Durante cinco años, el joven ha trabajado en el tren de laminación
que produce hoja tras hoja de productos de acero de alta resistencia destinados
a fábricas de automóviles y grandes sitios de construcción en todo el país. Su
sueldo ha crecido lenta pero constantemente, y hace dos años compró una casa
con tres dormitorios en un suburbio de clase media para él y su familia. Y
aunque la industria del acero pasa por un exceso de capacidad y está
consolidándose, no teme por su empleo. Porque la empresa para la que trabaja es
enorme y rentable, y el tren de laminación donde labora es lo último en
tecnología.
En otras palabras, Cai Jinrong está viviendo el sueño de
la enorme clase media china. La compañía que lo contrató es Baosteel. Su casa
se alza en los suburbios de Shanghái. Y según el discurso de los candidatos
presidenciales estadounidenses, su relativo éxito —y el de la compañía y su
país— ha venido a expensas de sus homólogos en Estados Unidos: los obreros de
industrias como la del acero, los autos y las herramientas para maquinaria, los
negocios metalúrgicos que florecieron en Estados Unidos después de la Segunda
Guerra Mundial y proveyeron sólidos estilos de vida de clase media a un par de
generaciones de estadounidenses.
Pero eso se acabó. La fabricación empleó a 17.1 millones
de estadounidenses en el año 2000; pero solo dio empleo a 12 millones para
fines de 2013. Los salarios fabriles apenas han crecido en casi dos décadas. Y
esas realidades han provocado lo que podrían ser cambios históricos en la
política económica de Estados Unidos: una fractura en el consenso económico del
libre comercio que ha imperado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Donald Trump, el favorito presidencial republicano, dice que impondrá un
arancel de 45 por ciento a todos los bienes importados de China (postura que ha
horrorizado a los ejecutivos de la Cámara de Comercio de Estados Unidos en
China). La favorita demócrata, Hillary Clinton, cuyo marido firmó el Tratado de
Libre Comercio de América del Norte cuando ocupó la Casa Blanca, ha repudiado
la Sociedad Transpacífica, negociada por la administración Obama cuando era
secretaria de Estado, y que alguna vez ella misma describiera como el “estándar
de oro” de los acuerdos comerciales. Ni siquiera los que “también se
postularon” del actual ciclo político han tenido algo bueno qué decir del libre
comercio.
¿Qué hay detrás de todo este escepticismo hacia el
comercio? La respuesta, según varios economistas de tendencia principal (y
normalmente pro-comercio), es China. O más precisamente, el ingreso de China,
en 2001, en la Organización Mundial de Comercio (WTO, por sus siglas en inglés,
la medida apoyada por la administración de George W. Bush), y la posterior
escalada económica de lo que hoy es la segunda economía más grande del mundo.
Entre los artículos más influyentes que redefinen la
sabiduría empírica sobre la manera como los mercados laborales se ajustan a los
cambios comerciales, tenemos uno publicado en enero por el National Bureau of
Economic Research. En el estudio, titulado The China Shock, los autores David
Dorn, David Autor y Gordon Hanson, concluyen que el “ajuste de los mercados
laborales locales [ha sido] notablemente lento, donde las tasas de
participación de los salarios y la fuerza de trabajo permanecen deprimidas y la
tasa de desempleo permanece elevada durante al menos toda una década después
que comienza el choque comercial de China [en 2001]. Los trabajadores expuestos
experimentan una mayor agitación laboral y una reducción del ingreso vitalicio.
A nivel nacional, el empleo ha caído en las industrias estadounidenses más
expuestas a la competencia de las importaciones, como se esperaba, pero la
ganancia compensatoria de empleos en otras industrias todavía no se ha
materializado”.
En otras palabras, el único beneficio que Estados Unidos
ha derivado de la afluencia masiva de importaciones chinas —las importaciones
fabricadas en China han crecido de 4.5 por ciento del total estadounidense, en
1991 a casi 25 por ciento, actualmente-— es el precio bajo de los bienes
vendidos en Walmart y otros lugares. Y los costos para las comunidades
manufactureras de todo el país han sido sustanciales: “nuestros cálculos
directos”, escriben los economistas, “implican que si la penetración de las
importaciones chinas no hubiera crecido después de 1999, no se habrían perdido
560 000 empleos en el sector manufacturero hacia el año 2011”. Calculan que el
impacto de las importaciones chinas representan aproximadamente 10 por ciento
de la pérdida de empleos en fabricación.
Al mismo tiempo, la afirmación de Trump en cuanto a que
China ha jugado sucio con el sistema internacional de comercio (mientras que el
gobierno de Estados Unidos ha permanecido impávido “como tontos”, según dijo en
cierta ocasión), tiene cierto fundamento en la realidad. Desde 2001, China ha
recibido 34 quejas en su contra ante la WTO por prácticas comerciales injustas,
solo superada, en ese periodo, por la UE y Estados Unidos. Y si bien China ha
crecido como mercado para bienes y servicios estadounidenses, el déficit
comercial bilateral entre ambos es enorme: nada menos que 365 mil millones de
dólares el año pasado.
La teoría económica solía afirmar —y la realidad solía
confirmar— que, con el tiempo, los mercados laborales se ajustaban a la
competencia exterior. Un número justo de obreros desplazados se mudaba a otras
industrias en lugares con mayor vitalidad económica. Esto fue muy patente en
las década de 1980 y 1990, cuando las poblaciones de los estados del Cinturón
del Sol [sur de Estados Unidos, que abarcan de la costa oeste a la costa este]
crecieron significativamente y las ciudades del Rust Belt, como Pittsburgh y
Detroit, comenzaron a perder trabajadores. Los economistas describen esto como
“el efecto de reasignación”, pero —“sorprendentemente”, según Autor— no se hizo
evidente durante el periodo del surgimiento económico de China. “La
reasignación de empleo parece empantanada por el efecto adverso general del
incremento [de las importaciones chinas] tras el ingreso en la WTO, en 2001”.
Hay otras razones para que los trabajadores no hayan sido
reabsorbidos tan rápidamente como en los años ochenta, cuando el déficit
comercial de Estados Unidos con Japón era una obsesión política de Washington.
Una causa es la crisis financiera de 2008-2009, y algunos economistas
consideran que otro motivo del estancamiento salarial y el prolongado desempleo
es la mayor regulación.
No queda claro si los líderes chinos han percibido que se
avecina un profundo cambio en la política comercial de Estados Unidos.
Interpretan la campaña de Trump como un chiste, y tal vez creen que Clinton
solo dice lo que hace falta sobre el comercio para conseguir la elección, pero
una vez que llegue a la Casa Blanca, “dudan que las cosas cambien mucho”,
informa un diplomático estadounidense. Tal vez; tal vez no.
Es posible que el presidente Xi Jinping tenga una visión
más clara después de su visita a Washington para una conferencia de no
proliferación nuclear, a fines de marzo. La probable agenda de entrevistas con
el presidente Barack Obama incluye la posibilidad de un tratado de inversión
bilateral entre ambos países, algo en lo que han trabajado desde hace ya varios
años. Pero la idea de lograrlo bajo el mandato de Obama es fantasiosa. En
cambio, la posibilidad de que el consenso sobre libre comercio en Washington
sea cosa del pasado, es muy real. Y si Beijing no ha entendido eso todavía, lo
hará muy pronto.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in
cooperation with Newsweek