LA TIERRA TIENE 4.6 BILLONES DE AÑOS, según numerosos científicos. Hagamos un —arbitrario— ejercicio de simplificación en el que este lapso sea escalado a sólo 46 años. El ser humano ha estado presente exclusivamente durante las últimas cuatro horas.
Fieles a nuestra metáfora diremos que, por sorprendente que parezca, la revolución industrial comenzó hace un minuto.
Sí, hace exclusivamente 60 segundos el hombre hizo del agua y el vapor sus dos mejores aliados para transformar sus métodos de producción: la economía hecha por artesanos comenzó a rendirse ante las máquinas a partir de 1784.
Después, todo sucedió en un santiamén. Hace 38 segundos (a partir de 1870) la electricidad, el petróleo y el gas transformaron nuevamente la forma de vivir y producir durante la segunda revolución industrial. De esta surgieron inventos como el avión, el automóvil, el teléfono y la radio.
La tercera revolución industrial, por su parte, comenzó hace sólo cinco segundos. Nos resulta mucho más cercana y se le conoce también como revolución de la inteligencia. La era digital se apoderó del mundo en los albores de la década de 1990 con la utilización masiva de internet y la multiplicación de los dispositivos electrónicos.
No hemos terminado de asimilar este cambio cuando se hace presente la industria 4.0.
En nuestra escala, la cuarta revolución industrial comenzó justo esta mañana y nos obliga a imaginar un mundo en donde los robots están perfectamente habilitados para ser obreros, contadores, enfermeros o afanadores, pero en donde los autómatas también podrán algún día decidir si se desata una guerra o quién debe morir en un ataque.
El futuro de la inteligencia artificial (IA) fue el tema central de la más reciente edición del World Economic Forum (WEF) celebrada en Davos, Suiza, durante los últimos días de enero. Las visiones al respecto son encontradas, y hay muchas más preguntas que respuestas.
LA MONTAÑA MÁGICA
Antes de entrar de lleno al cisma que vivimos, hagamos un paréntesis para hablar sobre el WEF, un foro que se volvió leyenda y que este año celebró su edición número 46 (el mismo número fetiche que elegimos para nuestra metáfora).
Todo comenzó como una reunión de amigos —empresarios y académicos— estadounidenses y europeos convocados a Suiza por el economista e investigador Klaus Schwab para debatir temas de relevancia para las dos regiones.
Schwab es un tipo austero, nada carismático (es la verdad), pero que emana inteligencia y sensatez; un septuagenario que adora rodearse de gente joven y que desafía a los asistentes al foro con sus reflexiones. Ya se acostumbró a que en los pasillos del WEF sea frecuentemente imitado por los asistentes debido al marcado acento germánico que tiene al comunicarse en inglés.
Schwab comprendió que el éxito del foro sería convocar a participantes de todo el mundo y de todos los dominios, manteniéndolo en su sede original.
Davos, con las míticas montañas que inspiraron a Thomas Mann, es un pueblo que pena para alcanzar los 12 000 habitantes, pero que es profusamente visitado en invierno porque, siendo el punto más alto de Europa, es ideal para el esquí.
La metrópoli más cercana, Zúrich, se encuentra a dos horas y media de ruta, hay que disponer pues el ánimo para llegar a este retiro intelectual que obliga a abandonar la frenética vida laboral cotidiana. El WEF, como ningún otro foro del mundo, ha sido capaz de atraer lo mismo a Ángela Merkel que a Bill Gates, Hassan Rouhani, David Cameron, Yo-Yoma, Jean-Claude Trichet, Yasser Arafat, Nelson Mandela, Henry Kisinger, Mauricio Macri, Mark Zuckerberg, la reina Rania de Jordania, Bono, Alexis Tsipras o Emma Watson (amén de una larga lista de mexicanos que incluye a Emilio Azcárraga Jean, Ricardo Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto).
Cada año se dan cita puntual 2500 líderes políticos, empresariales, académicos, mediáticos, religiosos y sociales para arreglar el mundo. No lo han hecho —ni lo harán—, pero es un valioso espacio de debate que siempre aborda los temas que generan polémica a escala internacional.
En 2016, el futuro de los robots es lo que inquieta al mundo.
INTELIGENCIA ARTIFICIAL
¿Para qué se requerirán obreros que produzcan bienes si las impresoras 3D son capaces de realizar este trabajo con mayor eficacia y precisión?
¿Quién querrá pagar a un contador o un experto en finanzas si estos serán superados con excelencia por un software?
¿Tendrán razón de ser los enfermeros y los educadores cuando los robots inteligentes asuman estas tareas sin proferir quejas, desarrollar conflictos con los colegas o sin pedir vacaciones?
¿Cuándo veremos marejadas de autos que se conducen solos y entregas hechas por drones?
Imaginarlo es fascinante y aterrante a partes iguales.
En una de las mesas de trabajo (accesible, como muchas otras, a través de la web gracias a la tercera revolución industrial), Stuart Russel, profesor de ciencias informáticas de la Universidad de California, aseguraba que si un recién nacido podía en cuestión de horas utilizar juegos de computadora a niveles sobrehumanos, todos nos preocuparíamos.
Un robot sí puede hacerlo. Más aún, puede superar la inteligencia del ser humano y su capacidad como estratega (el ajedrez es un buen ejemplo de esto último).
Pero los defensores de la IA son aguerridos. Por ejemplo, Manuela Veloso, profesora de ciencias informáticas de la Universidad estadounidense Carnegie Mellon, cuestionaba si los seres humanos vamos por la vida desconfiando de las personas que son más inteligentes que nosotros. Para ella, a todo el mundo le vendría bien un autómata que le ayude a invertir mejor su dinero o a tomar mejores decisiones.
Pero el asunto trasciende el ámbito tecnológico.
EMPLEO VS. DESEMPLEO
El propio WEF publicó en Davos un estudio que anticipa que 7.1 millones de empleos habrán desaparecido en el mundo en menos de cinco años debido a la industria 4.0.
A cambio, se crearán dos millones de empleos de alta cualificación para los ingenieros, matemáticos, programadores o desarrolladores de software que habrán de diseñar, construir y dar mantenimiento a esta nueva fuerza robótica.
Un par de datos más obligan a la reflexión: de cada cinco empleos que se pierdan para las mujeres, se creará un nuevo espacio profesional en la industria 4.0. De cada cinco plazas que desaparezcan para los hombres, se crearán tres.
Todas las revoluciones industriales han generado temor al principio, pero han traído progreso al ser humano. Se extinguieron algunos oficios y se crearon otros.
¿Qué gana la economía global con la llegada de la industria 4.0? Sin duda, será más eficiente y productiva. Los costos de las comunicaciones y el transporte de las mercancías serán cada vez más bajos, lo que se traducirá en la apertura de nuevos mercados y en crecimiento económico. Los deseos de los clientes se conocerán con precisión antes de iniciar la producción.
Pero también se amplía la brecha entre los países ricos y pobres. No todas las economías estarán listas para avanzar a la misma velocidad, como ya sucedió con la tercera revolución industrial.
También en Davos, Philip Jennings, secretario general de Uni Global Union (federación que afilia a 900 sindicatos de 140 países), aseguraba que debe preocupar el futuro de los empleos ordinarios en un mundo en donde ya hay 200 millones de personas sin trabajo y en el que la mitad de la población activa sobrevive con dos dólares por día.
La situación de México en este nuevo contexto aún es ambigua. El país estuvo presente en la edición 2016 del WEF, y el discurso de Enrique Peña Nieto versó en torno al interés nacional que existe por multiplicar la inversión pública en ciencia y tecnología para evitar quedar fuera de los beneficios del cambio. Pero no hay metas concretas.
El presidente mexicano aprovechó el foro para “vender” un México lleno de oportunidades que seguirá adelante con su reforma energética pese al descalabro de los precios internacionales del crudo y la escalada del dólar. Peña Nieto abordó también un tema obligado: el Chapo, y comprometió a su gobierno a acelerar la extradición del capo hacia Estados Unidos.
Pero, de regreso a la industria 4.0, aunque sus alcances inquieten, no se detendrá. Hace solo 25 años los teléfonos celulares —que tenían la talla y el peso de un ladrillo— eran el privilegio de un puñado. Hoy hay 6500 millones de teléfonos móviles en el mundo que son la extensión de nuestras manos y mentes.
¿Quién puede imaginarse hoy sin su teléfono móvil?
¿Quién compra aún boletos de avión en una agencia de viajes? Más aún, ¿quién está dispuesto a cambiar la mensajería de Whatsapp por el envío de faxes laborales o personales?
El debate no es tecnológico, es ético. El ser humano tendrá que definir cuáles son los linderos que no debe rebasar un robot inteligente, qué áreas pertenecerán exclusivamente al raciocinio y libre albedrío de los hombres y las mujeres. Estamos en terreno desconocido, pero como en las tres revoluciones previas, seguramente saldremos vivos.