Nadie conoce mejor las noticias falsas
que Alan Abel. De hecho, él prácticamente las inventó.
El hombre ha dedicado gran parte de sus
ochentaitantos años a hallar formas escandalosamente extrañas y astutas de
engatusar a los medios de comunicación. En 1959, cuando era joven, Abel fundó
la Sociedad de la Indecencia de los Animales Desnudos. El slogan del grupo: “Un
caballo desnudo es un caballo rudo”. La organización, que declaró que los
perros, caballos y otros animales usaran pantalones era un asunto moralmente
urgente, fue una broma, pero el programa Today (entre otros medios de
comunicación) mordió el anzuelo. “Hasta Walter Cronkite se lo creyó”, dice
Abel. “¡Ponerles pantaloncillos deportivos a los caballos y faldas hawaianas a
las vacas! Eso ya debería decir algo. Era una señal de alerta. ‘¿Qué quieres
decir con ponerle una falda hawaiana a una vaca?’”
Desde entonces, Abel ha sido descrito
generalmente como un “bromista” o un “embaucador de los medios de
comunicación”. Su carrera precede por mucho a The Onion, los engaños de
Facebook y a Sacha Baron Cohen. En la década de 1970, con la ayuda de algunos
colaboradores, Abel engañó a varios reporteros para que creyeran que un actor
contratado era el informante de Watergate apodado Garganta Profunda, y en 1980,
llevó a cabo su mayor engaño hasta la fecha: murió. Bueno, no realmente. Fingió
haber muerto de un ataque cardíaco. Engañó al diario The New York Times para
que publicara un obituario, y luego resurgió en una conferencia de prensa al
día siguiente de que dicho obituario fuera publicado. Está vivo (todavía).
Tiene (probablemente) 86 años.
Sin embargo, el antiguo enemigo de Abel
tiene una relación menos lúdica con los medios de comunicación. Nadie habla más
obsesivamente acerca de las noticias falsas que Donald Trump, y hace 22 años,
ambos hombres se enfrentaron por primera vez. Era 1994. El entorno era una
feria de libros en Nueva York. La Quinta Avenida estaba cerrada al tráfico
vehicular y las aceras estaban llenas de puestos de libros. Abel puso un puesto
para vender sus propios libros en la acera frente a la Torre Trump. Las ventas
iban bien, pero pronto se enfrentó a un destacamento de elementos de seguridad
del edificio de Trump. “Tres de sus guardias de seguridad parecían apoyadores
de los Gigantes de Nueva York”, recuerda Abel. “Me dijeron, ‘O te retiras o te
retiramos ‘”. Los guardias le informaron a Abel que la acera que pasaba frente
a la Torre Trump era propiedad de éste último. Él les respondió que se trataba
de una propiedad pública. “No estuvieron de acuerdo”, dice Abel, “y me dieron
cinco minutos para retirar mis libros”. Un policía jubilado escuchó la disputa
y acudió en defensa de Abel, diciendo que la acera era propiedad de la Ciudad
de Nueva York, y no de Trump. No importó. Los guardias estaban listos para
ponerse violentos, así que Abel empacó y se retiró.
Abel presentó una demanda en un tribunal
de quejas menores y presentó a un testigo: el policía jubilado que corroboró
que a Abel se le había ordenado retirarse de una propiedad pública. La buena
noticia: ganó. “Fue un juicio por ausencia. Trump no estaba ahí para objetar el
fallo”, dice. “Porque Trump nunca suele responder a una demanda de menos de 10
de los grandes, y aun así, es posible que llegue a un acuerdo por teléfono por
una cifra un poco menor”.
La mala noticia: Trump nunca pagó.
Para Abel, resultó desconcertante mente
difícil obtener sus 900 dólares, en parte porque Trump es propietario y dirige
más de 200 corporaciones distintas, y Abel necesitaba identificar cuál era la
corporación correcta para obtener su dinero. “Tenía que averiguar cuál era la
correcta, dónde se encontraba el banco y obtener una orden para recibir el
dinero, más los intereses”, se queja Abel. “Es necesario realizar mucho papeleo
para hacer una cosa como esa. Es por eso que a él no le preocupa que lo
demanden, pues sabe que puede derrotar a cualquiera simplemente con el
papeleo”.
Durante décadas, Abel se ha mantenido en
la lucha para obtener una suma que, para Trump, es, esencialmente, el cambio
para pagar la lavandería. (Aunque los gastos de lavandería de Trump parecen
mayores que los de otros presidentes). “He escrito cerca de una docena de
cartas al departamento legal de Trump. Y no suelen responder”. Hace unos 12
años, Abel dice que viajó a Atlantic City, le mostró su sentencia al alguacil
local y le ordenó al tipo que subastara el casino Taj Mahal de Trump: Abel se
quedaría con los primeros 900 dólares y entregaría a Trump el resto de los
millones.
ANDY, ¿YA ESCUCHASTE ESTO?
Abel ya no vive en Nueva York. Se mudó a
la parte central de Connecticut, pero su sentido del humor sigue siendo
diabólicamente agudo. En una avalancha de conversaciones recientes con
Newsweek, se mostró tan alegre e ingenioso como siempre, aunque consternado por
el estado de la política en el régimen del presidente Trump. “Esto se va a
convertir de nuevo en el Viejo Oeste”, reflexiona. “He pensado seriamente en
irme a Canadá quizás por un par de años si es posible para no tener que lidiar
con toda la ira y las ansiedades que tiene la gente. Especialmente con la furia
en los caminos. Creo que eso es lo peor. Yo no dejo que mi esposa toque la
bocina de mi auto cuando voy conduciendo. Ella es muy impaciente y le gusta
tocar la bocina. Y yo digo, ‘¡Basta!’
Jeanne Abel, su esposa, ha sido más que
una simple espectadora de sus bromas. En la década de 1960, ella fingió ser una
candidata presidencial ficticia llamada “Yetta Bronstein.” En 1964, los Abel
convencieron a unas 20 personas de marchar en apoyo a Bronstein afuera de la
Convención Nacional Demócrata. Años después, Jeanne le siguió el juego a su
marido cuando éste fingió su muerte. Este engaño le hizo ganar a Abel la
admiración de Andy Kaufman, el excéntrico artista escénico cuyos admiradores
suelen insistir en que aún vive y fingió su muerte en 1984.
Algunos admiradores incluso manifiestan
la estrambótica teoría de que Kaufman se ha transformado en un extravagante
personaje de su propia creación: Donald Trump. Abel ha expresado su placer ante
la idea de que Trump es su viejo amigo Kaufman disfrazado. No es porque esa
revelación le haría mucho más fácil cobrar sus 900 dólares.
BAÑO DE ORO: Abel no ha tenido mucha
suerte para cobrar el pago de su sentencia, por lo que ofreció subastar el
casino de Trump en Atlantic City para pagar la deuda. Foto: ALAN ABEL
GENTE DESMAYÁNDOSE EN MASA
Ahora, la pregunta obvia: ¿Abel es real?
¿Cómo sabemos que no está engañándonos ahora? Este no es 1959: es más fácil que
nunca engañar a los medios, pero también es más fácil que nunca darnos cuenta
cuando nos están engañando. Cualquier periodista que busque el nombre de Abel
desestimara sus afirmaciones de inmediato. Incluso algunos viejos amigos
dejaron de hablarle después del engaño de su muerte. “Para ellos, se trata de
un truco sucio”, dice Abel. “Uno no debe jugar con la muerte”.
¿Pero sí se puede jugar con un tribunal
de quejas menores?
Las artimañas de Abel son legendarias y
su relación con la verdad es… poco ortodoxa. Por ejemplo, la edad exacta del
hombre es un tema que provoca cierta confusión. Me dice que nació en 1930 y que
ahora tiene 86 años. Cuando “murió” en 1980, tenía 50 años, según se informa.
Pero cuando hablé por primera vez con Abel para documentar una nota distinta en
agosto, insistió en que tenía 92 años, lo cual significa que tiene una
enfermedad como la de Benjamin Button que le provoca envejecer en reversa, o
que mintió acerca de su edad. (El diario The New York Times hizo un perfil de
Abel en 2003 y señaló que “se rehusó a decir su edad la semana pasada porque,
según dice, la solicitud es ‘una invasión de su privacidad’”. Sin embargo, en
diciembre, Abel me dijo lo siguiente: “Estoy en mi octava década de vida. Eso
es lo único que voy a admitir. Mi esposa está en su séptima década de vida.
Ella es más joven que yo. Y no la tengo encadenada en el ático”).
Pero Abel insiste en que el juicio por
los 900 dólares no es ninguna broma, y en verdad no lo parece. Por ejemplo, la
historia es extrañamente específica y no es muy similar a los engaños previos
de Abel, que tienden a ser surrealistas (caballos con pantaloncillos cortos,
gente desmayándose en masa) y tienen un enfoque más satírico. Además, Abel dice
que no le interesa difundir información errónea en la era de los hechos
alternativos. “En estos días, todo el mundo teme a las noticias falsas. No lo
puedo creer”, dice. “[Mi] intención siempre fue divertir. No ofender a nadie en
el Colegio Electoral o qué sé yo”.
Le pedí una prueba.
Abel ofreció revelar el nombre del
oficial de policía jubilado que sirvió como su testigo, pero habría tenido que
buscar entre 50 cajas de almacenamiento para encontrarlo. Eso llevaría tiempo.
Entonces, me envió por correo electrónico el aviso de fallo que recibió de la
Corte Civil de la Ciudad de Nueva York. El documento está fechado el 28 de
diciembre de 1994. En él se menciona a la Organización Trump como el acusado.
El espacio donde debería estar un número de clasificación está en blanco. Esto
me hizo sentir cierta sospecha. Por Dios, Abel fingió exitosamente su propia
muerte. Contrató a un servicio de banquetes y planeó su propio funeral.
Seguramente podía falsificar un documento.
Me di cuenta de que debía llamar a la
Corte Civil de la Ciudad de Nueva York. Pasé 20 minutos en el teléfono hablando
con varios robots automatizados, ninguno de los cuales estaba dispuesto a
comunicarme con un ser humano o a hacer algún comentario sobre una pieza de
papeleo más vieja que Hailee Steinfeld. (También me puse en contacto con la
Organización Trump para preguntar acerca del juicio, pero aún no recibo ninguna
respuesta).
Vi que había otra forma de confirmar la
afirmación de que Abel tenía una disputa contra Trump. Fue así como, avanzada
la tarde del viernes, me vi a mí mismo husmeando en el tenebroso sótano del
Edificio de la Suprema Corte del Estado de Nueva York. Siguiendo el consejo de
un empleado de la oficina del actuario del Estado, entré en una húmeda
habitación llena de pilas de mohosos libros de registro que databan de la
década de 1920. Una de las empleadas frunció el ceño cuando le dije que era
reportero. Me dijo que ahí no encontraría nada acerca del juicio. Dijo que
podía ir por el pasillo hacia otra sala llena de registros (“pregunta por
Raphael”), pero era probable que tampoco encontrara nada ahí. O bien, podía
caminar por la calle hasta el número 111 de Centre Street: la Corte Civil de la
Ciudad de Nueva York. Ella señaló su reloj. “Son las 4:01”, dijo. “Pronto van a
cerrar”.
Me dirigí a la Corte Civil de la Ciudad
de Nueva York.
La oficina de quejas menores se aloja en
el tercer nivel de la Corte Civil de Nueva York. Es una habitación atestada,
llena de letreros que dicen cosas como, “Por favor tome nota: La persona a la
que demanda debe estar en la Ciudad de Nueva York”. La oficina me recordó un
poco a la sala de espera de la película Beetlejuice, un purgatorio burocrático
habitado por abogados y personas consternadas tratando de cobrar cualquier cosa
que se les deba. (Sin embargo, ninguna de ellas tenía la cabeza encogida). No
soy abogado ni un deudor atribulado, lo cual podría explicar por qué la
empleada (llamémosle Anna) miró mi solicitud con una amistosa perplejidad y
curiosidad.
Anna me pidió que me hiciera a un lado y
que esperara a que se calmara el desfile de abogados que realizaban labores de
papeleo. Finalmente, los abogados se retiraron y Anna accedió a buscar el
juicio de Abel en los registros de su computadora. Me advirtió que
probablemente el caso era tan antiguo como para poder buscarlo, en especial
debido a que yo no tenía el número de caso. Escribió algunos nombres en su
voluminosa computadora, que también parecía ser de 1994. Pero entonces ocurrió
algo asombroso: apareció el nombre de Abel.
¡El juicio era (es) real!
Anna resplandecía de emoción. Inclinó el
monitor de la computadora para mostrarme el registro: Abel presentó la demanda
el 18 de noviembre de 1994. El aviso fue enviado a Trump el 25 de noviembre. La
fecha del juicio fue establecida para el 28 de diciembre. El acusado,
denominado “organización Trump”, nunca se presentó. Los detalles del caso
coincidían con la historia de Abel, al igual que la sentencia a su favor: 900
dólares, o 919.58 con intereses.
El juez, Wilfred O’Connor, había muerto
hace 20 años. No hay ningún indicio de que Trump hubiera pagado. Estos juicios
suelen expirar después de 20 años, dijo Anna, lo cual haría que resultara
difícil que Abel pudiera cobrar su dinero ahora que su deudor es el presidente.
No importa: Abel se sintió emocionado al
escuchar mis hallazgos. Quería llevarme a cenar para celebrar. Dijo que
reabriría el caso demandando a Trump de nuevo. “Es necesario defender tus
derechos y pelear, y ese es mi consejo para la gente. Yo digo, al diablo con
todo, y a toda marcha hacia delante. Creo que fue el Almirante Perry quien dijo
eso… ¡Así que arriba y adelante! Organicemos un grupo. Y marcharemos hacia
Washington”.
Abel confía en que finalmente cobrará sus
900 dólares durante la presidencia de Trump. A menos que muera primero.
Y si ves su obituario en The New York
Times, asegúrate de que no sea una noticia falsa.
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Publicado en
cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek