Los enemigos de los periodistas están a la vista. No se pueden ocultar. Tal vez ni siquiera lo intentan.
Son sujetos públicos, trabajan en el gobierno, delinquen en contubernio con el crimen organizado o el narcotráfico, ocupan un cargo en alguno de los tres poderes que conforman el Estado, y —como regla general— han sido investigados periodísticamente, señalados por sus abusos, sus víctimas, su corrupción y por la impunidad en la que se escudan.
Cuando un periodista es asesinado lo primero que se investiga, o debiera investigarse, es el entorno laboral. De quién escribió antes del atentado, a quién investigó, a quién expuso por haber cometido actos ilícitos con pruebas documentales, testimoniales, fotografías. No es difícil detectar a un periodista en peligro. A un periodista libre, independiente. Es aquel que sin mediar interés ajeno al ejercicio de la libre expresión, cumple con su compromiso de investigar y su misión de informar.
Pero en México, cuando asesinan a un periodista, lo primero que hace la autoridad es matarlo de nuevo. Ahora la estocada se da ministerialmente con acusaciones de factores externos a su labor de reportero, como líneas de investigación sobre el crimen. Minimizando, pues, el peligro que en México significa ser periodista independiente.
De acuerdo con la investigación del Comité para la Protección a los Periodistas con sede en Estados Unidos, en nuestro país, de 1992 a 2015 han dado muerte a 34 periodistas y el móvil ha sido su labor como comunicadores. Otros cuatro trabajadores de medios de comunicación fueron ejecutados; y 42 periodistas más fueron asesinados sin que se haya determinado a la fecha el móvil de su crimen; no se puede documentar que los homicidios ocurrieron por el ejercicio de su oficio.
En total, México ha perdido a ochenta periodistas. Brutalmente y con la justicia aún pendiente.
El mensaje es claro: matar a un periodista en México no tiene consecuencias legales, mucho menos morales. Los asesinos no serán perseguidos por la autoridad. No serán investigados, ni detenidos, ni pasarán una buena parte de su vida tras las rejas. En específicos y contadísimos casos, alguien más puede pagar por los crímenes de otro.
No es una exageración, lo sé de cierto y hay estadística, producto de los muchos casos de periodistas asesinados en este país, que dan cuenta de ello. El 90 por ciento de los casos de ataques a periodistas son un crimen sin castigo.
A lo largo de mi carrera he visto compañeros caer en manos de asesinos. El modo no cambia considerablemente. El periodista escribe, denuncia, el criminal lo espía, le toma ventaja física y lo mata. A sangre fría, con saña en algunos casos. Con odio.
Así fue el crimen de Rubén Espinosa, el fotoperiodista torturado y ejecutado en un departamento de la colonia Narvarte del Distrito Federal el 31 de julio de 2015. Las mujeres que ocupaban la unidad habitacional pasaron por el mismo trauma. Torturadas, atadas de pies y manos, asfixiadas unas, vejadas y ejecutadas con un certero tiro a la cabeza.
Las cinco vidas son importantes, pero dos elementos destacan por sus denuncias previas al asesinato. El fotógrafo Rubén Espinosa y la activista Nadia Vera, ambos habían llegado de Veracruz, estado que abandonaron por el clima hostil por parte del gobierno estatal hacia periodistas independientes y activista de movimientos sociales. Ella incluso había denunciado directamente: hacía responsable si algo llegara a ocurrirle, al gobernador Javier Duarte de Ochoa. Él había denunciado las amenazas y el hostigamiento del cual fue objeto, y diversos organismos de protección a los periodistas le habían ofrecido ayuda. Su caso, pues, estaba documentado. Era un periodista en peligro.
El crimen de Rubén Espinosa lamentablemente no será el último en un país que se exhibe por ser el que más impunidad provee a los criminales organizados, a los políticos corruptos y a los narcotraficantes que atentan contra los periodistas.
En el entorno laboral de Rubén Espinosa, su detractor está a la vista. Fue público, notorio, y harto visible. El gobernador de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa. De su gobierno huyó ante las presiones y las amenazas que recibió por cubrir lo que era su especialidad, movimientos sociales y activismo.
En la práctica de la política no hay coincidencias. A toda acción corresponde una reacción. Nada es fortuito. Por eso resulta increíble que todavía once días después del asesinato del fotoperiodista, y la activista Nadia Vera, la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, no hubiese citado a declarar al gobernador de Veracruz. Fue hasta el doceavo día que públicamente dijeron que lo citarían en calidad de testigo. Ahorrándose la línea de investigación sobre el motivo del trabajo de la víctima.
Así, más por presiones sociales, denuncias en el extranjero y demandas locales, la Procuraduría volteó a ver a quien desde el día uno ha sido el sospechoso principal, Duarte, quien encarna ese cinismo propio de la clase política que representa —la misma que tiene eco en medios del centro del país— y que antes de que lo declararan oficialmente, se dijo inocente. Nada tuvo que ver con el asesinato de Rubén Espinosa, Nadia Vera y tres mujeres más, eso fue lo que argumentó y —evidentemente— le creyeron.
Al inicio de la investigación de la Procuraduría defeña la hipótesis del robo fue la más “sólida”, aun cuando por algunas horas consideraron “culpar a la colombiana”, después de todo es mujer, es guapa, es modelo y tiene una nacionalidad que malamente estereotipan. Sus hipótesis parecen extraídas de una novela policiaca donde gobiernan las reinas del sur. Pero como la ficción no los convenció ni a ellos, el Estado le apostó al robo. A un robo con tortura, con violación, con laceraciones en la piel, con suma crueldad y el inequívoco tiro de gracia. Un robo único considerando esos factores, que aleja ministerialmente la línea de investigación del entorno laboral que apunta directísimo a Javier Duarte, un hombre impune del sistema priista, que carga con el estigma de gobernar el estado con más asesinatos de periodistas. Catorce, en lo que va de su administración.
Indiferencia gubernamental
Al escenario de incapacidad por omisión, o por corrupción, de la Procuraduría del Distrito Federal para hacer justicia al periodista, se suma la indiferencia del gobierno federal. Enrique Peña Nieto, el presidente, ha tenido sus propias tirrias con los periodistas independientes. No concede entrevistas, castiga con la publicidad oficial, minimiza la labor de informar y presiona el gobierno a quienes les son incómodos. Auditorías a medios independientes. Insensibilidad.
La libertad de expresión está consignada en la Constitución, pero el crimen no fue atraído por la Procuraduría General de la República, aun cuando ello no es garantía de solución.
Nuestra experiencia en ZETA nos lo ha dictado. Intentaron asesinar a Jesús Blancornelas en 1997. Diez sicarios identificados con el cártel Arellano Félix, ninguno en prisión por el crimen contra el periodista. A Francisco Javier Ortiz Franco lo mataron. Tres sicarios, cuatro balazos frente a sus hijos. Era editor de ZETA en 2004, y meses atrás había publicado los rostros y los nombres de los nuevos elementos del cártel Arellano Félix. Identificados sus asesinos materiales y los intelectuales. Ninguno en prisión.
Ambos casos los atrajo la Procuraduría General de la República. Ambos casos permanecen en la impunidad.
La realidad es que en México es muy fácil morir por promover la verdad. La impunidad que provee un Estado corrupto y corruptor a los asesinos de periodistas, sean criminales, narcotraficantes, políticos o empresarios, es prueba de ello.
¿Por qué la muerte de un periodista llama tanto la atención? Porque su labor consiste en informarle a la sociedad todo lo que le incumbe. Cuando un periodista es asesinado se pierde una pluma, se pierde una noticia que no será revelada jamás, se esfuman las imágenes, y se ocultan los hechos. La sociedad ensordece, sufre ceguera. Y así los gobiernos sin los cuales no podría existir el crimen organizado, ganan.
La consigna para el ejercicio del periodismo independiente, de investigación y análisis, crítico, es la misma que en la peor época del oficialismo en el México contemporáneo: o te mueres de hambre o te mueres por plomo. Sin castigo para los que cometen el crimen libremente en un país que ve y calla.