien fuera vicepresidente del Mejlís, el cuerpo representativo de los tártaros de Crimea, había criticado abiertamente la anexión de la península por parte de Moscú. Y en mayo de 2016, la FSB le formuló cargos por separatismo criminal cuando declaró: “Debemos forzar a Rusia a retirarse de Crimea”.
Umerov afirma que, tan pronto como llegó a la instalación psiquiátrica, un médico le hizo saber que iban a castigarlo en vez de tratarlo. “Solo tienes que reconocer que estás equivocado y todos dejarán de molestarte”, le dijo el doctor, según reveló Umerov en una entrevista conEuromaidan Press. “Así de simple”.
Cuando el activista se negó a ceder, los agentes de FSB lo detuvieron en la institución. Según sus abogados, durante su estancia allí, mantuvieron a Umerov en una habitación hacinada, con pacientes que tenían graves enfermedades mentales, negándole acceso a los medicamentos para controlar su diabetes y sus problemas cardiacos, y sometiéndolo a largos periodos sin comida. Su hija, Ayshe Umerova, agrega que ni ella ni sus representantes legales pudieron ver a su padre mientras estuvo hospitalizado (el personal del nosocomio y la FSB se negaron a hacer comentarios al respecto).
La institución lo dio de alta tres semanas más tarde, pero Umerov aún es objeto de persecución. Su juicio sigue en proceso, y encara una sentencia de cinco años por sus “incitaciones públicas para emprender acciones destinadas a violar la dignidad territorial de Rusia”, según se describe en los alegatos.
Activistas pro derechos humanos dicen que el caso de Umerov es una señal muy perturbadora de que la psiquiatría punitiva ha resurgido en la ex Unión Soviética. Dicha práctica fue, presuntamente, desarrollada por el ex presidente de la KGB, Yuri Andropov, y se utilizó ampliamente en la década de 1960 para castigar a los disidentes religiosos y políticos, incluidos famosos escritores y artistas. Las víctimas eran liberadas solo después de retractarse de las ideas que las autoridades consideraban peligrosas para el régimen del Kremlin.
Abandonada tras el colapso del sistema comunista, la psiquiatría punitiva comenzó a reaparecer a principios del milenio en Rusia, bajo el mandato del presidente Vladimir Putin, y también en otros estados postsoviéticos, según afirman diversos críticos. Un informe reciente de Federation Global Initiative on Psychiatry –ONG que monitorea los derechos humanos en el campo de la psiquiatría, en la ex Unión Soviética-, detectó, entre 2012 y abril de 2017, más de 30 casos en que reporteros y activistas pro derechos humanos habían sido detenidos en instituciones psiquiátricas, ilegalmente, hasta 10 años. No obstante, diversos analistas consideran que la cifra real de casos es considerablemente más elevada.
“La psiquiatría ahora forma parte de un procedimiento frecuente en los juicios criminales, donde no existen evidencias concretas para sustentar los cargos”, dice Yuri Savenko, director de la Asociación Psiquiátrica Independiente de Rusia. “Es más económico [que reunir evidencias], en términos del esfuerzo y el tiempo para obtener una evaluación psiquiátrica”.
No todos están de acuerdo. Por ejemplo, en una entrevista ofrecida en 2015 al periódico rusoNovye Izvestiia, el psiquiatra Mikhail Vinogradov dijo que la psiquiatría punitiva era un “cuento de hadas” y que la mayor parte de los diagnósticos se ha confirmado.
Grupos de derechos humanos afirman lo contrario, diciendo que las autoridades rusas han forzado a adultos y adolescentes a someterse a esta práctica. En mayo de 2016, Gleb Astafyev, de 16 años, fue encerrado en una institución psiquiátrica durante 15 días después de una manifestación en Kurgán, ciudad localizada a unos 1,900 kilómetros al oriente de Moscú. El muchacho participó en la protesta para apoyar al artista deperformance disidente, Pyotr Pavlensky, quien, ese año, pasó un mes internado en un hospital psiquiátrico.
Astafyev dice que el encierro hospitalario incluyó cinco días en una sala especial para pacientes con enfermedades mentales, algunos de los cuales gritaban y daban puñetazos por la noche. “Cada mañana nos daban a tomar unas pastillas, pero me las ingeniaba para escupirlas”, recuerda. “No sé qué medicamento era. Volvía vegetales a las personas”. (Las autoridades de Kurgán se negaron a hacer comentarios).
Y también tenemos el caso del activista Alexei Moroshkin, quien fue forzado a pasar 18 meses en una clínica psiquiátrica de Cheliábinsk, a unos 1,800 kilómetros al oriente de Moscú, hasta su liberación en junio pasado. Moroshkin fue arrestado en 2015 por promover el separatismo en los medios sociales y presuntamente, le administraron altas dosis de tranquilizantes (las autoridades de Cheliábinsk se negaron a comentar).
“Hay muchas razones para creer que Rusia recurrió a la psiquiatría punitiva para encarcelar a Moroshkin, solo por su postura cívica”, dice Halya Coynash, integrante del Grupo de Derechos Humanos Kharkiv.
En Rusia y otros estados exsoviéticos impera un estigma en torno de los problemas de salud mental. De manera que, igual que en la era soviética, encerrar a los activistas en instalaciones psiquiátricas hace una advertencia a otros disidentes y socava, tácitamente, su credibilidad. “El público ruso percibe a los enfermos mentales como individuos peligrosos, incurables, inútiles y dañinos”, explica Savenko.
La psiquiatría punitiva también ha regresado a Asia central. Según informes de los grupos pro derechos humanos, el caso más reciente y prominente es el de Jamshid Karimov, un periodista uzbeco y estridente crítico del finado presidente Islam Karimov, quien también fue su tío. (Las autoridades uzbecas no respondieron preguntas sobre el caso a tiempo para este artículo).
En 2006, Jamshid Karimov desapareció cuando visitaba a su madre en la ciudad provincial de Djizaks. Después se supo que unos agentes lo arrestaron y que lo internaron contra su voluntad en un hospital psiquiátrico de Samarcanda, a casi 100 kilómetros de Djizaks. Aunque, al principio, una corte criminal emitió una orden de someterlo a solo seis meses de tratamiento, Karimov fue liberado hasta fines de 2011, pero poco después fue reingresado para otro periodo de cinco años. Karimov atribuye su liberación final, en marzo pasado, a la muerte de su tío, en 2016. “Me mantenían en una habitación oscura, con barrotes en las ventanas, y me forzaban a tomar fármacos psicotrópicos”, revela. “Siempre había un guardia vigilándome durante las visitas de mi familia”.
A pesar de estas medidas punitivas, los disidentes y otras víctimas dicen que el uso de la psiquiatría para silenciarlos no ha funcionado. En palabras de Umerov, el tártaro de Crimea, el internamiento en un hospital psiquiátrico “no ha debilitado mi determinación”.
Una versión de este artículo apareció inicialmente en EurasiaNet.org, organización noticiosa independiente enfocada en los acontecimientos sociales, políticos y económicos de Eurasia.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek