Podrías pensar que conoces el desierto. Arena y cactus, se
despliegan en una extensión de llanura infinita, asándose bajo la implacable
luz del sol. Correcaminos perseguidos por coyotes astutos. Víboras de cascabel
acechando bajo las rocas. Y laboratorios de metanfetaminas, tal como en
Breaking Bad.
Si esta es tu idea del desierto, nos queda claro que no
está sfamiliarizado con la obra de Death Valley Jim, un explorador, escritor y
activista quien conoce el desierto de California tan bien como cualquier
persona viva. El suyo es un tipo particular de conocimiento: pueblos fantasmas,
minas abandonadas, los vestigios de poblados de indios americanos, las tumbas
humildes de buscadores de oro desafortunados. Él sabe sobre la tortuga del
desierto, sí, pero también sobre la leyenda del Hombre de Yuca; sobre los
efectos de la sequía prolongada en las suculentas del desierto pero también
sobre el galeón español que se hundió cerca de lo que hoy es el maloliente lago
Saltón.
No te emociones de más. Como tantísimas cosas en el
desierto, ese tesoro colonial podría ser un espejismo. Pero si existe, Death
Valley Jim sabe quién podría saber dónde está: él entrevistó a dicho tipo en su
programa de radio (¿olvidé mencionar que, hasta hace poco, era un locutor de
radio?). El suyo es el desierto visitado por cientos de miles de turistas cada
año, y el desierto de forajidos resistentes como Seldom Seen Slim, un lugar
precioso y áspero, con flores silvestres y pozos de minas.
En una era de “campamentos de lujo” y vacaciones
virtuales, Death Valley Jim —su verdadero nombre es Jim Mattern, pero nunca lo
usa— defiende al desierto como un lugar de misterio sagrado, un lugar que
podría matarte o, si estás dispuesto a entregarte a las extensiones
abrasadoras, podría convertirte en un ser humano más reflexivo y considerado,
uno que está consciente de un mundo más allá de los confines brillantes de la
pantalla de un iPhone.
Y entonces tal vez te mate.
ELLOS PAGARON POR SU ERROR
Augustinus van Hove y Helena Nuellett tenían una misión:
hallar el famoso árbol de Josué en la portada del álbum Joshua Tree de U2. Los
dos habían llegado recientemente a Los Ángeles desde Europa, y después de una
corta estadía allí y en San Diego, manejaron al este hacia el desierto. El 22
de agosto de 2011, partieron hacia el Parque Nacional del Árbol de Josué,
famoso por sus árboles puntiagudos y larguiruchos que se ven como si hubieran
sido cultivados en otro planeta antes de que un vástago flotase a la Tierra. El
árbol de Josué fotografiado por Anton Corbijn para U2 no estaba en el parque
nacional que lleva su nombre, pero parecía que los dos turistas no sabían eso.
Van Hove y Nuellett manejaron su auto rentado fuera de una
carretera principal del parque y por el Camino de la Mina Black Eagle, según
una reconstrucción de los eventos en el periódico The Desert Sun. Su auto, dijo
el Sun, se atascó en una rambla, “y no pudieron sacarlo. No había una sombra
dónde descansar”, así que se dirigieron al camino principal, que estaba a 8
millas de distancia. En circunstancias comunes, esto podría pasar como una
caminata matutina decente. En un calor de 108 grados, significaba la muerte.
Otro turista descubrió sus cuerpos más tarde ese día.
“El desierto te matará”, dice Death Valley Jim sin rodeos.
Sin embargo, no es probable que lo mate a él, y ello tiene tanto que ver con su
camioneta como con sus habilidades de supervivencia. Subido en llantas que
parecen haber sido robadas de un Boeing 747, su amado Jeep Wrangler es lo que
el corcel Rocinante era para Don Quijote, un transporte confiable a través de
terrenos surrealistas.
“Tal vez sea capaz de lograrlo”, me dijo Jim en una
reciente tarde invernal mientras él trataba de dar la vuelta con su jeep en una
sección especialmente estrecha del Camino de la Mina Black Eagle, a una o dos
millas de donde murieron Van Hove y Nuellett. Acabábamos de estar mirando los
restos de la mina Eagle Mountain, la cual algunos querían convertir en basurero
(una idea horrible, según Death Valley Jim) o, cuando esa iniciativa fracasó,
en una planta hidroeléctrica (menos horrible, pero todavía muy terrible). Bajo
nuestros pies había un barranco seco, y aun cuando la caída era sólo de una
docena de pies o más, las rocas allí abajo se veían como los dientes deformes
de una mandíbula monstruosa. Como siempre, el desierto nos daba poco espacio
para equivocarnos. Los cual, francamente, es emocionante en un mundo donde
tantísimas de nuestras emociones involucran hacer clic o pasar el dedo. Death
Valley Jim manejó su jeep hacia el precipicio, luego hacia la cuesta opuesta.
Traqueteó, resopló, se inclinó, pero, como una cabra montañesa, nunca perdió el
punto de apoyo. Pronto viajábamos de nuevo por el camino principal del parque.
El peligro es uno de los atractivos del desierto, el
precio que cobra por todo ese espacio abierto sin perturbar. Es un retiro para
la meditación sin la mojigatería, un ejercicio de concienciación donde tu guía
a lo sublime es una salamandra escabulléndose entre rocas golpeadas por el sol,
un lugar cuya falta total de servicios inalámbricos es una de sus mejores
características. “El desierto nos reduce a una simplicidad escuálida”, escribió
el teólogo Belden Lane en The Solace of Fierce Landscapes. “La vida allí no
tiene ley. Los patrones estructurados de la civilización no se extienden hasta
allí. La ley y el orden se rompen”.
ESTRELLA DE ROCA: Death Valley Jim conduce tours a algunas
de las gemas oscuras que ha descubierto durante sus exploraciones. FOTO: TFOXFOTO/ISTOCK
SANDERS Y WHISKY
Death Valley Jim no se ve como el guía del desierto que
probablemente te imagines. Es más factible que lo halles vistiendo una sudadera
con capucha que una chamarra a prueba de climas de Patagonia. Él tampoco es un
anuncio de Whole Foods, con su predilección por los cigarrillos mentolados y
las hamburguesas de comida rápida. Su fibrosa perilla rubia lo hace parecer
amish, excepto que Death Valley Jim no es especialmente piadoso. En un costado
de su cuello hay un tatuaje que dice: “Vive rápido”, y en el otro hay un
tatuaje que dice: “Muere joven”. Tiene un tatuaje del 11/9, aun cuando no tiene
una conexión personal con los ataques. También hay otros tatuajes, de todos los
cuales él dice arrepentirse. También tiene un anillo nasal, del cual no se
arrepiente.
“Mi papá odiaba los niños”, me dice él. El padre de
Mattern estaba en la Fuerza Aérea, un técnico que trabajaba en el misil Titan
II. Él mudó a su esposa e hijo a California, Arizona y Arkansas. Los padres de
Death Valley Jim se separaron cuando él tenía 13 años, y él regresó al centro
de Pensilvania con su madre. Ellos vivieron cerca de Matternville, la cual,
dice él, fue fundada por sus ancestros.
Death Valley Jim dice que era “un muchacho punk”. Abandonó
la escuela en el noveno grado, queriendo escapar de la bebida y la yerba que lo
consumían con más rapidez de la que él las consumía. Se mudó fuera de la casa
de su madre y empezó a trabajar como promotor y manager en la escena punk
local.
Conoció a su esposa en 1998. Juntos lanzaron un sello
discográfico, Open Grave, que representaba a bandas con nombres como Atrocity y
Demon Dog Sperm. Ellos permanecieron en Pensilvania por un tiempo, pero el
padre de Death Valley Jim, tras retirarse de la Fuerza Aérea, se mudó a la Ciudad
de California. A finales de la década de 2000, se mudaron con él.
A pesar de su nombre ecuménico, la Ciudad de California
tiene una población escasa y está a dos horas el noreste de Los Ángeles, en el
alto desierto del Valle del Antílope. Integrada en 1965, se suponía que sería
la siguiente gran metrópolis arrebatada a la tierra árida. Hoy, alberga 13 000
personas, conocida por el mundo exterior principalmente a través de
exploraciones entusiastas de los amantes del vacío y la ruina, de los cuales la
Ciudad de California ofrece cantidades amplias. Pero también es un lugar
perfecto desde el cual aventurarse dentro del desierto, ya que las barreras
entre la vida humana y la natural en gran medida se han colapsado en la Ciudad
de California. El desierto eternamente hace señas e irrumpe.
Los Mattern, quienes con el tiempo se cansaron de dirigir
un sello discográfico, hacían viajes frecuentes al desierto. Para tener a su
familia en el este al corriente de sus viajes, Jim empezó a publicar fotos en
línea. No obstante, él pronto se percató de que su blog llamaba el interés de
otros amantes del desierto. Así que siguió explorando y llevando el registro de
sus exploraciones en línea, a la par que seguía los “indicios” que le enviaban
sus compañeros residentes de los desiertos.
Han pasado cinco años desde que Death Valley Jim publicó
su primera guía; 10 más la han seguido, cubriendo los parques nacionales del
Valle de la Muerte y del Árbol de Josué, así como otras partes del desierto de
California. Cuando no explora o escribe sobre sus exploraciones, conduce tours
para clientes —extranjeros, fotógrafos, periodistas urbanitas— que quieren
descartar los senderos delineados por Lonely Planet y ver el desierto como él
lo conoce.
Si Death Valley Jim tiene intereses fuera del desierto, no
tengo conocimiento de ellos. Él no ve televisión con regularidad. Él lee
principalmente artículos sobre arqueología de revistas oscuras que no existen
fuera de las bibliotecas universitarias. A él también le gustan Bernie Sanders
y el whisky. “Me aburro con mucha facilidad”, dice Death Valley Jim. Le hago
notar la ironía de esa declaración, dado que para la mayoría de la gente, el
aburrimiento es la cualidad que prevalece en el desierto. Death Valley Jim
parece no estar de acuerdo. El desierto es lo que le embelesa, lo que le
mantiene cuerdo.
ESCÁNDALO DE VÁNDALOS: El Servicio de Parques Nacionales
está en alerta constante por los despistados turistas del desierto que saquean
o pintarrajean tesoros antiguos como los petroglifos. FOTO: MISTERBIKE/ISTOCK
REBOTE MALÉVOLO
William “Burro” Schmidt era un hombre con un propósito
excepcional, pero un propósito totalmente sin sentido. Pasó 36 años, de 1902 a
1938, cavando un túnel a través de una sección remota de las de por sí remotas
Montañas El Paso, con un par de burros como su única compañía. El objetivo
presuntamente era facilitar el transporte de mena. En 1920, un nuevo camino
hizo innecesario el atajo, pero Schmidt siguió haciendo estallar el granito. “Motivado
a terminar su monumental proyecto de un solo hombre, Schmidt simplemente
despreció metales preciosos”, escribió Scott Schwartz de DesertUSA, aun cuando
muchos metales preciosos pudieron haber estado a su alcance, si tan sólo se
hubiera molestado en buscarlos. No lo hizo. Sí terminó el túnel, un pasaje de
milla y media a través de la oscuridad hacia la nada. Él murió en 1954, no más
rico de lo que era la primera vez que llegó al desierto en búsqueda de riqueza.
Donald Trump quizá desaprobaría los instintos de Schmidt
para hacer dinero, pero parece haber algo fundamentalmente estadounidense en su
voluntad, a la par admirable y perturbadora. ¿Alguien puede señalar un mejor
ejemplo de coraje puro?
Fue inevitable que en mi investigación sobre Schmidt, me
cruzara con Death Valley Jim. Él había escrito sobre el túnel de Schmidt, por
supuesto. Y sobre los petroglifos en el Valle Plácido del árbol de Josué
(“creados durante un estado de consciencia alterada”). Y sobre la mina Queen of
Sheba en el Valle de la Muerte (“un pintoresco conducto de mena se extiende
desde el recorte en la montaña”).
Primero fui de paseo con Death Valley Jim y otra
exploradora, Dusty House —Angeline Duran Piotrowski, guía de senderismo oriunda
de L.A.— a través de la cadena El Paso el otoño pasado, pocos meses después de
saber sobre su trabajo. Nos reunimos en Ridgecrest, una población en el borde
de la Estación Naval y Aérea de Armas en el lago China y, desde allí, manejamos
dentro e tierras progresivamente más accidentadas. Los caminos estaban sin
pavimentar, pero Death Valley Jim se abrió paso con gusto. En algún momento,
Dusty House gritó que tenía miedo de morir por el rebote malévolo de la
camioneta. Jim redujo la velocidad un poco.
El Niño todavía no había llegado al sur de California, y
las laderas eran oleajes ocres: monótonas, interminables. Pero para el experto,
no son ni una ni otra. Death Valley Jim se estacionó, y escalamos una colina
llena de retorcidos arbustos de gobernadoras. Alrededor de media milla sobre la
pendiente, Death Valley Jim se detuvo y señaló unas rocas. Estábamos parados en
lo que quedaba del poblado coso de Terese.
Nada separa Terese del resto del desierto: ninguna
señalización, ningún cercado, ningún cursi panel explicativo de la década de
1970. Tampoco nada significativo lo marca en la literatura, según Jim, excepto
unas pocas referencias en oscuros estudios académicos. Tal vez sólo unas pocas
decenas de personas siquiera han visto el poblado desde que los coso —o los
kawaiisu, quienes también vivieron en este área— se marcharon de aquí, lo cual
quizás haya sido hace más de mil años.
El sitio es una tierra maravillosa de petroglifos,
grabados blancos en piedra negra: borregos cimarrones, figuras humanas,
alargados rayos de sol. “Estos son los tuits del pasado”, dice Death Valley Jim
mientras caminamos por el poblado, advirtiéndome que no toque alguno de los
petroglifos. Nos detenemos en un arreglo circular de rocas que otrora sirvió
como el cimiento de un wickiup, una especie de choza abovedada hecha con ramas.
Él también me muestra lo que parece ser un pilón antiguo. Tenemos el cuidado de
no perturbar el sitio.
Advertencias sobre respetar los sitios culturales (y los
naturales) aparecen frecuentemente en sus libros, pero no pacifican a los
detractores quienes dicen que Death Valley Jim invita a saqueadores y vándalos
a esas partes del desierto donde sus transgresiones tienen menos posibilidades
de ser descubiertas. Los superintendentes tanto del valle de la Muerte como del
Árbol de Josué han expresado su desaprobación al trabajo de Jim. Es fácil
desestimarlos como tristes burócratas federales, pero el saqueo de minas
abandonadas se ha vuelto tan frecuente en el Árbol de Josué que dos sitios
fueron cerrados recientemente.
A los líderes indios les preocupan los cementerios, de que
artefactos tribales terminen en alguna bohemia tienda de antigüedades en Santa
Fe. “Me pregunto qué pensaría la sociedad si un grupo de indios fuera a un
cementerio y empezara a desenterrar veteranos de la guerra Civil”, dice George
Gholson, presidente de la tribu timbisha shoshone en el Valle de la Muerte,
añadiendo que Death Valley Jim “debería consultar a las tribus en el área”. Jim
dice que lo ha intentado, sin resultados. Él también afirma que el Servicio de
Parques Nacionales ha desalentado la venta de sus libros y que sus guardas han
tratado de intimidarlo (David Smith, el superintendente de Árbol de Josué, dice
que su agencia es “relativamente cuidadosa con respecto a no interferir con el
mercado”). “Ellos me ven como un forajido”, dice él orgullosamente. Hay poco
arrepentimiento: él piensa que las tierras públicas deben tener pocas
restricciones. “Esa tierra es apartada para la gente de este país”.
Aun cuando Death Valley Jim defiende fervientemente su uso
del desierto, él se burla igual de fervientemente de los todoterrenos, los
evangelistas de las energías renovables y otros que no pueden apreciar el
desierto con la profundidad que él lo hace. “Odio la huella del hombre”, dice
él. Es una cálida tarde en el desierto. Nada se mueve. El desierto parece
inmutable, lo que siempre ha sido y siempre será. La víbora de cascabel duerme.
La tortuga se esconde. La vida espera el crepúsculo.
“Y aun así
aquí estás”, dice Dusty.
ECOLOGISMO MALO: Las turbinas de viento arruinan la
belleza del desierto, e interrumpen la flora y fauna. FOTO: GARY KAVANAGH/ISTOCK
MILES DE AVES COCINADAS
La primavera pasada, Death Valley Jim publicó un artículo
en su blog titulado “El Día de la Tierra es estúpido”. Esta no fue una
expresión de sus creencias reales sino, más bien, un reconocimiento al que él
llegó con el activismo a la larga. “Honestamente, no me importaba un carajo el
medioambiente”, escribió él sobre sus años mozos en esa entrada. “Tiraba
basura, usaba un montón de laca para el pelo en aerosol para sostener mi
mohawk, y despreciaba a Grateful Dead y los grupos de percusiones (todavía
siento lo mismo por Grateful Dead y los grupos de percusiones)”.
A Jim lo inspiró a ser más activista Chris Clarke, un
greñudo compañero residente de Árbol de Josué quien es el editor
medioambientalista de KCET, una televisora pública en el sur de California.
Clarke le enseñó a Death Valley Jim que amar al desierto era luchar por él,
especialmente dado que, en años recientes, el desierto de California ha cobrado
un interés nuevo y mal recibido.
El desierto, siempre caliente, se está haciendo más
caliente, tan vulnerable al cambio climático como cualquier otro ecosistema del
planeta. El aumento en las temperaturas de desiertos como el de Mojave amenaza
a las plantas y los animales que han aprendido a vivir allí. La reciente sequía
en California sólo ha desecado todavía más un lugar de por sí desecado.
Una manera de detener el cambio climático es reducir las
emisiones de carbono. Casi todos —bueno, todos los que no esperan ser el
candidato republicano a la presidencia— están de acuerdo en que los
combustibles fósiles son el culpable principal de este crimen ecológico. Para
romper con nuestra dependencia en el petróleo, el carbón y el gas, necesitamos
hallar fuentes alternativas de energía. Una fuente renovable de energía
especialmente promisoria es el sol.
Probablemente sepas a dónde voy con esto. Un cálculo sostiene
que los desiertos de la Tierra reciben suficiente sol en sólo seis horas para
alimentar fácilmente a todo el mundo por un año. Poner paneles solares en
disertos como el de Mojave aparentemente resolvería nuestras necesidades de
energía. Al matar el desierto, salvamos esas partes del mundo que no son
desiertos.
La batalla por la energía solar en realidad es una batalla
de visiones en competencia de lo que significa ser ecologista. ¿Estamos
luchando para preservar la biznaga amacollada, o luchamos para evitar que se
derritan las capas de hielo polares? ¿Hay una manera de luchar por ambos? La
pregunta tal vez sea irrelevante, ya que tanto el gobierno federal como el
estado de California han promovido enérgicamente proyectos solares y eólicos a
escala utilitaria en el desierto con, entre otros incentivos, una asignación
aproximada de 51 000 millones de dólares en el paquete de estímulos del
presidente Barack Obama en 2009.
¿Qué hay de malo en proyectos solares a escala utilitaria?
Sus detractores inevitablemente responden con una sola palabra: Ivanpah. Con
sus 5 millas cuadradas, la Instalación de Energía Solar Ivanpah afuera de Las
Vegas es el despliegue solar más grande del mundo. Está compuesto de tres
campos de espejos, cada uno es un lago enorme y cristalino. Los espejos, o
heliostatos, enfocan los rayos del sol e hierven agua, la cual rota turbinas
como lo hace cualquier otra planta eléctrica. Pero la planta es ineficiente y
debe quemar gas natural para funcionar. Ello liberó 46 000 toneladas métricas
de dióxido de carbono a la atmósfera durante el primer año de operación de
Ivanpah.
En lo que concierne a la vida en el desierto, Ivanpah es
un verdadero interruptor, y no del tipo que le gusta alardear a Silicon Valley.
Mientras se construía la planta, sus desarrolladores tuvieron que reubicar
alrededor de 200 tortugas del desierto, a un costo de 55 000 dólares por
reptil. Una vez que la planta empezó a funcionar, sus rayos de calor cocinaron
a miles de aves por año, llevando a un ingenioso a condensar los trabajos de
Ivanpah en una calcomanía para defensa: “Este vehículo eléctrico es alimentado
por carbón y aves muertas”.
Los defensores de la energía solar argumentan que los
despliegues se están volviendo más eficientes, que la industria ha aprendido
las lecciones duras de Ivanpah. Pero ninguna innovación hará posible que los
despliegues solares sean otra cosa que invasores de vidrio en terreno abierto.
Aun más, una investigación hecha por Michael Allen, G. Darrel Jenerette y Louis
Santiago de la Universidad de California, campus Riverside, sugiere
rotundamente que limpiar el piso del desierto expone un tipo de sedimento
llamado caliche, el cual a su vez libera dióxido de carbono al aire. Ello
convertiría a los despliegues solares en emisores de la misma energía
ecologista contaminante que se suponía debían mantener fuera de la atmósfera.
Seguramente también allí hay una graciosa calcomanía para defensa.
Según la Oficina de Administración de Tierras, la cual
administra las tierras públicas por todo Estados Unidos, hay ocho proyectos
solares “en varias etapas de desarrollo” y cinco “solicitudes solares
pendientes” adicionales en California. El gobernador de California, Jerry
Brown, quiere que el estado obtenga la mitad de su energía de fuentes
renovables para 2030. A menos que alguien halle una manera de obtener
electricidad del frecuente despotricar de Kanye West en Twitter, la energía
solar va a ser un factor importante en esa acción.
Las ratas de desierto con una inclinación activista, como
Death Valley Jim, ven al Área de la Bahía tan favorablemente como lo hacen los
Jerry Falwells de este mundo, aunque por razones diferentes. Muchas compañías
de energía solar y eólica tienen sus oficinas en San Francisco, Oakland y
Berkeley, lugares que pueden dar la impresión de ser enclaves orondos de vida
ecologista: el auto eléctrico, el restaurante de consumo local, el jardín de
aguas grises. Pero aun cuando las clases ilustradas de San Francisco quieren
desesperadamente mantener azul al lago Tahoe y verdes a los bosques de secoyas,
les importa poco el desierto, según acusan algunos. Si el desierto sufre por su
visión de vida sustentable, que así sea. Nadie vive allí, de todas formas. A
nadie le importa.
Entonces, ¿quién evita que el desierto se convierta en un
gigantesco panel solar? ¿Quién está librando la batalla justa en nombre de la
tortuga del desierto, la cual no sabe nada sobre el aumento en los niveles de
los océanos y capas de ozono mermadas? Una octogenaria judía liberal de San
Francisco.
Dianne Feinstein es alguien muy de San Francisco. Ella
fungió como su alcaldesa antes de convertirse en senadora de Estados Unidos, un
puesto que conserva hoy. Pero a pesar de sus orígenes en el norte de
California, ella es una amante y defensora del desierto. Al hablar con ella por
teléfono desde Washington, Feinstein me dice que ella se aventuró por primera
vez dentro del desierto de California en la década de 1960, por órdenes del
gobernador Pat Brown (padre de Jerry), quien quería que ella investigase los
términos de la libertad condicional en una prisión femenil al este de Los
Ángeles. Después de trabajar, ella pasaba los fines de semana en el desierto
con su esposo Bert. El paisaje surrealista del Mojave le encantó. “El color en
el desierto es asombroso”, dice ella. “Cómo se ve el cielo, cómo caen las
sombras”.
El romance de Feinstein con el desierto resultó en la Ley
de Protección del Desierto de California de 1994, la cual santificó al Árbol de
Josué y el Valle de la Muerte como parques nacionales a la vez que creaba la Reserva
Nacional de Mojave. Pero para finales de la década de 2000, Feinstein vio
grandes extensiones del Mojave caer ante los especuladores de energía,
convirtiendo al desierto en lo que ella llama un paisaje cual “tablero de
damas”.
En 2010, ella introdujo una nueva Ley de Protección del
Desierto de California, pero en un Congreso que apenas puede ponerse de acuerdo
en los días de la semana, la legislación languideció. Así que ella acudió al
presidente Obama, pidiéndole que usara la Ley de Antigüedades de 1906 para
crear tres monumentos nacionales —De la Arena a la Nieve, Montañas Castle y
senderos del Mojave— que conservarían 1.4 millones de acres del desierto como
un espacio natural prístino.
En febrero, Obama mejoró la oferta de Feinstein, apartando
1.8 millones de acres como parte de los tres monumentos nacionales que ella
solicitó. El San Francisco Chronicle señaló que esto equivalía a una de “las
más grandes designaciones de monumentos continentales en tiempos recientes” a
la par que elevaba a su senadora local al rango de una de las “más grandes
conservacionistas de California”. Death Valley Jim fue igual de efusivo: “La
senadora Feinstein ha hecho ella sola más para proteger el desierto de
California que cualquier otra persona en el último cuarto de siglo”, dice él en
un correo electrónico.
Feinstein no es una idealista, y ella entiende que detener
el crecimiento solar sería una victoria pírrica. Pero como ella argumenta, “no
hay problema en hallar lugares” para grandes proyectos de energía renovable. Como
las personas en la polvorienta banda de granujas de Death Valley Jim, ella cree
que los despliegues solares deben estar en “tierras empobrecidas” como zonas
industriales abandonadas y granjas sin usar. Sombras solares en
estacionamientos, techos solares en almacenes. En cualquier lugar menos el
desierto, el cual no puede recuperarse una vez que se entregue. “Tienes la
privacidad”, dice ella. “Tienes la belleza de la luz sin filtros. Simplemente
tienes una zona hermosa”.
VORÁGINE EN EL VALLE: El aburguesamiento está invadiendo
lenta pero inevitablemente el desierto. FOTO: SERRNOVIK/ISTOCK
ABURGUESAMIENTO RESECO
Death Valley Jim vive en Árbol de Josué, un pequeño
poblado cerca de la entrada al parque. Tiene una atmósfera alegre y bohemia,
mientras que algunos otros caseríos cercanos proveen a los militares o a nadie
en absoluto. Yo cené una noche en el Salón Joshua Tree con Jim, Chris Clarke de
KCET y otro activista, Seth Shteir, de la Asociación para la Conservación de
Parques Nacionales. El bar estaba lleno de jóvenes que pudieron haber sido
aerotransportados desde los distritos más de moda en EE. UU.: Silver Lake, el Distrito
Mission, Bushwick.
“El Mojave se
está aburguesando lentamente”, dice Clarke. Esto es cierto tanto en grande como
en pequeño. Joshua Tree ha combatido la llegada de una tienda Dollar General, y
aun cuando esto podría parecer una lucha menor, no es diferente de las acciones
antiguas en la ciudad de Nueva York para mantener fuera a Wal-Mart, una lucha
que tiene menos que ver con las ventas al menudeo y más con valores culturales.
El aburguesamiento en el Mojave tal vez se vea diferente a
como lo hace en el este de Los Ángeles, pero es igual de inevitable. Palm
Springs, ese oasis olvidado de mediados de siglo, está resplandeciente de
nuevo, con un hotel Ace para satisfacer a las multitudes de L.A. y dar el tipo
de caché por las cuales la mayoría de las ciudades estadounidenses
sacrificarían a un alcalde adjunto con tal de tenerlo. Es solo una cuestión de
tiempo para que Palm Springs sea declarada como “terminada” y los chicos de
onda migren a otra parte: Indio, Indian Wells, tal vez incluso Barstow. Bueno,
probablemente Barstow no.
“Cualquier pendejo aquí tiene alberca”, dijo Death Valley
Jim en una tarde de enero pasado mientras manejábamos al sur y al este de Árbol
de Josué, hacia peculiares valles verdes cuya hostilidad con la vida humana
habíamos conquistado, y espléndidamente. Los puestos remotos aquí tienen
nombres uniformemente felices: Palm Springs, por supuesto, pero también Rancho
Mirage y Palm Desert. Thousand Palms, Bermuda Dunes. Una propuesta de
desarrollo urbano de 8500 unidades ha sido llamado Paradise Valley.
Los campos de golf son tan numerosos que algunos dirían
que Obama podría mudarse a Rancho Mirage. Él estuvo allí recientemente, para
recibir a líderes asiáticos en Sunnylands, la lujosa finca modernista conocida
como “el Camp David del Oeste”. Sunnylands era un lugar favorecido por los
republicanos, incluido Richard Nixon, quien creó la Agencia de Protección
Ambiental, y su sucesor Gerald Ford, el único presidente que ha servido como
guarda de parque (Yellowstone, en el verano de 1936). Construido por el magnate
editorial Walter Annenberg, Sunnylands evoca una confianza tranquila de
mediados de siglo sobre el proyecto estadounidense. Una cosa es descubrir un
oasis, pero una cosa muy distinta es construir uno de la nada, fabricar un
Xanadú en el terreno más inhospitable que pueda imaginarse.
Al final, un campo de golf en el desierto podría ser el
pináculo del logro humano.
MAR ASALTADO
En un extremo del espectro de las maneras de tratar al
desierto está el Parque Nacional del Árbol de Josué. Cérquelo y no lo use en
absoluto, nunca: el desierto como un museo. En el otro extremo, tenemos la
ruina total, el abuso horrendo, el desierto como un palimpsesto de los impulsos
más repugnantes de la humanidad. Tenemos el lago Saltón.
Si parques como el del Valle de la Muerte y el Árbol de
Josué son el desierto intacto, si las granjas solares como Ivanpah son el
desierto cosechado, y ciudades como Palm Springs el desierto domado, entonces
el lago Saltón es el desierto molestado. “Este lugar es espeluznante”, dijo
Death Valley Jim mientras avanzábamos más allá de Palm Springs, a través del
calor y el abotargamiento de una tarde desértica, hacia la masa de agua acre
que es el lago más grande de California, creado cuando el río Colorado se
desbordó en 1905, asentándose en una depresión a más de 200 pies bajo el nivel
del mar. Así nació la masa de agua de 380 millas cuadradas conocida como lago
Saltón, nutrido por los vertidos agrícolas de las granjas del Valle Imperial.
Podría ser el lugar más antinatural del mundo.
No siempre fue así.
El lago Saltón otrora fue un sitio vacacional famoso, un
paraíso ribereño, pero las mismas fuerzas que crearon al lago Saltón lo
condenaron, pues el agua se volvió salina y fétida. Las estrellas se fueron,
los moteles cerraron, los peces murieron. Continúan muriendo de manera
rutinaria, con sus cuerpos ensuciando la ribera, creando un hedor que es
difícil de describir y más difícil de soportar.
“¿Cómo salvas un lugar que ya está tan perdido?”, se
preguntó Death Valley Jim mientras caminábamos por algunas de las comunidades
malditas que bordean el lago. Aun cuando la gente todavía vive aquí, los vivos
parecen ser una minoría diferente en el lago Saltón. Todo está abandonado,
cubierto de grafiti, cubierto de sal. Nunca volveré a comer Tilapia.
Los maestros holandeses pintaron naturalezas muertas con
festines suntuosos para recordarle al espectador su mortalidad: al igual que
este racimo de uvas se marchitará, también tú morirás. Caminar por las riberas
del lago Saltón me puso en el mismo estado mental. Aquí estaban las “cosas
rancias y de naturaleza repugnante” de las que se lamentaba Hamlet. Ahora se
toman acciones para salvar al lago Saltón —Jerry Brown ha destinado 80 millones
de dólares para esa acción— porque si se secara, podría esparcir polvo tóxico,
y porque su ribera sur es un importante santuario de aves (y la única sección
que no se ve como un total paisaje infernal). Pero hay una desesperanza
soplando desde el lago de que nada disminuirá, una ruina irrevocable. Y todos
lo saben, sobre todo Death Valley Jim. Todo desarrollo nuevo podría convertir
al desierto de California en algún simulacro de pesadilla del lago Saltón.
En alguna parte entre el lago Saltón y el Árbol de Josué
hay una gran granja eólica, cuyas turbinas se levantan como tocones
blanqueados. ¿Los proyectos como este preservan el medioambiente natural, o
acercan al medioambiente natural todavía más a su ruina y, aún más, lo hacen
bajo la apariencia benefactora del ecologismo? No estuve seguro. Death Valley
Jim sí.
“Una mierda horrorosa”, dijo él.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in
cooperation with Newsweek