La isla Mare sería un buen escenario para una película de zombis. Esta base militar de Vallejo, California, anterior a la Guera Civil, alojó alguna vez los componentes de Little Boy, la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima. Cuando la marina abandonó el sitio en 1996, dejó atrás una gran cantidad de edificios, una ciudad fantasma de concreto vacío. Algunos de los edificios han sido recuperados por empresas que necesitan metros cuadrados más que tráfico de clientes (una empresa de protección contra terremotos, una cervecería), y aunque hay personas trabajando en la isla, uno nunca las ve realmente, lo que no hace más que acentuar el desasosiego que se respira en todo el lugar.
En 2002, un nuevo inquilino llegó al Edificio 627, el almacén de color arena que alguna vez albergó la carga nuclear. Wines Central esperaba aprovechar la ventaja de la ubicación de Vallejo, cerca de la base rica en viñedos de Napa Valley, pero también cercana a San Francisco y Sacramento.
Como escribe Frances Dinkelspiel en su nuevo libro Tangled Vines (Viñas enredadas), uno de los patrocinadores de Wines Central resultó ser un corpulento bon vivant llamado Mark C. Anderson, quien almacenaba alrededor de 5,600 cajas de vinos en el Edificio 627. Anderson era el propietario de Sausalito Cellars, en el elegante pueblo costero a los pies del puente Golden Gate, donde vivía en una casa flotante. Escribía para un periódico local y, en general, daba la impresión de ser uno de los muchos “bebés de los bienes raíces” que se daban la gran vida en Marin County. Pero después de un tiempo, Anderson ya no pudo pagar los alquileres comerciales de Sausalto; la Isla Mare sería más barata. Así, en 2004, trasladó las cajas a Wines Central, sin informar a los ricos coleccionistas, restauranteros y vinicultores que eran sus clientes.
Había algo más que sus clientes ignoraban: Anderson les había estad robando durante años. Existen distintas variedades de crímenes vinícolas, pero el crimen en el que Anderson participó fue tan descarado como arrebatar una copa de pinot de la mano de un sediento bebedor: él simplemente tomaba costosas botellas de sus colecciones y las vendía, apostando a que las personas con vastas reservas de vinos caros no se darían cuenta si tan sólo un poco de su costoso vino desaparecía.
Anderson comenzó a vender vino de Sausalito Cellars a Golden West Wines de San Francisco en 2001, escribe Dinkelspiel, descargando ocho botellas de Château Ducru Beaucaillou a 105 dólares la botella y, poco después, una botella de 400 dólares de Château Cheval-Blanc de 1982. Anderson siguió vendiendo y Golden West siguió comprando, feliz por añadir prestigiosas botellas a su arsenal. Golden West le compró a Anderson 279,418 dólares en vinos; Premier Cru, de Emeryville, un pueblo de East Bay, adquirió 296,235 dólares en vinos robados.
A fines de 20023, un cliente de Sausalito Cellars decidió que quería que le devolvieran sus vinos. Samuel Maslak le había estado pagando a Anderson 600 dólares al mes por almacenar 756 cajas de vinos de un restaurante de su propiedad que había fracasado. Esperando subastar sus vinos en Christie’s, envió a una empresa de mudanzas a recuperar el vino de Sausalito Cellars. La empresa informó a Maslak que sólo había 144 cajas de vino, lo que hizo surgir preguntas sobre lo que había ocurrido con las otras 612, preguntas que Anderson respondió con excusas inverosímiles. Ron Lussier, otro coleccionista, le había confiado a Anderson valiosas botellas de Stags’ Leap, el legendario viñedo de Napa cuyo cabernet triunfó en el “Juicio de París”, la versión enológica de la increíble y satisfactoria victoria de Rocky Balboa. Dentro de una de las cajas que le había confiado a Anderson había botellas de “Two-Buck Chuck” de Trader Joe’s, una cadena de supermercados de bajo costo. Las botellas perdidas de Stags’ Leap estaban valuadas en 650 dólares cada una.
Los organismos de aplicación de la ley también andaban cerca. Un fiscal de distrito de Marin County presentó cargos de desfalco en febrero de 2004, y añadió más cargos en diciembre de ese año. En abril, la policía local y el Departamento de Hacienda de Estados Unidos catearon la casa de Anderson. En su interior hallaron libros como The Modern Identity Changer (El moderno cambiador de identidad) y Hide Your Assets and Disappear: A Step-by-Step Guide to Vanishing Without a Trace (Oculte sus bienes y desaparezca: Guía paso por paso para desvanecerse sin dejar rastro). En junio de 2005, Wines Central le pidió a Anderson que trasladara sus vinos a otra parte.
El 12 de octubre, Anderson llegó a Wines Central, presuntamente para vaciar su espacio de almacenamiento. Llevaba con él un soplete y trapos empapados en gasolina. Dentro de su espacio de almacenamiento, usó el soplete para encender los trapos y huyó. El fuego ardió durante ocho horas, destruyendo cerca de 250 millones de dólares en vinos. Anderson no sólo borró las colecciones de sus propios clientes; su rencor y e incendio que provocó dicho rencor destruyó los vinos de personas que no tenían nada que ver con él, sino que simplemente eran su “vecinos” en Wines Central. El objetivo de incendio era ocultar las pruebas de su latrocinio, pero también fue un cruel golpe contra todas aquellas personas que tenían la sofisticación y la riqueza que Anderson envidaba desde hacía mucho tiempo. Dinkelspiel evita el psicoanálisis en Tangled Vines, lo cual es probablemente sabio. Sin embargo, no es difícil darse cuenta de que el motivo de Anderson fue la ira de un farsante que sabía que pronto sería desenmascarado.
Dentro de la bodega, las plataformas de madera cayeron unas sobre otras, rompiendo las botellas. Parte del vino que quedaba en las botellas que no se rompieron, quedó “cocinado” por el fuego. “Es notable”, escribe Dinkelspiel, “lo poco que se requiere para arruinar 4.5 millones de dólares en botellas de vino”.
No olvide escupir
Después de visitar el Edificio 627, conduje al norte, hacia Napa. Hasta el nombre resulta seductor, una enigmática parcela de belleza trocaica. Cuando aparece una fábrica de corchos al lado de la Ruta 29, uno sabe que ya está cerca, y cuando llega a Yountville, uno se encuentra en el punto álgido. Llamado así en honor del primer colono de raza blanca, Yountville posee un centro que luce como un pueblo mediterráneo de imitación. Una señal inequívoca de la riqueza del valle es que, a media tarde, hombres maduros recorren la ciudad en costosas motocicletas, dirigiéndose hacia ardientes colinas sedientas de lluvia. Los turistas van de una sala de degustación a otra, recordándose unos a otros que deben agitar y olfatear. O recorren la Ruta Silverado, cuyas ondulaciones llevan irresistiblemente a compararla con la Toscana.
El Valle de Napa es, de muchas formas, lo opuesto al Valle de Santa Clara, al sur de San Francisco. Hasta la década de 1960, Napa era “Una rezagada región agrícola, propia para la siembra de ciruelas pasas, nogales, pastos y algunos viñedos”, escribe James Conaway en su historia de la región. Santa Clara también era una adormilada colección de huertos, pero entonces, una nueva y ambiciosa camada de artesanos se asentó en los pueblos de Palo Alto y Menlo Park, en South Bay. En lugar de embotellar zinfandels, estos renegados imprimían semiconductores. Actualmente, parte de la vasta riqueza de Silicon Valley, como se conoce hoy universalmente a Santa Clara, fluye hacia el norte, por encima del puente Golden Gate, hacia los viñedos de Napa y Sonoma. La revista Worth observó recientemente que “muchos de los mejores vinos” de California “fueron creados con las generosas ganancias de empresas de Silicon Valley”. Uno de los viñedos reseñados en Worth fue fundado por el director de Cypress Semiconductor, que bautizó a su nueva empresa como Clos de la Tech.
Pero si tan sólo los vaqueros del código de Silicon Valley produjeran y bebieran pinot noirs de Russian River, la industria vinícola de California no sería el monstruo de 24.6 mil millones de dólares que es actualmente. A pesar de su imagen largamente mantenida de ser o muy moralista para beber cualquier cosa o no lo suficientemente sofisticado para beber algo más refinado que Michelob, en 2014, Estados Unidos se convirtió en el primer consumidor de vino del mundo. El mercado del vino se ha vuelto fenomenalmente democrático, de manera que mientras que una persona puede pagar miles de dólares por un codiciado cabernet Screaming Eagle, también es posible adquirir por sólo 15.99 dólares un Chardonnay Kendall-Jackson de Vintner Reserve de 2013, clasificado en el lugar 91 por Wine Enthusiast. Todo lo que se requiere hoy para ser un esnob de los vinos es un billete de 20 dólares.
Con tanto dinero, curiosidad y envidia relacionadas con el negocio del vino, es fácil ver por qué las personas codiciosas e inescrupulosas se han abocado al vino y no al refresco de vainilla o el queso. Algunas de ellas, como Anderson, recurren al latrocinio, imaginando que con los 31.4 millones de botellas que cambian de manos cada año, nadie extrañaría unas cuantas cajas costosas que se caen del camión. Pero el robo es mucho menos lucrativo que el fraude, que consiste en hacer pasar un vino barato por uno muy costoso. Es el arte de la falsificación en una botella, con la excepción de que una pintura falsa es probablemente más fácil de detectar que un Bordeaux chardonnay falso. Una botella no abierta de vino es difícil de autenticar, ya que los corchos y las etiquetas pueden falsificarse fácilmente, especialmente en el caso de los vinos antiguos, que son los más buscados por los coleccionistas. Es posible tratar de verificar la autenticidad de un vino por su sabor, pero al abrir una botella, cualquier valor que pudiera tener queda cancelado, con excepción posiblemente de los recuerdos que la experiencia haya dejado en el catador. Aun así, uno no sabe realmente lo que está bebiendo. “Nadie en el mundo, nadie, es capaz de autenticar un vino por su sabor”, explicó recientemente a NPR Maureen Downey, experta en fraudes vinícolas.
En 2007, un comerciante de vinos alemán llamado Hardy Rodenstock se volvió tristemente célebre cuando se afirmó de manera convincente, en una demanda judicial presentada por William I. Koch, que había hecho pasar botellas de vino que él mismo había mezclado por vinos que habían pertenecido a Thomas Jefferson. Koch, un prominente coleccionista de vinos y miembro del vilipendiado clan político, se dio cuenta de que muchos de los vinos de su bodega probablemente eran falsos. Declaró a The New Yorker en 2007 que “Cuando termine de revisar todos los vinos de mi colección, voy a ir tras todas las personas que me los vendieron. Los minoristas saben lo que están haciendo. Son cómplices”.
Koch también demandó a Rudy Kurniawan, un comerciante de Los Ángeles que perpetró lo que Vanity Fair denominó “el mayor fraude de ‘vinos’ conocido de la historia”. Su falsificación fue descubierta por el vitivinicultor francés Laurent Ponsot, pero no antes de que Kurniawan despachara incontables botellas a casas de subastas y bodegas. Un comerciante lo llamó “un caballero ladrón” y Kurniawan escribió una nota plañidera mientras la sombra de la prisión se cernía sobre él: “Yo creí que estas personas eran mis amigos, y deseaba ser aceptado en su mundo”.
Para falsificar un gran vino se requiere un gran paladar y una gran cantidad de ingenio. Lo que hizo Anderson fue bastante rudimentario y común. La Navidad pasada, alguien robó 76 botellas de vino con un valor total de 300,000 dólares del French Laundry, el restaurante de Yountville calificado en ocasiones como el mejor de Estados Unidos. El vino fue hallado después en Carolina del Norte. De acuerdo con Bloomberg Businessweek, los ladrones probablemente buscaban un Domaine de la Romanée-Conti, un pinot noir altamente cotizado de Borgoña, que también trataron de robar de otros restaurantes del Área de la Bahía. De hecho, ese vino es tan reverenciado que un dueto formado por padre e hijo trató de extorsionar al propietario del viñedo, amenazándolo con destruir sus viñas.
Etiquetas de vinos en bolsas de pruebas del gobierno fueron usadas como evidencia en el juicio a Rudy Kurniawan, el comerciante de vinos, realizado en una corte federal el 29 de diciembre de 2013 en Nueva York. Kurniawan fue hallado culpable de encabezar un lucrativo plan para vender vinos antiguos falsos en Nueva York y Londres.
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De vez en cuando, corre sangre verdadera. A principios del año pasado, Robert Dahl, un atribulado vitivinicultor de Napa, mató de un tiro a un inversionista llamado Emad Tawfilis antes de dispararse a sí mismo. Tawfilis participaba en el sector de la tecnología de Silicon Valley, mientras que Dahl era un oscuro hombre de negocios de Minnesota. Tawfilis le dio a Dahl cientos de miles de dólares, pero los Viñedos Dahl siguieron siendo, de acuerdo con el New York Times, “poco más que un establo renovado en arrendamiento”. Ambos hombres estaban embelesados, declaró al diario un vitivinicultor de Napa, por el “estilo de vida” de poseer un viñedo, “bebiendo vino cada noche y ofreciendo estupendas cenas”. La cultura del vino puede ser tan intoxicante como el vino mismo. Y la resaca puede ser igual de brutal.
Casi animal
Una tarde, hace varios meses, me reuní con Dinkelspiel en La Botella Republic, un bar de vinos en el centro de Berkeley que sirve casi exclusivamente vinos de California. Una sola copa puede costar hasta 25 dólares, que en otros establecimientos podría pagar una botella de vino respetable. La fiesta de presentación del libro Tangled Vines se había realizado en ese sitio la noche anterior. Ordenamos un tinto de The Scholium Project, un pequeño syrah casi del color de la sangre de buey. Dinkelspiel lo declaró “casi animal” y observó que el vitivinicultor era “un tipo de Los Ángeles”, una imprecación sobre la que no necesitaba abundar. Ella ordenó una copa de otra cosa, pero yo seguí bebiendo el jugo de color rojo oscuro, hosco y condimentado en mi lengua. Era un vino que no deseaba gustar, lo que hizo que me gustara aún más.
En 2008, Dinkelspiel publicó Towers of Gold (Torres de oro) acerca de su tatarabuelo Isaias W. Hellman, un prominente banquero de Los Ángeles. Durante su investigación para ese libro, descubrió que Hellman había sido propietario de la bodega de vinos llamada Rancho Cucamonga en el Valle de San Bernardino, al este de Los Ángeles. Alrededor de 175 botellas del vino de Hellman terminaron en las manos de Miranda Heller, prima de Dinkelspiel. Heller decidió almacenar sus botellas en Wines Central.
El vino nunca es sólo lo que hay en la botella, y cuando Anderson provocó aquel incendio, no sólo estaba quemando incontables horas de duro trabajo humano, sino historias enteras de inmigración, asimilación, lucha y éxito. “Sentí la pérdida del vino como una amputación de mi pasado”, escribió Dinkelspiel en Tangled Vines. Ella le escribió a Anderson mientras éste esperaba sentencia, tras declararse culpable de los cargos de incendio provocado y desfalco. Nunca expresó ningún remordimiento por el incendio, y siguió negando su participación, a pesar de las innumerables pruebas en su contra. Ahora, mientras purga una sentencia de 27 años en prisión, parece no darse cuenta de la magnitud de la ruina que provocó. Como dijo el vitivinicultor Ted Hall durante la pronunciación de la sentencia, “No podemos simplemente llamar a una fábrica y pedirles que nos fabriquen otro antiguo cabernet sauvignon de 2001. Se ha ido para siempre. El fruto de nuestras manos y de nuestros corazones se ha perdido irremediablemente, como una obra de arte destrozada por algún bárbaro que saquea una ciudad.”
A Dinkelspiel le preocupa el hecho de que Napa se haya convertido en “una víctima de su propio éxito”, una preocupación que muchas personas podrían expresar acerca de San Francisco, cautivada por las revoluciones y las delicias prometidas por el mundo tecnológico. Cuantas más personas deseen vinos raros y costosos, tanto más probable es que caían bajo el hechizo de aquellos que deseen proveerlo de manera deshonesta. No le corresponde a nadie hacer demasiadas preguntas acerca de un distribuidor que parece tener una abundante reserva de Domaine Leflaive Montrachet Grand Cru, con un valor de alrededor de 6,000 dólares por botella. Y si la autenticidad es cuestionada, es probable que se pueda desembarcar la botella en el mercado asiático que está aún menos regulado que el estadounidense. “Cuando se atrapa a alguien, suele ser cuestión de suerte”, afirma Dinkelspiel.
Al día siguiente, fui a la tienda principal de Kermit Lynch, el famoso comerciante de vinos radicado en Berkeley. “No es ninguna exageración decir que un segmento importante de la industria vinícola actual está estampado en la imagen del señor Lynch”, escribió en 2007 Eric Asimov, crítico de vinos del New York Times. Lynch es famoso por vender únicamente vinos franceses e italianos, en lo que podría parecer una afrenta a California, pero al promover los vinos europeos, él asesoró a los vitivinicultores del Nuevo Mundo en el oficio, mostrándoles lo mejor de lo que el Viejo Mundo tenía que ofrecer.
Evidentemente, las personas que vagaban por su tienda sabían más de vinos que yo, caminando por los pasillos con una intensidad silenciosa y clínica. Escogí uno de los vinos más baratos que puede encontrar, un carignane de 16 dólares de la región francesa de Languedoc-Roussillon. La botella podría contener cualquier cosa: yo nunca había escuchado acerca del viñedo y, ciertamente, tampoco sabía si alguien había mezclado mi carignane con grenache o, francamente, si alguien simplemente le había cambiado la etiqueta a un vino de dos dólares. Pero no se trataba de una compra de prestigio; no tengo bodega ni a algún subastador que impresionar. Los riesgos eran bajos. Y como descubrí un poco más tarde, el vino era bueno.