Maggie Worth en estaba a una semana de titularse en el Smith College en mayo de 2006 cuando sufrió un derrame cerebral masivo. Sus compañeros de clase la encontraron inconsciente en el piso de su habitación de la residencia estudiantil, incapaz de hablar o moverse.
Una TAC reveló que el derrame cerebral que sufrió la chica de 22 años, que por lo demás estaba completamente sana, fue provocado por un coágulo en la arteria basilar, un vaso sanguíneo muy importante en la parte posterior de la cabeza que proporciona sangre rica en oxígeno al tronco cerebral, la parte del cerebro que controla el sistema básico de supervivencia del cuerpo. Tuvieron que pasar 12 horas antes de que los neurocirujanos del centro traumatológico más cercano pudieran retirar el coágulo y reestablecer el flujo sanguíneo al cerebro de Maggie. Ella se encontraba en un profundo coma, y era mantenida con vida por un respirador artificial que ordenaba a sus pulmones que respiraran, ya que su cerebro no podía hacerlo.
“Me dijeron que la mayoría de las personas no sobreviven a este tipo de derrames cerebrales. Si lograba sobrevivir durante los próximos días, era casi seguro que no tendría una recuperación significativa”, señala Nancy Worthen, la madre de Maggie. Mientras Nancy lidiaba con el pronóstico de Maggie, era presionada para tomar varias terribles decisiones. Un médico le aconsejó retirar a Maggie del respirador artificial y dejarla morir. Otro le sugirió someterla a la inserción de un tubo de alimentación y a una traqueotomía que ayudaría a Maggie a respirar. El representante de una organización de adquisición de órganos la abordó para obtener su consentimiento para trasplantar los órganos de Maggie. Pero Nancy se resistió a todos ellos, pues creía en la resistencia que siempre había caracterizado a su hija.
Cerca de dos semanas después del derrame cerebral, Maggie recuperó la capacidad de respirar por sí sola. Y después de otras dos semanas, ya estaba lo suficientemente fuerte como para ser transferida a una instalación de rehabilitación cerebral. Con una traqueotomía para ayudarla a mantener abiertas las vías respiratorias y con un tubo de alimentación insertado, Maggie recibió diariamente una intensa terapia física, de lenguaje y ocupacional. Las enfermeras pudieron ayudarla a sentarse en una silla de ruedas. Sin embargo, dado que, dos meses después, no manifestaba ninguna reacción ni ninguna señal externa de progreso, fue etiquetada como “en estado vegetativo”, un diagnóstico que la descalificaba para recibir cobertura de su plan de seguros para una futura rehabilitación.
Maggie fue transferida a una casa de reposo local, donde, con el paso del tiempo, Nancy empezó a notar que Maggie hacía cosas que le hicieron pensar que ocurrían más cosas en su mente de lo que los médicos afirmaban: se reía de las bromas de su novio, lloraba cuando alguien leía en voz alta un poema conmovedor. “Sus reacciones tenían sentido con respecto a lo que ocurría en el momento”, afirma Nancy. El problema era que esas conductas no eran constantes, y nadie fuera de la familia inmediata las había presenciado. “No hacía nada que se le ordenara”, señala Nancy, por lo que la mayoría de los miembros del personal médico que supervisaba el cuidado de Maggie “pensaba que yo estaba en un proceso de negación”.
Pero un médico puso en duda el diagnóstico de Maggie y se encargó de que fuera transferida a la Facultad de Medicina de Weill Cornell en Nueva York. Allí fue inscrita en un ensayo clínico con el objetivo de comprender cómo se recupera un cerebro seriamente lesionado. Mientras utilizaban un equipo de obtención de imágenes de alta tecnología para evaluar la actividad cerebral, los médicos hacían una serie de preguntas sencillas a Maggie. Las respuestas mostraban, sin lugar a duda, que Maggie todavía estaba consciente. Durante esa misma visita, uno de los médicos consiguió que Maggie respondiera una pregunta usando el movimiento de sus ojos. “Le pidieron que mirara hacia arriba para decir que sí, y hacia abajo para decir que no. Cuando le preguntaron si yo estaba en la habitación, no hubo lugar a dudas, ella miró muy claramente hacia abajo”, señala Nancy.
Dado que ya no estaba etiquetada como en estado vegetativo sino como “mínimamente consciente”, Maggie volvió a calificar para recibir la rehabilitación que le ayudaría a aprender a comunicarse a través de un dispositivo auxiliar que le permitía utilizar los movimientos de los ojos para controlar el cursor de una computadora para seleccionar palabras y preguntas predeterminadas. Aunque Maggie sucumbió a la neumonía en agosto de 2015, a los 31 años de edad, durante los últimos años de su vida se comunicaba periódicamente. “Estaba luchando para volver a nosotros cuando nos dejó”, dice Nancy.
El doctor Joseph Fins, jefe de la división de ética médica en Weill, dice que la experiencia de Maggie y la de otras personas como ella plantean preguntas preocupantes sobre cómo son diagnosticadas y cuidadas las personas con lesiones cerebrales graves. “Los pacientes como Maggie suelen recibir un diagnóstico erróneo y son enviados a lo que llamamos eufemísticamente ‘cuidados asistenciales’, donde no tienen acceso a un tratamiento que pueda ayudarles a recuperarse o darles la oportunidad de relacionarse con otras personas”, señala Fins, aun cuando las investigaciones indican que 68 por ciento de los pacientes con lesiones cerebrales graves que reciben rehabilitación al final recuperan el conocimiento y que 21 por ciento de ellas pueden llegar a vivir por su cuenta algún día.
Fins entrevistó a Worthen y a más de 50 personas más que tenían algún familiar con trastornos profundos de la conciencia, provocados por la falta de oxígeno o por un traumatismo cerebral. Señala que casi todos ellos fueron “descartados” de inmediato y se les pidió que tomaran lo que él denomina decisiones “prematuras” sobre su ser querido, como renunciar a proporcionarle atención o retirársela en caso de que la esté recibiendo, o dar su consentimiento para donar sus órganos. Diversas investigaciones respaldan las afirmaciones de Fins, entre ellas, un estudio reciente en el que se descubrió que un tercio de los pacientes ingresados en centros de traumatología canadienses debido a una lesión cerebral grave murieron en un plazo de 72 horas después de la lesión, y que cerca de dos tercios de dichas muertes fueron causadas por el retiro del sistema de respiración artificial. “Demasiados casos se basan en un juicio apresurado que supone que la pérdida del conocimiento marca el final de la vida, cuando también puede ser la primera señal de recuperación”, señala Fins.
Las lesiones cerebrales leves provocan cambios relativamente menores, como la confusión o la desorientación, mientras que las lesiones cerebrales graves, como la que sufrió Maggie, pueden causar profundos trastornos de la conciencia o muerte cerebral. Las personas que sobreviven a una lesión cerebral grave generalmente pasan por diferentes estados de conciencia conforme se recuperan, comenzando con un coma, un breve periodo de inconsciencia completa. A partir de allí, algunos de esos pacientes morirán, otros recuperarán el conocimiento, generalmente en un plazo de varios días o semanas, y otros quedarán en un tipo diferente de inconsciencia, conocido como estado vegetativo. Fins afirma que los pacientes que pasan a un estado vegetativo están despiertos, pero inconscientes. “Sus ojos suelen estar abiertos y en movimiento, pero no tienen la capacidad de relacionarse o interactuar con el mundo que les rodea”, dice. Para algunas personas, el estado vegetativo es un estado temporal. En otras, se convierte en una condición permanente que no brinda “ninguna oportunidad” de recuperación.
Los exámenes de obtención de imágenes cerebrales han confirmado lo que los neurólogos han sospechado desde hace mucho tiempo: algunos pacientes aparentemente en estado vegetativo en realidad oscilan entre la conciencia y la inconsciencia. Las personas que se encuentran en esta penumbra, denominada estado de conciencia mínima, “pueden responder preguntas o hablar espontáneamente, hacer ademanes o alcanzar objetos, o seguir con la mirada el movimiento de las personas por la habitación, pero no vuelven a hacerlo durante días, semanas o meses”, afirma Fins.
Además, algunas de estas personas, de las que se supone que no tienen la menor oportunidad de mejorar, en realidad son capaces de lograr la recuperación en grados diferentes. De hecho, unas cuantas de ellas han logrado recuperaciones sorprendentes, incluso después de una década o más. Casi 20 años después de que una lesión cerebral traumática sufrida en un accidente automovilístico lo dejó paralizado y mínimamente consciente, Terry Wallis, de 39 años dijo “mami”. En los siguientes días, Wallis recuperó la capacidad de moverse y conversar con su familia. Donald Herbert, un bombero que sufrió una lesión cerebral cuando un techo en llamas se derrumbó sobre él, dijo sus primeras palabras en más de nueve años después de consumir un coctel de medicamentos utilizados para tratar la depresión, el mal de Parkinson y el trastorno por déficit de atención. Dedicó las siguientes 14 horas a conversar animadamente con su familia y amigos antes de volver a quedar en silencio. Dos años después de un choque automovilístico, un hombre italiano salió de un estado de conciencia mínima después de recibir un sedante suave y conservó la capacidad de hablar. También fue capaz de leer y de comprender frases simples y calcular problemas básicos de aritmética hasta que el efecto del medicamento se desvaneció.
Aunque aún no se comprende el cómo y el por qué detrás de los despertares de estos pacientes, Fins dice que estos casos “muestran que el potencial de recuperación del estado de conciencia mínima parece no tener fecha de vencimiento”. Asimismo, es difícil identificar si un paciente tiene posibilidades de recuperación: hasta 40 por ciento de los pacientes en casas de reposo o centros de atención médica para enfermedades crónicas son diagnosticados erróneamente como en estado vegetativo permanente cuando presentan un estado de conciencia mínima. “Están despiertos y conscientes, al menos durante una parte del tiempo, lo veamos o no”, afirma Fins.
El doctor Nicholas Schiff, neurólogo de la Facultad de Medicina de Weill Cornell, dice que no se debería diagnosticar erróneamente ni a una sola persona cuya vida mental está intacta. “Imagínate estar consciente en un cuerpo sobre el que no tienes control. Es difícil imaginar algo más terrorífico”. Atribuye el diagnóstico erróneo a varios factores, principalmente la negligencia. “La sociedad en general se ha dado por vencida con estas personas. Cuando alguien no despierta, produce una sensación incómoda en las personas. Es más fácil decir: ‘No, ellos no están ahí’”.
La falta de herramientas de diagnóstico también puede hacer que resulte difícil determinar el estado de conciencia. “Aunque los equipos de IRM y TAC pueden ayudar a los médicos a visualizar la extensión de la lesión cerebral, no pueden detectar señales de conciencia”, afirma Schiff. En lugar de ello, el diagnóstico se basa en evaluaciones de cabecera que miden la reacción del paciente ante ciertos estímulos y pruebas neurológicas que suponen la búsqueda de pruebas físicas, como mirar hacia arriba o hacia abajo, o parpadear dos veces, tareas que los pacientes podrían no ser capaces de realizar incluso si están conscientes.
Para complicar todo esto, señala Schiff, las conductas que podrían indicar un estado de conciencia, como seguir con la mirada un objeto por toda la habitación, o como lo hizo Maggie, mostrar emociones en el contexto correcto, suelen ser “esporádicas y no reproducibles”. Los pacientes mínimamente conscientes pueden parecer indistinguibles de los pacientes en estado vegetativo para las personas no entrenadas, especialmente en un único examen aislado. “Si solamente la familia observa una conducta, es común que los médicos la descarten como un buen deseo”, dice.
Y dado que no existe un protocolo estandarizado para la reexaminación de los pacientes con lesiones cerebrales después de ser diagnosticados, dichos pacientes pueden salir del hospital con un diagnóstico de estado vegetativo y, luego, con el paso del tiempo, pasar a un estado de conciencia mínima.
Eso podría estar cambiando conforme los avances en la obtención de imágenes neurológicas permitan que los médicos detecten procesos cognitivos imperceptibles a través de las pruebas de cabecera tradicionales. Adrian Owen, neurólogo de la Universidad de Western Ontario, demostró que las tecnologías de obtención de imágenes neurológicas podrían ayudar a facilitar la recuperación durante un estudio de investigación en el que a una mujer de 23 años, que se pensaba que estaba en un estado vegetativo, se le pidió que se imaginara jugando al tenis y caminando por su casa mientras descansaba dentro de un escáner de formación de imágenes por resonancia magnética funcional (fMRI, por sus siglas en inglés), que permite mapear la actividad cerebral. Cuando los adultos sanos se imaginan a ellos mismos jugando al tenis, la corteza premotora, que es la parte del cerebro que controla el movimiento, se activa. Cuando se imaginan caminando por una casa, el giro parahipocampal, que es necesario para la navegación espacial, se activa.
A los investigadores les sorprendió cuando el fMRI mostró que la joven mujer, que no había manifestado ninguna respuesta durante cinco mes después de ser golpeada por dos automóviles mientras cruzaba la calle, tenía una actividad cerebral, dice Owens, que era “casi indistinguible de la de las personas sanas” que realizan las mismas tareas.
Desde entonces, varios equipos de investigación han usado la fMRI, así como otras tecnologías de obtención de imágenes, y han logrado éxitos similares. Entre los más prometedores se encuentra el electroencefalograma, en el que se utilizan electrodos fijados en el cuero cabelludo para medir directamente la actividad cerebral. Las pruebas de EEG han mostrado que pueden demostrar estados de conciencia no detectables en una prueba de cabecera. Y dado que la tecnología es portátil, barata y no requiere la participación activa de un paciente, Owens considera que se convertirá en una herramienta de selección ampliamente usada y en una forma de asegurarse de que los pacientes obtengan la ayuda que necesitan para recuperarse. Aunque los métodos de obtención de imágenes neurológicas no pueden demostrar la falta de conciencia, sí pueden demostrar su existencia, lo cual puede cambiar la vida de los pacientes.
Owens ya ha usado la fMRI para comunicarse con una pequeña cantidad de pacientes. El primero de ellos, un varón belga lesionado en un accidente de tráfico aparentemente sin ningún tipo de conciencia, pudo responder correctamente a una serie de preguntas pensando en distintas acciones que hacían que diferentes partes de su cerebro se iluminaran en el examen de fMRI. Para responder “sí”, el paciente se visualizó jugando al tenis, y para contestar “no”, se imaginó caminando por su casa. Estos hallazgos son la base para desarrollar dispositivos informatizados alimentados completamente por la mente, denominados interfaces cibernéticas cerebrales, que algún día podrán permitir la comunicación constante. “Mientras tanto —dice Owens—, hay preguntas que debemos hacer ahora mismo, como ‘¿sientes dolor?’”.
Schiff se encuentra frente a otra frontera desconocida al comunicarse con pacientes que de otra manera son inalcanzables: la estimulación cerebral profunda, un tratamiento común para el mal de Parkinson que supone implantar electrodos en el tálamo, que es la parte del cerebro que regula la conciencia y el sueño, para sacudir el cerebro y hacerlo responder. Este investigador utilizó dicha técnica para devolver la conciencia a un hombre de 38 años que había permanecido en un estado de conciencia mínima durante seis años. Luego del tratamiento, el hombre recuperó la capacidad de hablar y comer sin ayuda. “A pesar de que su cerebro estaba gravemente dañado, algunos circuitos neurales todavía estaban intactos. Pudimos dirigir impulsos eléctricos a estos circuitos para hacerlos funcionar otra vez”, dice Schiff.
Schiff también investiga el potencial del zolpidem (el medicamento común para el sueño que se vende con el nombre de Ambien) para restituir la conciencia. En algunos pacientes con lesiones cerebrales, el sedante tuvo un efecto paradójico: “Provoca un zumbido que hace que los circuitos cerebrales se activen”. Schiff observa que la amantadina, un tratamiento para el temblor provocado por el párkinson, ha tenido un efecto similar en ciertos pacientes.
Pero antes de que cualquier persona pueda beneficiarse de estos nuevos tratamientos, debe ser diagnosticada correctamente como poseedora del potencial para recuperarse. “Hay muchas personas a las que se podría prestar ayuda, pero que no la reciben”, dice Schiff. “Todos los pacientes deberían ser tratados como si también tuvieran ese mismo potencial de recuperación”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek