ELLOS SABEN que el final está próximo, razón por la cual los
hombres y mujeres jóvenes de Boyle Heights han salido a las calles con tal
furia, vestidos con bandanas, levantando carteles que dejan poco espacio a la
negociación. Han sido acusados de promover la violencia y de racismo contra los
blancos, y no les importa. Están en una lucha desesperada por evitar que este
aumento del suelo en el East Side de Los Ángeles se convierta en el siguiente
Silver Lake o el siguiente Echo Park, otrora vecindarios latinos rebasados por
condominios de vidrio llenos de gente blanca quienes provienen de Beverly
Hills, o tal vez las colinas de Arkansas.
Muchos de los hombres y mujeres jóvenes albergan recuerdos
amargos de Chavez Ravine, un enclave mexicano-estadounidense despejado por la
fuerza para darle paso al Estadio de los Dodgers. Casi nada de él queda después
de 50 años, y tal vez nada permanezca de Boyle Heights dentro de pocos años,
excepto quizá una placa en la Mariachi Plaza describiendo tímidamente lo que
este vecindario otrora fue, antes de que el amado restaurante El Tepeyac se
convirtiera en un ahumador vegano, o solo un escaparate vacío.
¿Y qué hay de la gente que vive allí ahora? De los 92,000
residentes del vecindario, 94 por ciento es latino, 33 por ciento vive en
pobreza, 76 por ciento renta, 95 por ciento no tiene un título universitario,
17 por ciento es inmigrante indocumentado. ¿Dónde irán? Angel Luna, un
activista de 24 años de edad de Defender Boyle Heights, lo sabe: “El jodido
Victorville”, los llanos pobres y áridos al este de Los Ángeles.
No hay un “Victorville” en las afueras de Londres, pero los
residentes de los vecindarios otrora de clase obrera en esa ciudad como
Shoreditch y Brixton son víctimas de las mismas fuerzas que se mueven a
velocidad relampagueante hacia el East de Los Ángeles. No son disímiles de las
fuerzas del nacionalismo que ahora resurgen por todo Occidente, enfrentando a
una elite mundial y fluida en tecnología con clases bajas menos hábiles e
intimidadas por la cultura cosmopolita, con todas sus muestras de riqueza y
sofisticación. Los vecindarios en aburguesamiento —ya sea en las profundidades
de Brooklyn, Nueva York, o en una ladera de Rio de Janeiro— es donde chocan
estas fuerzas. Tales choques se han vuelto tan frecuentes que The Guardian
tiene toda una sección en línea titulada “Mundo Aburguesado”, registrando
conflictos en Montreal, Moscú y Yakarta, incluso en la Birmingham
postindustrial, otrora la ciudad automotriz de Inglaterra.
Detener “las fuerzas económicas del aburguesamiento” es el
plan de Luna, me informó él durante un almuerzo en un restaurante mexicano de
la Mariachi Plaza. Él hablaba como un revolucionario, pero se veía como un
niño, uno que no la ha tenido fácil, creciendo en un apartamento rentado con su
madre y tres hermanos. Luna ahora trabaja en ventas al menudeo. Todavía vive
con su familia, y todavía rentan.
Un tatuaje de una deidad azteca se asoma por debajo de la
manga derecha de su camiseta. Unos lentes enormes le dan a su cara la
apariencia de un estudiante serio que lee a Marx por primera vez en un café de
París cuando la primavera del 68 estaba en pleno. La perilla estilo Ho Chi Minh
también sugiere un conflicto de esa época. Pero los jeans demasiado largos,
apretujados en la cintura por un cinturón, parecen menos una consecuencia de la
moda que de la necesidad.
Poco de lo que Luna me dijo durante el almuerzo —sobre el
aburguesamiento, el desplazamiento, la apropiación, el capitalismo— era
original. Parte de ello parecía irracional, aunque también es menester decir
que él no daba esos argumentos en mi nombre. Los hombres y mujeres jóvenes que
toman las calles del East de Los ángeles o el East de Londres con frecuencia no
tienen el lujo de educaciones universitarias costosas. Más bien, su
entendimiento del problema es visceral, nacido de la experiencia. Por ejemplo,
en Berlín, los manifestantes contra el aburguesamiento levantaron una pancarta
que decía: “No queremos apartamentos para yupis. Estamos contentos con nuestras
ratas”, palabras tomadas de la banda punk holandesa Mushroom Attack. Un póster
en Bushwick, Brooklyn, llamó al aburguesamiento “el nuevo colonialismo”.
Lo sorprendente de Boyle Heights es que los supuestos
destructores del vecindario no son los constructores o vendedores de
“apartamentos para yupis”, constructores con planes de torres de vidrio,
agentes inmobiliarios atizando el bombo publicitario de que esto, justo aquí,
es lo más, más nuevo. En su mayoría, estos intereses monetizados han observado
esta batalla desde la distancia segura del West Side, ya que los activistas
tienen en la mira a un enemigo improbable: los artistas.
Defender Boyle Heights tiene en la mira a 10 nuevas galerías
de arte en South Anderson Street, otrora una franja industrial a lo largo de
las riberas desoladas del río Los Ángeles. Los activistas dicen que las
galerías son apoderadas de intereses corporativos, en especial de los bienes
raíces de lujo. Después de las galerías vendrán las cafeterías y los bares, y
después de eso, los restaurantes que sirven tocino en cócteles. Después de eso,
solares descuidados y vacíos por décadas serán encajonados en contrachapado de
construcción, y luego habrá muchas promesas huecas de vivienda asequible. Y
entonces en verdad será la hora de “el jodido Victorville”.
El proceso arriba mencionado es conocido como artisteo (o
artwashing), el cual ha llegado a describir ampliamente las acciones de
desplazamiento en las que la comunidad artística es tácitamente cómplice. El
término parece haber sido usado por primera vez en los medios tradicionales en
2014 por Feargus O’Sullivan de The Atlantic, en un artículo sobre una torre n
el otrora indigente East de Londres que había sido reurbanizada para
arrendatarios de altos ingresos. Ellos fueron atraídos, en parte, por las
sugerencias de que no serían aburguesadores sino, más bien, miembros originales
de una nueva comunidad artística. “La ocupación a corto plazo de la comunidad
artística está siendo usada para una maniobra clásica de regeneración motivada
por las ganancias”, dijo O’Sullivan. Él llamó al proceso “artisteo”.
Pero para muchos la noción del artisteo es un mito urbano a
la par de los cocodrilos en las cloacas de Nueva York. Varios estudios han
concluido que las galerías de arte no desplazan a los residentes de bajos
ingresos, pero a Defender Boyle Heights y la Alianza de Boyle Heights Contra el
Artisteo y el Desplazamiento (BHAAAD, por sus siglas en inglés, y pronunciado
“bad”, o sea, malo) no les importan los estudios revisados por pares de los
urbanistas académicos. Ellos saben que las galerías son un cáncer que debe ser
erradicado, ya que son “enemigos del pueblo”, como los llamó Luna. “Quiero que
estas galerías se vayan a la mierda lejos de Boyle Heights”, dijo él,
finalmente probando su comida.
El curso de la quimioterapia recomendada por Defender a
Boyle Heights es incesantemente agresivo. Alguien disparó una pistola de papas
contra los asistentes de una exhibición de arte, y alguien pintó con spray “A
la mierda el arte blanco” en las paredes de varias galerías. Como la Batalla de
Stalingrado, esta es una contienda furiosa, cuadra por cuadra. Ambos bandos han
sufrido pérdidas dolorosas: el cierre de Carnitas Michoacan #3, un restaurante
de 33 años de antigüedad amado por sus nachos, el cierre de PSSST, una de las
galerías de Anderson Street.
Cuando PSSST anunció que se iría en febrero, los activistas
se regocijaron. “No dejaremos de luchar hasta que todas las galerías se vayan”,
proclamó una declaración publicada por Defender Boyle Heights y BHAAAD. “Boyle
Heights continuará luchando contra las falsas promesas de de desarrollo y
mejoría comunitaria que se supone nos beneficiarán, pero terminan
desplazándonos de nuestros hogares”.
Cuando terminamos de almorzar, le pregunté a Luna si apoyaba
el tipo de vandalismo y acoso que el dueño de PSSST dijo que lo obligó a irse.
“No estamos en la posición de evitar una indignación
comunitaria justificada”, dijo Luna.
Pregunté si Defender Boyle Heights apoyaba la violencia
contra los dueños de galerías.
Habría sido fácil hacer tal denuncia y probablemente una
acción inteligente de relaciones públicas, pero Luna se negó a hacerla,
refiriéndose una vez más a una respuesta comunitaria que estaba más allá de su
control. Él quiere que los artistas tengan miedo. Aún más, quiere que se vayan.
TACOS Y PASTRAMI
Hasta hace poco, Boyle Heights era lo opuesto a lo de moda.
Conocido como “la isla Ellis de la Costa Oeste”, prometía refugio a los recién
llegados a Los Ángeles a quienes los contratos de vivienda les impedían vivir
en otra parte. Todavía se pueden ver los remanentes del asentamiento judío en
la Sinagoga de Breed Street, la cual abrió en 1923. El asilo en South Fickett
Street fue otrora el hospital japonés. Hay un cementerio serbio, desde hace
mucho poblado por una nidada de “pollos misteriosos” que inexplicablemente
aparecieron hace unos años en el terreno del cementerio y se han vuelto la
adoración de los lugareños. El letrero del restaurante Jim’s es un diseño
clásico de mediados de siglo que promete tanto tacos como pastrami.
Los mexicano-estadounidenses empezaron a llegar a Boyle
Heights después de la Segunda Guerra Mundial, conforme las ciudades
estadounidenses se dirigían a decadencia apresurada por el surgimiento de los
suburbios. Autopistas atraviesan el vecindario, el cual en 1961 se convirtió en
el hogar de la maraña inhumana de concreto conocida como la Intersección de
East L.A. Boyle Heights también resultó ser un crisol de violencia de
pandillas, la cual prácticamente fue inventada en Los Ángeles; en 1992, hubo 97
homicidios atribuidos a la División Hollenbeck, la comisaría local del
Departamento de Policía de Los Ángeles. “Los pandilleros eran parte del
paisaje, como los arbustos finamente cubiertos por las emisiones de la
autopista de la cercana Intersección de East L.A.”, escribió Hector Becerra en
una remembranza reciente sobre crecer en Boyle Heights durante la década de
1980 para Los Angeles Times.
MI CASA NO ES SU CASA: Los dueños de galerías pequeñas que
ya no pudieron pagar las rentas exorbitantes del West Side de L. A. han
empezado a colonizar bodegas abandonadas en el barrio este de la ciudad, el
cual incluye muchas comunidades hispánicas. FOTO: FREDERIC J. BROWN/AFP
De alguna manera, Boyle Heights se mantuvo en pie. El año
pasado, la Comisaría Hollenbeck registró solo 14 asesinatos. Una línea del
sistema de metro ligero ahora lo conecta con el centro y el San Gabriel Valley.
En 2005, Los Ángeles eligió a un nativo de Boyle Heights como su primer alcalde
latino, y hoy día, hay nuevos restaurantes, cafeterías y galerías, muchos de
ellos administrados por lugareños quienes quieren mantener viva la herencia
chicana del vecindario. Ese imperativo ha sido llamado agentamiento
(aburguesamiento templado por la gente), lo cual sugiere un mejoramiento
orgánico de un vecindario hecho por sus empresarios hispanoparlantes. Por
ejemplo, en la cafetería Primera Taza, un café americano es conocido como un
café chicano.
Era inevitable que las galerías de arte vadearan el río Los
Ángeles hacia Boyle Heights. El Distrito de las Artes, una sección otrora
decrépita del centro, se ha vuelto más costoso; Annenberg Media halló que las
rentas aumentaron 140 por ciento en partes del vecindario en los primeros 14
años del nuevo milenio. Entre 2000 y 2012, las rentas en todo Los Ángeles
también aumentaron, pero a la tasa mucho más lenta de 25 por ciento.
En los tres años que han pasado desde ese estudio, nuevos
desarrollos como el gigantesco complejo residencial-comercial One Santa Fe solo
ha hecho más atractivo al vecindario, y más costoso. Michael Maltzan, quien
diseñó las baldosas sinuosas de One Santa Fe, también trabaja en el Viaducto de
Sixth Street, una arcada de $480 millones de dólares sobre el río Los Ángeles
que también incluirá un muy necesario espacio para estacionar. Ese puente
conectará directamente al centro con Boyle Heights. Y aun cuando no está
programado para abrirse antes de 2020, muchos refugiados del Distrito de las
Artes ya han cruzado el río.
Por ejemplo, en el refrigerador de Primera Taza hay una
calcomanía contra el aburguesamiento. En ese exhibidor hay botellas de kombucha
artesanal.
“QUEMAR TU MIERDA”
Es una ironía triste que Boyle Heights, durante mucho tiempo
un refugio de los indeseables, se haya convertido en un vecindario aislado y
suspicaz con los fuereños. En 2014, una pandilla latina llamada los Big Hazards
lanzó bombas incendiarias a familias afro-estadounidenses en un proyecto
habitacional al norte del vecindario. Nadie fue herido, pero se dio el mensaje.
“Algunas familias negras inmediatamente solicitaron transferencias de
emergencia a otros proyectos habitacionales”, reportó Los Angeles Times.
Alrededor de dos semanas después de las bombas incendiarias,
una correduría de West Side llamada Adaptive Realty colocó afiches en el
Distrito de las Artes publicitando un paseo en bicicleta por Boyle Heights. “¿Por
qué rentar en el centro si podrías poseer en Boyle Heights?”, preguntaban los
afiches, mostrando a una mujer a la moda a horcajadas sobre una bicicleta a la
moda y prometiendo “dulces y refrigerios artesanales”.
El panfleto burgués, como se lo llegó a llamar, provocó una
reacción furiosa. Alguien llamó al agente quien organizó el evento y amenazó
con “quemar tu mierda como en los Motines Watts de 1992”. No se consumió ningún
dulce artesanal.
En el otoño de 2015, el director musical Yuval Sharon
estrenó Hopscotch, una ópera logísticamente compleja que llevó a miembros del
público a través de Los Ángeles en limusinas. Una de las paradas era el
Hollenbeck Park, un gran espacio verde en medio de Boyle Heights donde a menudo
se celebran bodas y bailes de quinceañeras.
Los residentes se ofendieron. Un grupo llamado Servir a la
Gente Los Ángeles trajo manifestantes y a la banda de viento de la preparatoria
local a una representación de Hopscotch, a la cual ahogaron.
“Hopscotch Los Ángeles y su arte, sus intérpretes, sus
partidarios, su capital, no son bien recibidos en Boyle Heights”, escribió
Servir a la Gente Los Ángeles después de la confrontación de ese día en una
entrada de blog plagada de citas de Mao Zedong. Esa fue la última vez que
Hopscotch se acercó a Boyle Heights.
La primera galería propiedad de un blanco que llegó a Boyle
Heights fue 356 Mission, asentándose en 2012 en una cuadra que el propietario
Ethan Swan me dijo que era un vertedero de colchones y otra basura difícil de
manejar. ´l rentó espacio en una bodega que por lo demás no era usada. Al
principio, recordó él, no hubo problemas. Eso empezó a cambiar con la llegada
de Maccarone Gallery tres años después. “Todavía tiene una cualidad peligrosa,
eso como que me gusta”, dijo el propietario de la galería a The New York Times
en el otoño de 2015. “Me gusta que gastemos una fortuna en seguridad”. En
respuesta a ese artículo, los lugareños organizaron su primera protesta contra
las galerías.
Una bandera hecha en casa da una ecuación simple que podría ser
imposible de resolver: “Aburguesamiento = Racismo”.
“ERA ATERRADORA”
Maccarone no es la única galería que trató a Boyle Heights
como un paisaje distópico sin cultura propia, sin orgullo de lugar. Por
ejemplo, en septiembre de 2016, United Talent Agency —la agencia influyente
domiciliada en Beverly Hills— abrió Artist Space. Inauguró el lugar con obras
de Larry Clark, director de Kids, pinturas y fotografías que parecían
embellecer el consumo de drogas. Esa noche, 20 o más manifestantes se
presentaron enfrente del espacio portando una pancarta que declaraba: “Saquen a
Beverly Hills de Boyle Heights”.
Eva Chimento no es originaria de Beverly Hills. Ella es de
Brooklyn, donde su familia operaba una compañía de transporte, navegando la
compleja intersección del trabajo organizado y el crimen organizado. Hace dos
años y medio, Chimento, quien ha vivido en Los Ángeles toda su vida adulta, se
divorció del abogado con quien estuvo casada por 19 años. Súbitamente, era la
madre soltera de una hija adolescente, y nunca había trabajado en otra parte
que no fueran galerías de arte desde que ella misma era adolescente. Decidió
que quería abrir su propio espacio de artes, pero las propiedades que vio en el
Distrito de las Artes eran demasiado costosas, más costosas, dice ella, incluso
que en Beverly Hills.
Un día, Chimento manejaba a través del río Los Ángeles
cuando vio a un viejo vendedor latino de helados, un paletero, empujar su
carrito a través del puente. Ella recuerda que hacían 110 grados afuera, pero
se apeó y lo ayudó a empujar el carrito a través del río, a su ribera oriental.
Esa fue la primera vez que vio Anderson Street. “Estaba
sucia. Era repugnante. Había prostitutas y narcotraficantes en la calle”,
recordó ella cuando la visité en Chimento Contemporary, un pequeño espacio de
exhibición en la parte trasera de una bodega. Una de las artistas en exhibición
era Monique Prieto, una artista chicana cuya serie “Baile del sombrero”,
mostrada por Chimento, usaba formas abstractas para aludir a un clásico ritual
mexicano.
“Era muy aterradora. Estaba completamente desolada”,
continuó Chimento. Aparte de las galerías que se han establecido aquí, South
Anderson Street sigue estando muy desolada. Hay bodegas cercanas, y tráileres
de 18 ruedas pasan zumbando a través del vecindario, levantando polvo e
intimidando al peatón raro. El único negocio no artístico ni industrial que
encontré en South Anderson Street fue una cervecería, relativamente nueva en el
vecindario y muy contenta de no haber incitado la ira justificada de los
activistas.
Cuando era adolescente, Chimento había ido al proyecto
habitacional de Pico Gardens a dar lecciones de arte, por lo que estaba
familiarizada con Boyle Heights, quién vivía allí y cómo. Anderson Street no le
parecía a ella como Boyle Heights, sino, más bien, una tierra de nadie con
mucho espacio comercial sin usar. Ella abrió su galería allí en 2015, cuando
sus fondos consistían de $1,500 dólares. Ella dice que los preparatorianos
lugareños solían visitar la galería. Ahora, algunos de ellos quieren que se
vaya.
A ella le escandaliza la acusación de que es una
aburguesadora. “Tienen en la mira a la gente equivocada”, dice ella. “Tienen en
la mira a los dueños de negocios. En realidad necesitan poner en la mira a los
dueños de los edificios”. Ella se pregunta por qué las galerías son tildadas de
enemigas, mientras que el Starbucks en East Olympic Boulevard es,
presuntamente, un amigo del pueblo.
Cada vez más, Chimento se siente poco segura, y su hija ya
no sale a pasear. De manera similar a los activistas que quieren sacarla de
Boyle Heights, Chimento siente que las fuerzas económicas la han atacado,
arrinconándola. Y al igual que ellos, ella está determinada a quedarse.
“EL PRINCIPIO DEL TOTALITARISMO”
Para entender la suspicacia que alimenta el movimiento
contra las galerías, uno tiene que salir de Boyle Heights y caminar —o, más
probablemente, manejar— al norte, hacia una hilera de palmeras que se yerguen
como centinelas macilentos en una cresta del Elysian Park. Enclavado en estas
colinas está el Estadio de los Dodgers, uno de los últimos grandiosos parques
de béisbol de EE UU.
Los angelinos frecuentemente recurren a una descripción
metonímica del Estadio de los Dodgers mediante llamarlo Chavez Ravine. Esa
clave lingüística se refiere al próspero vecindario chicano que otrora cubría
las colinas. Algunas de las colinas fueron allanadas para darle paso al
estadio; las que quedan están tan cruzadas por autopistas que dan la sensación
de ser atolones inhabitados en el Pacífico Sur. Un peatón aquí está destinado a
tener la experiencia desconcertante, común en Los Ángeles, de sentir que una
cera súbitamente se ha convertido en una rampa de acceso.
UNA GANANCIA SIN HONOR: Algunos agentes inmobiliarios en L. A.
argumentan que los opositores al aburguesamiento ignoran el hecho fundamental
de que la gente que ha vivido en los vecindarios hispánicos de la ciudad por
décadas ahora es capaz de vender sus casas con una ganancia enorme. FOTO: SPENCER
PLATT/AFP
Queda poco del asentamiento humano. Como escribe el
historiador Jerald Podair en su excelente libro nuevo, City of Dreams: Dodger
Stadium and the Birth of Modern Los Angeles, “Chavez Ravine era el hogar de una
población mexicano-estadounidense muy unida de clase obrera” de varios cientos
de familias “viviendo en relativo aislamiento del resto de Los Ángeles”. Había
una sensación rural, y algunos residentes “tenían pollos y otros animales de
granja”.
En 1949, el ayuntamiento de la ciudad decidió construir
viviendas públicas en Chavez Ravine, pero un grupo llamado Ciudadanos Contra la
Vivienda Socialista rechazaron eso al describirlo, en palabras de Podair, como
“el principio del totalitarismo”. Ocho años después, líderes civiles
persuadieron al dueño de los Dodgers de Brooklyn, Walter O’Malley —a quien le
habían frustrado sus planes de construir un estadio nuevo en Brooklyn para
remplazar al Campo Ebbets—, para que llevara su club de béisbol al sur de
California.
Los residentes de Chavez Ravine sintieron que eran obligados
a vender su tierra y abandonar sus hogares a precios ridículamente bajos. “Es
como si alguien quisiera comprar los zapatos que traes puestos y no quieres
venderlos”, escribió un residente a un periódico local. “¿Qué derecho tienen
ellos de regalar nuestra tierra?”
Nunca se dudó quién iba a ganar en lo que se llegó a conocer
como la Batalla por Chavez Ravine, pero los residentes chicanos no se fueron
sumisamente. Una de las resistencias más feroces la dio la familia Arechiga,
quienes habían llegado a Chavez Ravine en 1923. La fotografía de un miembro de
la familia Arechiga siendo arrastrado escaleras abajo por policías es una de
las imágenes perdurables de esa lucha.
La pasión de los activistas de Defender Boyle Heights les
parece honrada a algunos, embarazosamente ingenua a otros. Rose Garcia, una
agente inmobiliaria de Highland Park, cree que el aburguesamiento es bueno para
el East Side de Los Ángeles. Ciertamente, ha sido bueno para ella, y para los
latinos cuyas casas ella ha vendido por cientos de miles de dólares.
La familia de Garcia, que es puertorriqueña, llegó a
Highland Park en 1972, cuando todavía era principalmente blanco. Conforme más
gente morena llegó, la gente blanca huyó. Luego se volvió peligroso, con las
pandillas haciéndose del control. “No veo alguna razón por la que debería
reducirse”, confesó un funcionario del Departamento de Policía de Los Ángeles a
Los Angeles Times sobre la violencia el segundo día de 1992. “Las pandillas
simplemente están demasiado activas. Si acaso, podría haber un aumento”.
Pero sí se redujo, si no de inmediato. Los blancos quienes
ya no pudieron pagar el West Side de Los Ángeles llegaron al noreste de la
ciudad, primero a Silver Lake y Echo Park, luego a Highland Park. Garcia empezó
a vender bienes raíces hace 17 años; en 2013, abrió su propia agencia para
manejar lo que ella llama la “gran migración de la Costa Este” a Highland Park.
Algunos la acusan de ser cómplice del aburguesamiento.
Garcia está bien con ello. “¿Quién te vende esta propiedad?”, preguntó ella con
desprecio. “Es una persona hispana que se mudó aquí en la década de 1970. Esa
es la persona que está capitalizando este gran empuje”. Si a alguien lo “están
jodiendo”, argumentó ella, es a los blancos emocionados por pagar $800,000
dólares por un bungaló destartalado de dos recámaras.
JÓVENES PRINCIPITOS Y VIEJOS MODOS
La historia de Boyle Heights no es solo una historia de Los
Ángeles. Es la historia del South Bronx, Nueva York, donde los artistas se han
afianzado en los altillos de Alexander Avenue, a la sombra de torres de
vivienda pública. Y es la historia del Distrito Misión en San Francisco, donde
jóvenes principitos de la economía tecnológica han desplazado de manera
constante a los inmigrantes latinos de la ciudad. Hay luchas similares en
Chicago, Washington, D.C., y Miami, sobre lo que estas ciudades solían ser, lo
que se han convertido, lo que serán.
Las galerías que se mudan a South Anderson Street son parte
de una ciudad globalizada y sofisticada del siglo XXI, en la que un turista de
Hong Kong o París podría no tener reparo en caminar a Chimento Contemporary y
pagar $20,000 dólares por una de sus ofertas artísticas. Solo la capa ligera de
polvo de concreto en los zapatos de ese turista sugeriría que esto otrora fue
algo más, que se libraron batallas feroces por esta tierra, con la historia, la
justicia y la comunidad desplegadas como armas.
Pero no todos piensan que la batalla está perdida. Hay
algunos quienes creen que una ciudad global es una ciudad sin alma, porque un
condominio de lujo en Lisboa, Portugal, es un condominio de lujo en Seattle,
que es un condominio de lujo en Lagos, Nigeria. Para que una ciudad tenga
personalidad y alma, debe tener todos los elementos complejos de tal proyecto,
y ello incluye lugareños que trabajen duro en empleos poco glamorosos, quienes
al final del día abren una lata de cerveza local y la beben en su escalera de
entrada, discutiendo de béisbol y oyendo los aullidos de perros pequeños.
Esto es claramente lo que creen los activistas de Boyle
Heights, en cualquier caso. Ellos entienden que están tratando de detener el
tiempo. No les importa. Este es su Los Ángeles. Este es su Boyle Heights.
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Publicado
en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek