Para unos es el “salvador” de Turquía, para otros
un “dictador”. A pesar de estar cada vez más cuestionado, el
presidente Recep Tayyip Erdogan confirmó este domingo en las urnas que sigue
siendo el líder indiscutible del país.
Su sueño de instaurar una “superpresidencia” se
quebró en las elecciones legislativas de junio pasado. Pese a involucrarse
personalmente en la campaña, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP)
perdió la mayoría absoluta en el Parlamento.
Lejos de dejarse amedrentar, Erdogan, apodado el
“sultán”, volvió a la carga.
Durante semanas, dejó que se estancaran las conversaciones
para la formación de un gobierno de coalición y, al constatar su fracaso, llamó
de nuevo a las urnas, por cuarta vez en dos años, convencido de poder
“rehacerse”.
Apenas más discreto que en junio, continuó haciendo campaña
por un “gobierno de un solo partido”. “No llegué a este puesto
caído del cielo”, dijo, haciendo valer que fue elegido presidente con el
52por ciento de los votos en agosto de 2014.
Y este domingo, contra todo pronóstico, su partido consiguió
la mayoría absoluta en el parlamento.
A sus 61 años, Erdogan sigue siendo el jefe político más
popular y carismático de su país desde Mustafá Kemal Ataturk, el emblemático
padre de la República laica.
Se convirtió en jefe de gobierno en 2003, sobre las ruinas
de una grave crisis financiera. Para sus partidarios, es el hombre del milagro
económico y de las reformas que liberaron a la mayoría religiosa y conservadora
del país del yugo de la élite laica.
Pero también se ha convertido en los últimos dos años en la
figura más criticada en Turquía, denunciado por su deriva autocrática e
islamista.
La espectacular operación policial lanzada esta semana
contra dos cadenas de televisión cercanas a la oposición no ha hecho más que
reforzar la inquietud de quienes –como el jefe de la oposición, Kemal
Kiliçdaroglu–, lo acusan de querer “restablecer el sultanato”.
Lujoso, gigantesco y extravagante, el palacio de 500
millones de euros en el que se instaló hace un año en las afueras de Ankara se ha
convertido en el símbolo de su “delirio de grandeza”.
DE VENDEDOR AMBULANTE A PRESIDENTE
Hijo de un oficial de la guardia costera, Erdogan se
enorgullece no obstante de tener orígenes modestos.
Creció en el barrio popular de Kasimpasa en Estambul, donde
fue educado en un colegio religioso y más tarde fue vendedor ambulante. Durante
un tiempo, soñó con ser futbolista, pero acabó lanzándose a la política dentro
del movimiento islamista.
Elegido alcalde de Estambul en 1994, triunfó en 2002 cuando
su AKP ganó las elecciones legislativas y se convirtió en primer ministro un
año más tarde, una vez amnistiado de una pena de prisión impuesta por haber
recitado en público un poema religioso.
Durante años, su modelo de democracia conservadora, aliando
capitalismo liberal e islam moderado, encadenó éxitos, gracias al crecimiento
económico y a sus planes de entrar en la UE.
Reelegido en 2007 y 2011, ambicionó entonces permanecer en
el poder hasta 2023 para celebrar el centenario de la República turca.
Pero el escenario se complicó a mediados de 2013, cuando
durante tres semanas más de tres millones y medio de personas pidieron en las
calles su dimisión reprochándole su mano de hierro y su política cada vez más
islamista.
Erdogan respondió con una represión severa. Seis meses más
tarde, un escándalo de corrupción hizo tambalear las bases de su gobierno.
Su posición se ha debilitado aún más en los últimos meses.
Sus rivales lo acusan de haber reavivado el conflicto kurdo con el único fin de
apuntalar sus ambiciones, y sus discursos airados, provocadores, inquietan cada
vez más. Un reciente sondeo revela que 64,8% de los turcos le teme.
Erdogan se ríe de quienes le llaman “dictador”
pero persigue por “insulto” a todos los rivales, periodistas o
simples ciudadanos que lo cuestionan.
Si bien ha prometido “respetar” el veredicto de
las urnas el domingo, algunos dudan que Erdogan acabe aceptando compartir el
poder.
(Con información de Philippe Alfroy/AFP)