Los recientes choques de ojo por ojo, diente por diente, en Oriente Medio han hecho que los primeros días de 2016 se parezcan mucho a 1979. Ese fue el año en que el ayatola Ruhollah Khomeini dirigió la transformación de Irán de un estado autocrático gobernado por el sah en la República Islámica de Irán. La violencia atormentó la región en el periodo inmediato posterior al cambio. Muchedumbres invadieron embajadas, y los gobiernos árabes suníes prometieron dar la espalda al nuevo régimen teocrático de Teherán. Déspotas ricos en petróleo de toda la región aportaron grandes cantidades de dinero y armas en conflictos de terceros en todo Oriente Medio, desencadenando una ola de violencia desestabilizadora y sectaria que finalmente amainó, pero nunca desapareció.
El suceso que hizo retroceder el reloj y empeoró una situación que ya de por sí era grave ocurrió el 2 de enero, cuando Arabia Saudí mató a un disidente clérigo chiita, Nimr al-Nimr, en una ejecución masiva de 47 personas. Muchedumbres iraníes atacaron las misiones diplomáticas de Arabia Saudí en Teherán y Mashhad. A ello siguió una gran escalada: bombardeos en Yemen, interrupción de relaciones diplomáticas, promesas de venganza por parte de Riad y Teherán.
Aunque todos ellos constituyen una alarmante vuelta a 1979, estos incidentes son sólo el más reciente asalto de una larga y destructora lucha entre dos potencias aparentemente decididas a arrastrar toda la región hacia un conflicto entre un bloque suní y una media luna chiita. Ambos buscan una victoria en la que el ganador se quede con todo. “Toda la retórica sectaria se está convirtiendo en una profecía de cumplimiento seguro para estos regímenes, a los que les encanta jugar la carta sectaria”, afirma Farea al-Muslimi, analista de Yemen del Centro Carnegie de Oriente Medio en Beirut. “Los saudíes se sienten traicionados, y ahora piensan que deben hacer algo, incluso si no es lo correcto”.
Las dos teocracias ricas en petróleo, una chiita y la otra suní, compiten por el dominio regional. La enemistad entre Irán y Arabia Saudí ha alimentado el sectarismo, que ha provocado un aumento en la circulación de armas y la financiación a extremistas, y ha creado numerosos movimientos militaristas.
Ninguno de los dos bandos muestra alguna señal de claudicar. El jefe supremo de Irán, el ayatola Ali Khamenei, prometió “justicia divina” cuando Al-Nimr fue ejecutado. Mientras tanto, la monarquía de Arabia Saudí hizo circular la voz, a través de sus aliados, de que “ya era suficiente” y de que ya no dudarían en enfrentarse a Irán.
Pero una amenaza aún mayor para la región que esta batalla de Irán contra Arabia Saudí es la probabilidad de que ambos países estén arremetiendo el uno contra el otro desde posturas no de fortaleza, sino de debilidad y de que, en sus esfuerzos por dominarse el uno al otro pudieran hacer que toda la región se fracture y se salga de control. Las dos autocracias parecen decididas a acrecentar su lucha sin importar las consecuencias. Pero también parece claro que ni Irán ni Arabia Saudí pueden controlar las guerras, las milicias de terceros y los movimientos ideológicos que su conflicto ha desencadenado. Incluso si Teherán y Riad se calman, los grupos armados que han hecho surgir podrían seguir peleando en toda la región.
Si existe un solo evento que haya provocado este estallido, fue el acuerdo nuclear iraní de 2015, en el que Irán aceptó desmontar su programa nuclear a cambio de la suspensión de las sanciones. El acuerdo fue claramente positivo para la seguridad mundial, pero también cambió dramáticamente a la región. Arabia Saudí, que se ve a sí misma como el banquero, magnate petrolero y líder espiritual del mundo suní, se sintió abandonada por su aliado más importante, Estados Unidos, y amplió una ruptura que se abrió en 2011 cuando Washington apoyó levantamientos populares contra tiranos árabes durante la Primavera Árabe.
Mientras el gobierno de Obama perseguía su acuerdo nuclear con Irán, Arabia Saudí se sentía traicionada, y Estados Unidos se preparaba para ayudar al mayor rival regional de los saudíes al suspender las sanciones. Casi al mismo tiempo, el petróleo proveniente del fracking y de otras fuentes ha convertido a Washington en uno de los principales países petroleros que ya no depende directamente del petróleo de Oriente Medio, particularmente del de Arabia Saudí.
El rey Salman, el nuevo monarca de Arabia Saudí, asumió un inusitado enfoque de confrontación con Estados Unidos. Su círculo interior cabildeó contra el acuerdo de Irán y, en marzo, con extenuantes objeciones estadounidenses, puso en marcha un enorme ataque contra los rebeldes apoyados por iraní en Yemen. En julio, cuando el acuerdo nuclear fue suscrito, los saudíes estaban peligrosamente cerca de una ruptura con Washington.
ACCIÓN Y REACCIÓN: Iraníes toman las calles para protestar contra la ejecución de Nimr al-Nimr por parte de Arabia Saudí, y algunos de ellos asaltaron la embajada saudí en Teherán, provocando que Arabia Saudí rompiera relaciones con Irán. FOTO: RAHEB HOMAVANDI/TIMA/REUTERS
Algunos diplomáticos occidentales dijeron que la decisión de los saudíes de ejecutar a Al-Nimr, cuando sabían perfectamente que ello les haría ganarse la enemistad de Irán (y de Estados Unidos, entre otros), parecía específicamente diseñada para frustrar la importante conferencia de paz siria programada para el 25 de enero en Ginebra. Las conversaciones de paz sin Arabia Saudí e Irán, poderosos partidarios de bandos opuestos en la guerra, serían un desperdicio de tiempo.
Las maniobras belicosas de Arabia Saudí han puesto a prueba su relación con Washington. Los diplomáticos y funcionarios de seguridad estadounidenses dicen que están furiosos porque ciudadanos de Arabia Saudí y de otros países del Golfo apoyan económicamente a yihadistas de Siria, Libia y de otras partes de la región.
Sin embargo, la familia real saudí, si piensa sobrevivir, debe mantener de su lado el poderoso orden establecido extremista suní (o Wahhabí) del país. Eso significa que la monarquía debe persuadir a Washington de que Arabia Saudí es un firme aliado contra el terrorismo, al mismo tiempo que demuestra a sus súbditos en casa que protegerá el núcleo religioso conservador de la secta Wahhabí.
La ejecución del clérigo chiita fue “política local”, señala un analista árabe que trabaja estrechamente con el gobierno saudí y que habló desde el anonimato porque no desea enfadar a funcionarios. “No quieren perder más apoyo frente al Estado Islámico, así que tienen que mostrar que pueden ser más intransigentes que este. Por ello mataron al jeque Nimr”.
Para Arabia Saudí, la ejecución también fue una forma de obstruir lo que considera como un ascenso iraní. Después de casi cinco años de estar en punto muerto en Siria, el régimen del presidente Bashar al-Assad ha estado recuperando terreno, gracias al importante apoyo militar de Teherán y Moscú. Irak, un vecino de mayoría chiita, también se ha convertido en un aliado iraní. En Líbano, Hezbolá, el grupo chiita militante apoyado por Irán es más poderoso que nunca, y el acuerdo nuclear con Estados Unidos y otras potencias mundiales aumentará enormemente los ingresos de Irán y reintegrará a la República Islámica de Irán en la economía mundial y en la comunidad internacional.
Pero una mirada más atenta indica que todo no es tan optimista para Irán. Fuera de sus fronteras, ha perdido gran parte del apoyo y el poder suave que cultivó directamente después de su revolución de 1978 y 1979. A mediados de la década de 2000, el llamado eje de resistencia de Irán, una coalición informal formada por Irán, Siria, Hezbolá y Hamas, el grupo predominantemente suní, disfrutaba una amplia popularidad entre los musulmanes suníes y chiitas.
Actualmente las encuestas muestran que la popularidad de Irán en una región cada vez más dividida ha desaparecido. Al igual que Arabia Saudí, con su apoyo a los rebeldes en Siria y su campaña militar para apoyar al gobierno de Yemen, Irán se han extralimitado y se ha involucrado inextricablemente en guerras que cuentan con pocas probabilidades de tener un vencedor absoluto. Hezbolá se puso abiertamente de parte del régimen de Assad y ha perdido su brillo pan-árabe.
E Irán, a pesar de los considerables recursos de su fuerza expedicionaria de Quds y de la temible reputación de su comandante, el general Qassem Soleimani, ha sido incapaz de garantizar la supervivencia del régimen sirio, a pesar de los recientes éxitos militares del ejército de Assad y sus aliados. En Yemen, los houthis, que son el bando apoyado por Irán, pierden terreno periódicamente ante la agresión dirigida por los saudíes.
“Irán y Arabia Saudí han logrado establecer un ciclo de conflicto mutuamente destructivo en el que ambos bandos perjudican su postura regional futura”, afirma Michael Hanna, miembro de alto rango de la Fundación Century y coautor de un artículo reciente titulado “Los límites del poder iraní”, publicado en la revista Survival: Global Politics and Strategy.
“Aunque la mayoría de las personas suponen que Irán está mucho mejor posicionado, en realidad está mucho más aislado de lo que se reconoce generalmente”, afirma Hanna, quien argumenta que las alianzas de Irán están bajo una tensión extrema. “Su poder suave en un mundo árabe de mayoría suní se ha derrumbado, y actualmente está limitado a ejercer el poder duro en los conflictos sectarios”.
Independientemente de lo que ocurra en esta ronda de rivalidad suní-iraní, las cosas prometen empeorar en lugar de mejorar. “Las políticas del régimen Saudí tendrán un efecto dominó, y quedarán sepultadas bajo la avalancha que han causado”, declaró el 7 de enero Hossein Salami, general brigadier de las Guardias Revolucionarias Iraníes, de acuerdo con Press TV, un canal estatal de Irán. “Si el régimen de Al-Saud no corrige esta ruta, se desplomará en un futuro próximo”.
Ambos bandos enmarcan su competencia cada vez más en términos absolutistas y sectarios, y ambos han resultado ser cada vez menos capaces de manejar las interminables crisis en la región. Irán y Arabia Saudí duplican sus apuestas en una guerra que ninguno de los dos puede ganar.
—
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek