EN 2006, el Departamento de Correccionales de Utah (DOC, por sus siglas en inglés) decidió que debía hacer algo acerca de las mujeres internas en sus instalaciones. Las mujeres se mostraban rebeldes y nerviosas, con frecuencia se negaban a seguir las reglas y ocasionalmente presentaban conductas violentas. Los guardias dieron un infrecuente paso atrás, reflexionaron por un segundo y desarrollaron una teoría. Las internas podrían sentirse deshumanizadas y actuar en consecuencia debido a su atuendo.
Los guardias observaron cuántas de las mujeres usaban zapatos tres tallas más grandes y cómo sus toallas sanitarias podían verse a través de la tela casi transparente de sus uniformes. “El uniforme blanco de un hombre no contribuye mucho a la autoestima [de una mujer],” declaró Jack Ford, portavoz del DOC, a The Salt Lake Tribune.
Así, el DOC hizo algunos cambios. A las mujeres se les entregaron uniformes nuevos de color vino. La prisión levantó su prohibición de los cosméticos y las internas eligieron labiales, sombras para los ojos y rubores. Quizá mucho de esto parezca demasiado normativo desde el punto de vista del género para el siglo XXI, pero parece haber funcionado: los problemas disciplinarios disminuyeron notablemente. Ello se debió a que, gracias a sus nuevos uniformes, las internas ya no se veían a ellas mismas como prisioneras, sino como personas. La ropa que visten ha modificado la forma en que se perciben a ellas mismas y al mundo.
A principios de este año, el psicólogo cognitivo Abraham Rutchick asistía a una operación quirúrgica y tuvo que hacer una pausa para ir al baño. Mientras se lavaba las manos, Rutchick miró su reflejo en el espejo, con los ojos puestos en las ropas quirúrgicas que había tomado prestadas en el hospital para poder entrar en el quirófano. “Las miraba en el baño y me di cuenta de que esos pantalones eran los más cómodos que había usado en toda mi vida,” afirma Rutchick.
Pero no era sólo el hecho de que sus piernas se sintieran cómodas envueltas en algodón, sino que él se sentía realmente en un estado mental más relajado gracias a las ropas médicas. Y ha hecho una investigación para respaldar esta afirmación. En 2015, Rutchick dirigió un estudio para determinar exactamente cómo la selección de la ropa puede influir en el estado mental de una persona. Su equipo descubrió que cuando los participantes vestían costosos trajes hechos a medida, tenían más probabilidades de pasar por alto una recompensa de 12 dólares ese día para recibir una recompensa de 20 dólares al día siguiente. Los investigadores afirman que estos participantes mostraban un mejor procesamiento abstracto, del tipo del procesamiento general que los directores ejecutivos y los gerentes deben efectuar periódicamente.
“Vemos que, cuando las personas visten ropas formales, muestran una capacidad de planeación a largo plazo”, señala Rutchick. Por otra parte, los participantes que usaron atuendos asociados típicamente con puestos de menor estatus, mostraron niveles más altos del pensamiento “maquinal”, del tipo que se requiere para realizar tareas básicas de manera más eficiente. A eso se debe que, en muchos casos, la gerencia institucional aliente a los ejecutivos a vestir trajes que denoten poder, mientras que da a los empleados de mensajería uniformes con su nombre bordado. “Si perteneces a una organización, deseas que algunas personas desarrollen grandes ideas, mientras que otras las ponen en práctica”.
Rutchick está a la vanguardia en un campo de estudio denominado “cognición investida”. La teoría es que el hábito sí hace al monje, o monja; lo que vestimos influye en nuestros pensamientos, capacidades y relaciones. Nuestro atuendo puede hacernos sentir más (o menos) confiados, cuidadosos o inteligentes. Dependiendo de dónde se encuentre en el espectro entre el traje y las ropas médicas, el atuendo puede influir incluso en si alguien violará la ley o se apegará a ella.
La cognición investida influye en nosotros la mayor parte del tiempo, pues casi siempre estamos vestidos, pero los uniformes, que son un subconjunto de los atuendos, tienen un impacto desproporcionado en la forma en que pensamos en una amplia gama de entornos sociales y profesionales. Después de todo, 35 a 40 por ciento de las personas pasan su vida laboral vistiendo algún tipo de uniforme (y muchos otros deben usar tipos específicos de ropa para encajar en su lugar de trabajo; por ejemplo, un banquero generalmente no puede usar sandalias de goma, sin importar el clima que haga), y la gran mayoría de los estudiantes usan uniformes para ir a la escuela.
La regularidad con la que los uniformes se implementan en los entornos institucionales muestra que, intuitivamente, ya sabíamos algo acerca de la cognición investida, aunque no tuviéramos un término para definirla. “Una de las cosas que tratamos de lograr [al hacer que las personas vistan uniformes] es tratar de crear una especie de control implícito sobre la gama de conductas que muestran las personas”, señala Adam Galinsky, psicólogo social de la Universidad de Columbia. “En otras palabras, tratamos de silenciar la individualidad y hacer que las personas actúen de la misma manera”.
La inspiración de Galinsky para tratar de revelar el impacto de los uniformes fue un episodio de Los Simpson titulado El equipo de Homero. En este, la escuela primaria de Springfield modifica su política de uniformes y los alumnos deben llevar ropas completamente grises. “Los chicos pierden toda su exuberancia”, señala Galinsky. Juegan una desangelada versión del juego de quemados, tocando con desgano el brazo del compañero y gruñendo, “quemado”. Cuando una lluvia repentina deslava el color gris de los uniformes, revelando los brillantes colores debajo, los chicos se vuelven locos.
Galinsky diseñó un experimento para probar su hipótesis de que la ropa puede influir, al menos en parte, en la conducta. Dio a los sujetos ropas larga de color blanco y les dijo a algunos que eran batas de laboratorio y a otros, que eran ropas para pintar. Las personas que creyeron que vestían ropas de laboratorio tuvieron un mejor desempeño en una serie de tareas cognitivas relacionadas con un “alto nivel de atención”, que es el enfoque constante y tan penetrante como un rayo láser que se requiere para llevar a cabo muchos procedimientos médicos. El trabajo de Galinsky muestra cómo los uniformes pueden adaptar nuestros pensamientos para que encajen mejor en un puesto o tarea específica. Pero en el proceso, pueden cambiar e incluso despojarnos de nuestra identidad.
En un experimento llevado a cabo por Jeffrey T. Hancock, que en ese entonces era catedrático de psicología de la Universidad de Cornell, y que actualmente labora en el Departamento de Comunicación de la Universidad de Stanford, a los participantes en un juego de realidad virtual se les asignaron avatares que vestían ropas oscuras, túnicas como las del Ku Klux Klan, uniformes de médico o trajes transparentes. Los participantes del estudio que tenían atuendos oscuros o como los del Ku Klux Klan tendían a jugar de manera más despiadada y competitiva y a traicionar a sus compañeros de equipo. Cuando el juego terminó, se pidió a los participantes que escribieran un ensayo acerca de varias imágenes proyectadas al azar; las personas cuyos avatares vestían ropas con implicaciones negativas escribieron los ensayos más crueles.
“Si vestimos ropas que comuniquen una función con un significado concreto, asumiremos dicha función en cierta medida”, señala Galinsky. Consideremos uno de los estudios más notables que se hayan hecho hasta la fecha sobre el encarcelamiento. Con una duración de apenas una cruenta semana en el campus de la Universidad de Stanford en la década de 1970, el Experimento Carcelario de Stanford demostró que unas cuantas variables añadidas podían convertir a personas ordinarias en guardias tiránicos o en tímidos prisioneros. En una simulación, a los “guardias” se les proporcionaron uniformes de color caqui y gafas Ray-Ban, mientras que los “presos” recibieron gorras que les quedaban chicas, sandalias demasiado holgadas y horribles batas.
No es posible exagerar los resultados de esta asignación de atuendos, afirman los expertos. “Pensémoslo —dice Rutchick—. Si te pones un uniforme de guardia, tendrás pensamientos de guardia. Si te pones un uniforme de la prisión, tendrás pensamientos de prisionero”. De hecho, los uniformes hacen que las personas encarceladas tengan mayores probabilidades de desobedecer las reglas; en el Reino Unido, los uniformes de las prisiones han sido abolidos desde hace décadas, de acuerdo con Bev Baker, curador de alto rango de las Galerías del Museo de la Justicia de Nottingham.
El uniforme carcelario tiene un lugar especial en la imaginación estadounidense: durante décadas, los uniformes a rayas y de color naranja (vestidos por internos de alta seguridad o en tránsito) se han asociado en los medios de comunicación con una conducta criminal y aberrante. Estas percepciones pueden producir rápidamente consecuencias en la vida real: en un estudio reciente se demostró que si un prisionero viste un overol de color naranja en la corte, tiene mayores probabilidades de ser condenado. Cuando pensamos que la ropa de una persona nos dice todo lo que necesitamos saber acerca de la forma en que dicha persona encaja en nuestro mundo, en ocasiones no miramos más allá. Y finalmente, la persona que viste esas ropas también dejará de mirar más allá.
Consideremos que los overoles carcelarios incluso dificultan la rehabilitación de los prisioneros. Aunque a los trabajadores ordinarios se les exige llevar uniformes, pueden vestir como quieran al llegar a casa. Los prisioneros deben vestir lo mismo todo el tiempo; muchos de ellos ni siquiera tienen pijamas. La falta de autonomía y la estigmatización complican los efectos de la cognición investida; una persona no puede cambiar sus rayas si siempre viste de esa manera. La humillación de llevar un uniforme puede afectar permanentemente la autoestima de los internos, haciéndoles más difícil reajustarse al mundo exterior una vez que terminan sus sentencias.
El rediseño de los uniformes en Utah fue un esfuerzo para aliviar esta indignidad. El objetivo era devolver a las internas la sensación de que son personas, individuos que importan. El acto de maquillarse es de carácter privado y una recuperación de la autonomía. Aun si se ven obligadas a llevar uniformes, el color vino no tiene el estigma de sus antiguas ropas, y el rediseño las hace sentirse atendidas.
El hecho de que el rediseño de Utah represente o no un avance para el sistema carcelario depende de la persona con la que hablemos, pero durante los últimos 15 años, muchas prisiones han avanzado en la dirección contraria. Unas cuantas instalaciones carcelarias han retomado los uniformes a rayas, y sus comisarios afirman que los overoles de color no lucen lo suficientemente punitivos. El público “los ama”, declaró a The New York Times Gerald Hege, comisario del condado de Davidson, en Carolina del Norte. Un encargado volvió a imponer los uniformes a rayas después de que la serie de Netflix titulada Orange Is the New Black (cuyo primer episodio se transmitió en 2013) hizo que el color naranja fuera considerado “cool” entre sus internos, declaró a USA Today. Otro comisario, el famoso Joe Arpaio del condado de Maricopa en Arizona, ha obligado a los internos de la “Cárcel de Ciudad Carpa”, en Phoenix, a llevar ropa interior de color rosa brillante. Como argumentó secamente ante un reportero del Washington Examiner,“¿por qué debemos darles un color que les guste?”.
Estos cambios se produjeron después de que las prisiones estadounidenses instigaron un supuesto movimiento “austero” en el cambio de siglo. El movimiento fue implementado para erradicar las comodidades innecesarias y “no ganadas” de los internos, con base en una filosofía de disuasión mediante el castigo. El problema es que esta filosofía es anticuada y probablemente contraproducente.
Esta tendencia aún puede cambiarse, un overol a la vez. Los uniformes rediseñados basados en los principios de la cognición investida podrían hacer más que simplemente mitigar los efectos deshumanizadores de los uniformes a rayas. Podrían ser empoderadores. En última instancia, al fomentar los poderes creativos, el cociente intelectual y la autoestima, un mejor uniforme podría dar a los internos una mejor oportunidad de reajustarse al mundo exterior. Depende de los distintos jugadores del complejo carcelario-industrial averiguar si eso es lo que quieren.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek