ALGO EXTRAÑO sucede en el jardín de niños. Pregunta a un pequeño de cinco años sobre su visita al acuario el año anterior y es muy probable que te cuente toda suerte de detalles: el color del arrecife, la sensación de tocar el tanque. Pero repite la pregunta cuando tenga siete años, y es probable que no guarde el menor recuerdo.
Esto ha sido respaldado por investigaciones: en un estudio importante, la psicóloga Patricia Bauer y un colega de la Universidad de Emory invitaron a varios niños de tres años para entrevistarlos en su laboratorio, donde hablaron de acontecimientos de los tres meses anteriores, como viajes al zoológico y fiestas de cumpleaños. Luego los investigadores pidieron que algunos pequeños regresaran dos años después y, de nuevo, al cabo de seis años. En ambas ocasiones pidieron a los niños que recordaran los acontecimientos que describieron cuando tenían tres años. Hallaron que, durante la segunda entrevista (cuando tenían unos cinco años), los niños recordaron 60 por ciento de los eventos descritos, pero en la tercera (hacia los ocho años), recordaron menos, mucho menos: un deterioro de memoria mucho mayor de lo habitual. “Algo ocurre a los siete años”, asegura Bauer.
La gente se ha percatado de esta amnesia infantil al menos desde que Sigmund Freud acuñó el término a principios del siglo XX, pero solo hasta hace poco los científicos empiezan a entender cómo difiere la memoria infantil de la versión adulta, gracias a la combinación de la tecnología de imágenes y los estudios conductuales a largo plazo. Al desarrollarse y añadir conexiones, el cerebro del niño pierde más recuerdos de los que crea; por otra parte, los recuerdos tempranos tienden a ser parciales y, en consecuencia, son más propensos a erosionarse.
Paul Frankland, investigador del Hospital para Niños Enfermos de Toronto, sabía que para que un recuerdo se fije permanentemente en el cerebro, primero debe almacenarse en el hipocampo, estructura que conecta recuerdos simultáneos y relacionados con diversas regiones cerebrales sensoriales, y de esa forma los organiza en un mismo episodio. Frankland y los colaboradores de su laboratorio querían averiguar cómo era que la producción de nuevas neuronas —neurogénesis— afectaba los recuerdos almacenados en el hipocampo. Para ello medicaron animales con fármacos que hacían que sus cerebros crearan nuevas neuronas y, luego, con un poco de entrenamiento, pusieron a prueba su capacidad para recordar. Los investigadores hallaron que los animales olvidaban la experiencia rápidamente: la neurogénesis causó que las ratas perdieran los recuerdos más pronto. Para Frankland la explicación fue esta: si de repente un sistema tiene mayor complejidad y un montón de conexiones nuevas, todo se desequilibra durante un tiempo hasta que el sistema recupera el control.
Este trabajo llevó a Frankland a considerar la infancia, periodo en que la tasa de neurogénesis es mucho más alta que en la adultez (el cerebro de un bebé humano genera 2100 a 2800 neuronas nuevas cada día contra unas 700 en los adultos). Frankland y sus colegas entrenaron animales bebés y adultos para realizar tareas de memoria —como aprender a temer un área donde recibían pequeñas descargas— y realizaron pruebas unas semanas más tarde. Como esperaban, las crías perdieron los recuerdos, pero al administrarles fármacos que reducían la formación de nuevas conexiones cerebrales, los animales bebés conservaron recuerdos con una tasa mucho más alta. “Estamos convencidos de que la neurogénesis es uno de los factores principales que conducen al olvido en adultos y niños”, declara Frankland. Y el hecho de que la tasa de neurogénesis sea muy elevada en niños pequeños podría explicar por qué muchos de sus recuerdos parecen desaparecer.
Frankland ha trabajado en neurogénesis desde hace cinco años, y también presenció el paso de su hija de los dos a los siete años. Cuando era muy pequeña visitaron el zoológico, donde la niña vivió una experiencia traumática: un ganso se abalanzó hacia ella y la asustó. Después, cada par de meses, Frankland y su mujer le preguntaron sobre la aventura, y en cada ocasión les contó la misma historia sobre el pájaro malo; hasta que un día el recuerdo desapareció. Frankland pudo ver cómo ocurría la amnesia infantil al tiempo que la investigaba: “Esto subraya la idea de que, conforme se desarrolla el cerebro, también se desarrolla la capacidad de formar recuerdos de episodios de eventos —dice Frankland—. Pero después de cierta etapa, el problema es la capacidad de mantener el recuerdo”.
Bauer dice que, si bien los siete años no son un interruptor mágico, en ese momento ocurren dos procesos que convierten esa edad en un punto de inflexión interesante. Aunque los recuerdos se forman durante todo el desarrollo, entre los tres y siete años se pierden más recuerdos de los que se fijan en la memoria a largo plazo, y esto resulta en una pérdida neta.
Segundo, la calidad de los recuerdos mejora alrededor de los siete años porque, estructuralmente, el cerebro se parece más a la versión adulta, lo que hace que los recuerdos creados después de esa edad se vuelvan más accesibles. Imagina que esos recuerdos tempranos son fragmentos parciales: un niño pequeño podría recordar quién, pero no qué, cuándo, dónde o por qué.
Reunir todos esos fragmentos hace más factible que el recuerdo permanezca.
Tendemos a recordar las cosas que tienen un patrón claro. En la década de 1980, cuando se iniciaba como investigadora en Memorial University of Newfoundland, en St. John’s, Terranova, Canadá, Carole Peterson leyó estudios que argumentaban que los recuerdos de los niños en edad preescolar no eran muy claros, pero ella los cuestionó. “Me pareció que no preguntaban a los niños sobre los eventos adecuados”, dice, y explica que la mayor parte de los estudios pretendía que los niños recordaran incidentes comunes y cotidianos, como la visita de la semana anterior a la abuela. En su opinión, era preferible probar con recuerdos de eventos altamente emocionales, porque era más probable que los recordaran.
Así que emprendió una serie de experimentos inusuales. Para ello envió estudiantes de posgrado a montar guardia en la sala de espera del servicio de urgencias del Centro Janeway de Salud y Rehabilitación Pediátrica en St. John’s, donde reclutaron niños pequeños lesionados para entrevistarlos después del alta hospitalaria. El objetivo era poner a prueba la precisión de los recuerdos de la emergencia que los llevó al hospital, y comparar las diferencias en la precisión de esos recuerdos a distintas edades (de dos a 13 años). Peterson y sus estudiantes también entrevistaron testigos adultos de cada evento para obtener detalles basales de referencia. Luego, los investigadores pidieron a los niños que regresaran para interrogarlos sobre los mismos incidentes; unos, entre seis y 12 meses después y, otros, cinco o diez años más tarde.
“Quedamos pasmados por la exactitud”, recuerda Peterson. Durante la primera entrevista, el nivel de precisión de los niños de cinco años al describir el evento fue de 97 por ciento comparado con los testigos adultos; cinco años más tarde, fue de 91 por ciento. Incluso diez años después, se desempeñaron notablemente bien: la precisión se redujo a 85 por ciento, que aún era bastante elevada. Es más, al pasar los años, los niños empezaron a relatar los recuerdos con datos adicionales nuevos, y 100 por ciento correctos. “Si en la primera entrevista el niño decía: ‘El evento ocurrió en casa de abuela’, años después diría: ‘Sucede que mi abuela se cayó por el agujero en la valla’”, informa Peterson.
El tema es que, si bien los niños no son buenos para retener lo mundano —Peterson señaló que sus recuerdos de haber sido hospitalizados eran vagos—, poseen una memoria fantástica para eventos emocionales prominentes.
No está claro si todos los otros fragmentos de memoria temprana desaparecieron por completo o solo se volvieron inaccesibles. Esta es la pregunta que intentan responder Susumu Tonegawa y sus colegas del Instituto de Tecnología de Massachusetts, para lo cual están utilizando ratones de laboratorio modificados genéticamente a fin de que sus neuronas formadoras de recuerdos se vuelvan sensibles a la luz. En un proyecto reciente, los ratones recibieron primero una pequeña descarga en las patas mientras exploraban una caja. De inmediato, el recuerdo traumático se codificó en esas células cerebrales, las cuales estaban marcadas con una proteína fotosensible especial. Tonegawa utiliza una técnica llamada optogenética, en la cual un láser envía pulsos de luz azul para activar o desactivar las neuronas selectivamente. Cuando el láser estimulaba las células cerebrales, el ratón se paralizaba de miedo ante la descarga, a pesar de no experimentar dolor alguno.
Los científicos hicieron que los ratones se deprimieran envolviéndolos con plástico autoadherente durante 40 minutos diarios a lo largo de diez días —lo que estresó tanto a los roedores que ni siquiera disfrutaban de su amada agua azucarada—, y luego pudieron revertir los síntomas activando, artificialmente, recuerdos felices formados antes de que iniciara la depresión. Los investigadores afirman que este trabajo tiene implicaciones en tratamientos potenciales para la depresión, el trastorno por estrés postraumático y la enfermedad de Alzheimer.
Si bien la tecnología es prometedora, también es controvertida y aún tiene que probarse con humanos. Además, hay un método más simple para que los niños mantengan accesibles sus primeros recuerdos, sin necesidad de fracturarse una pierna o usar luces en el cerebro: hablar con ellos. Investigadores han demostrado que los hijos de progenitores que conversan de formas más elaboradas —formulando preguntas abiertas, fomentando seguimientos y añadiendo información nueva cuando repasan un recuerdo— retienen más recuerdos y tienen recuerdos más tempranos que los niños cuyos progenitores no utilizan esta forma de conversación. Al recordar juntos, padres e hijos pueden entretejer los fragmentos de un recuerdo y formar un tapiz resistente, el cual ayudaría a los niños a entender su pasado y mejorar su futuro.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek