Decía la bloguera Miriam Celaya que durante toda su vida (ella nació en 1959) sus sentimientos respecto a Fidel Castro pasaron de la admiración, que le inculcaron en su casa; a la rabia y el rencor, que aprendió al percatarse de sus injusticias y crímenes; hasta la más absoluta indiferencia con la que hoy lo ve, sintiéndose con ella vencedora de la égida del dictador.
Hoy, cuando en Venezuela se han vivido ya 18 años de la instauración del sistema chavista, inspirado en el socialismo de Fidel Castro, toca preguntarse si las ya dos generaciones de jóvenes venezolanos que no conocen otra realidad política que la actual, logrará contemplar algún día con indiferencia a la figura de quien más marcó la vida nacional en los últimos años.
Hacia finales de los 80’s, cuando el bloque socialista colapsó de manera irremediable frente al mundo, parecía que el fracaso de las dictaduras comunistas y la revelación —una vez caído el velo de censura que ocultó muchos de sus crímenes— de todos sus horrores, permitía cierto optimismo en torno al futuro. El mejor reflejo del optimismo de aquellos días, quedó asentado en el buen pero finalmente fallido libro de Francis Fukuyama: había llegado el fin de la historia. Como aseveraba el analista: en el futuro ya nadie cuestionaría a la democracia o al mercado, sino que los gobiernos de diverso signo ideológico los abrazarían por razones pragmáticas.
A veces asalta la duda. ¿Cómo, después de tantos horrores y crímenes, el socialismo siempre sale librado de cualquier sospecha de malignidad, incluso contra cualquier evidencia histórica? ¿Cómo luego del colapso tan definitivo de todo el bloque soviético, cuando incluso la izquierda abrazaba un discurso “democrático” en lo que parecía un aprendizaje de su propia historia, resurgió de tal forma el ideal socialista? La respuesta está precisamente en el fallo de Fukuyama y de tantos otros que vieron en aquella debacle una prueba irrefutable de que la derrota socialista era definitiva a la luz de los hechos. Allí, en esa confianza de que los hechos hablan por sí solos, ha estado uno de los errores fundamentales de los defensores de la libertad: creer que el mundo está construido por una suerte de pragmatismo absoluto, que lleva a la gente a analizar y decidir basada siempre en análisis fácticos y no en prejuicios ideológicos.
Durante estas horas posteriores a la muerte de Fidel Castro, cuando hemos visto no solo a las ya tradicionales voces de la izquierda radical (y de la supuestamente democrática) lamentar la muerte del tirano, sino que hemos asistido también a los lamentos de gente como Mariano Rajoy, Barack Obama, Justin Trudeau y Enrique Peña Nieto, entre otros; es bueno recordar que no, que el mundo, aunque nos pese, no está construido sobre hechos sino sobre ideas, y que si se pretende combatir al socialismo por su hechos vergonzantes, sin antes combatirlo ideológica e intelectualmente, se terminará en fracaso.
La generación extranjera
Ya son dos generaciones que no conocieron la democracia venezolana. Una democracia defectuosa y corrupta, y que llevaba en el centro de su política económica —el diseño de un Estado que se sostuvo en la renta petrolera y que desarrolló una relación clientelar con su ciudadanía— la semilla de su propia destrucción. Pero también una democracia que había logrado altos niveles de movilidad social, estabilidad, paz y convivencia política entre diversos.
¿Qué pensará esa generación de Fidel Castro? ¿Sabrán que gracias a su influencia sus vidas fueron marcadas para siempre? ¿Sabrán los millones de venezolanos que han emigrado al exterior, en esta desafortunada descapitalización humana que vive el país desde hace años, que el no permitirles tener una vida medianamente normal no es fruto de la “incompetencia” del gobierno, sino una política deliberada que se inspira en el ancestral desprecio que Castro mostró siempre hacia la clase media cubana desde el momento de su bajada de la Sierra Maestra? ¿Las siglas UMAP, les dirán algo a los venezolanos menores de 30 años?, ¿sabrá que fueron salvajes campos de concentración donde Castro y el Che Guevara hacinaron a miles de homosexuales hasta llevarlos a la muerte? ¿Y ese nombre, el Che Guevara?, ¿será algo más que la silueta de una camisetas cool que circulan por ahí?, ¿tendrán alguna idea del carácter sanguinario, homofóbico y criminal de Ernesto Guevara de la Serna?
Es probable que no. Es factible pensar que el chavismo todavía no tiene dimensión histórica en la consciencia de la juventud venezolana. Y esto, en parte, se debe a la misma oposición venezolana, que en su mayoría está conformada por partidos de tendencia socialista —en su vertiente tenuemente socialdemócrata, en el mejor de los casos— y por quienes en el pasado admiraban a la dictadura de Castro, lo que los llevó a apoyar muchos de ellos el surgimiento de Hugo Chávez y su proyecto inspirado en él.
La presencia de Cuba fue fundamental para la consolidación del sistema político chavista, a través de la influencia ideológica, la instrumentalización de la política exterior, la salvaje dependencia económica y el otorgamiento de muchos recursos nacionales en condiciones que más que preferenciales eran infames; amén de la infiltración directa de cientos de funcionarios castristas en aduanas, aeropuertos e instituciones de la Fuerza Armada Nacional. Y aun así, pocos en la oposición al chavismo quieren hablar del tema o se atreven a responsabilizar a Castro de mucho de lo que nos ocurre.
Hay un incidente que algunos han recordado en estas horas. En 1989, cuando Carlos Andrés Pérez volvió a gobernar Venezuela, éste se hizo una juramentación apoteósica que fue llamadala coronación, debido a la suntuosidad de su puesta en escena. El invitado más importante de aquella celebración fue, precisamente, Fidel Castro, que todavía lucía vigoroso y saludable como en sus mejores años. En esos días, un grupo de 911 intelectuales y personalidades públicas firmaron un manifiesto en apoyo a su visita, en el que declaraban a Castro “una entrañable referencia en lo hondo de nuestra esperanza, la de construir una América Latina justa independiente y solidaria”.
Algo que olvidan algunos mencionar es que no solo fueron esos intelectuales, sino también un gran número de periodistas, empresarios y gente de la alta sociedad, quienes también recibieron a Castro y lo homenajearon en cenas en los hoteles más costosos de Caracas. Además, muchos parecen obviar que Castro no llegó solo, sino que fue invitado por Carlos Andrés Pérez a su juramentación.
Estos hechos hay que recordarlos, no para iniciar una cacería de brujas contra quienes allí firmaron, pero sí para poner en perspectiva cómo llegamos a este desastre, como la figura del dictador cubano siempre ha estado presente en nuestras vidas, desde los años sesenta, cuando Castro, frustrado por la negativa de Rómulo Betancourt de llevar a Venezuela a un sistema socialista como el cubano, puso todo su empreño en invadir y controlar Venezuela —nunca lo logró, Betancourt y luego Raúl Leoni le propinaron dolorosas derrotas militares y políticas—, hasta que finalmente logró su objetivo, no por la fuerza sino por el rendimiento de la sociedad venezolana que votó mayoritariamente por aquella promesa que tantas veces hizo Hugo Chávez, la de llevar a Venezuela al mismo “mar de la felicidad” que vivía Cuba. Promesa cumplida de manera tristísima como lo atestigua este país lleno de miseria, hambruna, muerte, ausencia de libertades, represión, violencia y socialismo.
Es importante que como generación sepamos adueñarnos de la rabia y el dolor necesario para entender como Fidel y el socialismo le han causado a nuestra sociedad y a nuestra generación, la pérdida de un futuro digno, el éxodo, la muerte, el hambre y todas esas cosas que nos han hecho un país despedazado.