Uno de los aspectos más
interesantes de la conversación política de los últimos años –en un tema tras
otro- ha sido el de exponer como fraudulenta la postura segura, convencional,
bipartidista, autosatisfecha de las personas con información privilegiada.
Por ejemplo, décadas de
consenso demócrata y republicano en cuanto a los peores déficits de la
historia, orillaron al presidente Barack Obama a abrazar la descabellada
austeridad de 2010, donde la gente de Obama claramente se sintió apuntalada por
los pensadores de tendencia principal.
Muy pronto, el mandatario y
su partido cosecharon las consecuencias de una recuperación económica lenta y
difícil; pero mucho más sorprendente fue que también descubrieron que el
consenso profesional de los economistas no era lo que pensaban. Los liberales
de tendencia principal empezaron a decir: “Sabes, en realidad no hay un buen
argumento para la austeridad. Sino todo lo contrario”.
En cuanto a política fiscal,
demócratas y republicanos por igual pasaron años creyendo que la mejor manera
de asegurar la prosperidad (igual que el éxito electoral) era recortando
impuestos. Los republicanos se caracterizaron por llegar a extremos, pero los
demócratas estaban seguros de que todos los economistas reconocían que los
recortes fiscales eran beneficiosos. La única interrogante era cuáles impuestos
recortar, y cómo.
Luego, conforme la
desigualdad se hizo imposible de ignorar, algunos economistas muy prestigiosos
comenzaron a proclamar que los recortes fiscales marginales para los ricos
podían regresar a la tasa de 70 a 80 por ciento sin que se dañara la economía.
Más aún, hubo un reconocimiento repentino de que, simplemente, no existía un
argumento empírico que respaldara la afirmación de que los recortes fiscales
podían precipitar un mayor crecimiento económico.
¿Y el salario mínimo? Pasamos
del argumento demócrata a favor de un estilo pro forma de que el salario mínimo no es terrible y que debería
mantenerse a la par de la inflación, a una lucha entre quienes pretendían
llevar el salario federal a 12 dólares en unos pocos años y los que querían
elevarlo a 15 dólares.
De nueva cuenta, la opinión
generalizada de que existía un consenso profesional en cuanto a que los
salarios mínimos eran perniciosos quedó expuesta, sorprendentemente, como un
mito. Y también resulta que el argumento contra los sindicatos laborales
siempre fue débil o inexistente. La situación empieza a volverse embarazosa.
Piensa en todas las cosas que conservadores y centralistas siempre han creído
que los estudiantes deben aprender en sus clases de economía básica.
Como los “mercados son
buenos”, se supone que casi todos tienen que aprender que el gobierno debe ser
pequeño (así que gasto y déficit son malos, y los impuestos deben ser bajos) y
los mercados de trabajo no pueden tener “imperfecciones”, como salarios mínimos
y labor organizada.
Ah, y no olvides el vetusto
concepto de que la Fed jamás debe permitir que las tasas permanezcan demasiado
bajas para que la inflación no se descontrole, cosa que también fue refutada
completamente por los acontecimientos.
¿Qué queda del sistema de
creencias de “los principios económicos demuestran que las políticas de
centro-derecha son mejores para la economía”? Pues bien, al menos todos saben
que el libre comercio es buena cosa, ¿no es cierto? Solo un perdedor con nexos
en sindicatos industriales retrógrados podría oponerse a los acuerdos
comerciales “liberalizados” entre países.
A estas alturas, ya no
sorprendería enterarnos de que el supuesto consenso profesional en este punto
también es un mito.
Jared Bernstein (ex jefe de
economistas del vicepresidente Biden) y Paul Krugman escribieron hace poco
sobre la inexistencia del apoyo empírico (e incluso teórico) para la idea de
que el comercio expandido redunda en puros beneficios. En particular, resulta
ser que siempre hemos sabido que (a) las ganancias globales mensurables del
comercio son extraordinariamente pequeñas, incluso evaluadas desde un punto de
vista ortodoxo, y (b) la idea de que “los ganadores pueden compensar a los
perdedores” en el comercio es, en el mejor de los casos, un argumento engañoso.
Claro está, nadie dice que
ahora tenemos que hacer trizas todos los tratados comerciales y regresar a lo
que los economías llaman una “autarquía” (nadie, por supuesto, excepto el
favorito republicano, pero es un verdadero valor atípico en este tema, y en
muchos otros). Con todo, el terreno político seguro siempre ha sido que si cerrar
las fronteras completamente es mala cosa, entonces abrirlas por completo (a
bienes y servicios, por lo menos) debe ser cosa buena.
Por supuesto, todavía hay
verdaderos creyentes en todos estos temas, y los republicanos siguen apoyando
plenamente la ortodoxia antigua en toda la gama. Por ejemplo, hace poco,
Krugman acusó a Mitt Romney por la afirmación absurda de que las barreras al comercio
causaban depresiones.
Aún así, el domingo pasado The New York Times publicó el artículo
de un pensador de tendencia principal quien dijo que los aranceles de la década
de 1930 “empeoraron la Gran Depresión”, y que la aparente disposición de Donald
Trump “de imponer aranceles elevados a Japón y China… podría disparar una
depresión global”.
Sin embargo, lo que resulta
más interesante de toda esta conversación sobre el comercio es que los
economistas de centro-izquierda y los izquierdistas no afirman: “¡Caramba!
Hemos estado equivocados todo este tiempo y ahora, tenemos que reconsiderar las
cosas”. Sino: “Esto no es novedad, ¿porqué se sorprenden?”.
De hecho, se ha desatado un
debate secundario en ese lado del espectro entre quienes pueden afirmar, con
toda sinceridad, que siempre han visto más allá de la mentira de que “el
comercio siempre es bueno” y los que solo hasta hace poco están afirmando que
siempre lo supieron.
Este conflicto quedó plasmado
recientemente en el blog de Tom Palley, quien ha estado trabajando en el flanco
izquierdo de la profesión económica durante toda su carrera. En la publicación,
Palley reprende a Krugman por “[tratar] de distanciarse de sus propias
contribuciones, como economista comercial de elite, al daño causado por la globalización”,
señalando que “Krugman ha sido un impulsor del comercio y la globalización
durante treinta años: marginalmente más comedido que otros economistas de
elite, pero de cualquier manera, un impulsor”.
Argumenta que “la elite
económica intenta reinventarse con una combinación de retroceso menor y
estudios de creación propia, los cuales reconocen tardíamente el daño provocado
por la globalización”.
Los lectores habituales del
blog Dorf on Law habrán de recordar una serie de publicaciones que escribí la
primavera y el verano de 2014 (la última de las cuales está disponible aquí, y vincula con otras publicaciones disponibles
mediante esta
publicación).
Mi finalidad con esas
publicaciones (más prominentemente expuesta aquí) era que los economistas de elite de
centro-izquierda, sobre todo Krugman y Larry Summers, pueden redefinirse
fácilmente pese a haber celebrado políticas que condujeron a desastres.
O bien, como dijo un amigo de
la escuela de posgrado, en una conversación de los años ochenta: “Mira, aunque
la economía colapse por completo, Larry Summers seguirá siendo profesor de
economía en Harvard. Tiene la suficiente agilidad mental para hacer limonada con
limones (o hasta limones con limonada), aunque en este momento esté abrazando
el paradigma dominante. Cuando llegue el diluvio, saldrá adelante sin
problemas”.
Por consiguiente, Palley está
justificado al decir que la elite de economistas liberales “no paga el costo
profesional por las graves lesiones que ha contribuido a infligir; y ninguna
mención se hace al hecho de que economistas externos cruciales han predicho y
escrito, desde hace mucho, sobre dichas lesiones”.
Para quienes siempre han sido
descontados como impertinentes externos por economistas como Krugman, debe ser
particularmente vejatorio escucharlo decir (quizás con razón) que él nunca
escribió algo tan carente de sesgo como lo que encontramos en la ortodoxia
pro-comercio.
El hecho es que, en el tema
del comercio como en muchas otras materias básicas de la economía, los observadores
externos siempre han tenido razón, y ahora los especialistas afirman que no
estuvieron, realmente, equivocados.
Por ello comprendo la queja
de Palley respecto de Krugman. Es de veras indignante ver semejante falta de conciencia
de sí mismo en un individuo que es parte integral de la tendencia principal de
su profesión (la fama inicial de Krugman se construyó sobre la base de su labor
en la economía internacional, donde la ortodoxia comercial es particularmente
opresiva).
De cierta manera, esto saca a
la luz la profunda corrupción que impera en la conversación de políticas a
largo plazo, y tiene consecuencias graves para la economía y nuestra sociedad.
No obstante, en lo inmediato,
trato de ver el lado positivo. Al fin tenemos gente en altos niveles que usa
sus megáfonos para proclamar que el argumento a favor del llamado libre
comercio siempre fue sobrevendido, en el mejor de los casos. Eso es progreso.